logo

LA INTERLENGUA, DE MONICA ZWAIG

RESEÑA

por Nicolás Ricci

La condición de vivir entre lenguas y culturas, en una constante extranjeridad, es el punto de partida de La interlengua. Esta nueva novela de Monica Zwaig (Francia, 1981) invita a pensar el lenguaje en términos generacionales, y parece preocuparse menos por la trama que por elaborar un juego de espejos entre autoría y ficción.

Novela del desarraigo y la extranjeridad, La interlengua de Monica Zwaig desarrolla, con una prosa ligera y de fácil lectura, una narración fuertemente autoficcional. Zwaig nació en 1981 en Francia, donde vivió hasta 2007, año en que llegó a la Argentina para quedarse por tiempo indefinido. Lo mismo sucede con la protagonista, Amanda, una versión ficcional de la autora, de “apellido alemán” que (aclara sin especificar) también empieza con “Z”. El personaje transita una serie de corrimientos que impide el anclaje a una patria: Amanda es francesa, hija de argentinos, vive hace más de diez años en Buenos Aires y, para sumar otra vuelta de tuerca, empieza a estudiar italiano.

Recorre el texto un encadenado de digresiones sociolingüísticas sobre la mezcla de idiomas, la pertenencia y el origen, el (leve) choque de culturas y sus consecuencias en la vida social de la protagonista. Con el curso de italiano, esta comienza a interactuar superficialmente con otros personajes, a la vez que atraviesa un proceso de autoconocimiento que en realidad pareciera venir de antes (y aun, ser el reflejo de las obsesiones identitarias de la autora). Amanda funda su identidad en el desarraigo y esa independencia absoluta determina el grado mínimo con que establece su relación con los demás, lo que condiciona y acaso justifique la inacabada acción de los personajes. Lo único desarrollado a fondo es el lamento autocentrado de la migrante, que expresa su extranjeridad en términos de “exclusión” y “traición a la patria”. El tono general de la novela, sin embargo, es liviano y a veces humorístico. De las líneas narrativas que se abren, de las confusas intrigas que despuntan, ninguna tiene un cierre, todo queda en el aire. Por todo esto, el libro es enteramente inespoileable, así que tomemos como ejemplo el episodio final de la novela: la subtrama del Mundial de Qatar 2022. Comienzan los partidos y el novio de Amanda, un argentino borroso, fundamentalista de las cábalas futboleras, se va esfumando para ver a la Selección con sus amigos. Sabemos que la final (precisamente contra Francia) va a tener una gran carga emocional para ella, pero, pese a la centralidad que se le otorga a la cuestión, la novela termina antes de que se juegue el partido.  

El famoso crítico Quintín, al reseñar este libro, le achaca a Zwaig una tendencia a lo “gratuitamente truculento“, que encuentra tanto en las imágenes (algunas muertes narradas con frialdad) como en el léxico (que encuentra vulgar). Cierto es que la autora se esfuerza por utilizar un vocabulario coloquial, un registro informal y, sobre todo, un cronolecto “joven” (de una juventud liminar, en los lindes de la mediana edad). Lo que Quintín no registra es que esa vulgaridad de la que habla termina armando un sistema. Escribe Zwaig: “Uno elige las palabras que lo representan. Si decís ‘chongo’ o ‘bello’ u ‘holis’ o berreta es porque querés, no porque hay una sola forma de nombrar las cosas. Elegís, te identificás”. Es que, por sobre todas las cosas, esta es una novela millenial (palabra que la autora elige no usar), es decir, su punto de vista está vinculado menos a una nacionalidad que a una generación (quizás a un modo específico de vivir una generación, en la que la extranjeridad es metáfora de otra cosa, como en el cine de Sofia Coppola). Esta cosmovisión marca, desde luego, el estilo, que tampoco se limita al nivel lexical. De hecho, los momentos más logrados son aquellos en los que Zwaig ensaya una alborotada sintaxis oral: “Lo de los errores, a mí no me molesta cometerlos, yo dejé París”. La mirada “joven” se complementa con la postulación de su otro favorito: Antonio, un compañero de la protagonista en su curso de italiano, una suerte de “raúl” estereotípico: baboso, gritón, un poco antiperonista, jodón. Amanda manifiesta una actitud antagónica: retraída, un poco progre, preocupada por el lenguaje inclusivo (sin ejercerlo), casi incomunicada, solitaria. 

Si bien el libro se rige por un realismo costumbrista, tiene sus intentos de fuga. Está la última página, en la que se lee una imagen de intenciones poéticas, claramente alegórica, que busca alejarse de la llaneza general de los acontecimientos. Más interesantes son algunas tangentes diegéticas que se escapan de la lógica realista, a la vez que exponen con nitidez el mecanismo autoficcional del relato. Al contar la historia banal de cierto ejercicio en un manual de idiomas, se agrega varias veces: “El libro no cuenta que…”, luego de lo cual los esquemáticos personajes ad hoc del manual (un matrimonio italiano) cobran cierto espesor psicológico y reproducen, en una puesta en abismo, la misma dinámica que Amanda tiene con su novio. Es decir, la protagonista hace con sus personajes lo que pensamos que Zwaig hace con ella: asimilarlos, apenas disfrazarlos, divertirse con el espejo de la ficción. 

La interlengua

Mónica Zwaig

Blatt & Ríos

2023

168 páginas

Comparti la nota

Facebook
Twitter
LinkedIn
WhatsApp
Telegram