Crónica.Policías que abusan de su lugar en los ómnibus; un racismo leve, inconcluso; un pueblo de acequias y puentes que lleva el nombre de las aves que decidió exiliar; Cecil Taylor, Leonardo Favio, incomprendidos; la desconfianza del ocio y el triunfo de sinuosos sembradíos frente a la traza rectangular. Después de Santa Rosa, Sergio Taglia visita Las Catitas, en las afueras de Mendoza, para continuar con su derrotero de los cinco pueblos.por Sergio Taglia
Las Catitas tiene el barrio más poblado del Este, La Costanera –sin contar, aunque quién sabe si ahí los haya, los de San Martín, Rivadavia y Junín– al otro lado de las vías del tren, al sur, entre la ruta 50 y el río Tunuyán, y que se forma bordeando la ruta 153 que va a la reserva natural Ñacuñán y que llega después a Monte Comán, en San Rafael.
Tiene también una estación terminal de ómnibus, como no la tienen Santa Rosa ni La Dormida. La Terminal es en realidad un parador con cinco rampas, una casita de dos oficinas en el medio, en cuyo interior hay un cartel que dice “por favor no arreglen los baños”, y un espacio parquizado al otro lado. Es un edificio sin gracia, más parecido a un conteiner prolongado, a pesar de su triángulo central formando el techo y encaracolado hacia sus puntas –decorado a ambos lados con detalles de balaustres en curva cerca de la azotea y construido totalmente con cemento, siendo lo único complejo de su construcción. El resto, las aberturas de las puertas y ventanas, están cubiertas de un plástico símil vidrio y las paredes, de una chapa acanalada semi-gruesa. En una mezcla ilógica, la parte de arriba en su totalidad es de cemento y la de abajo solo de cemento en sus columnas y en lo demás de aquel plástico y chapa en las paredes, puertas y ventanas, dándole un nuevo sentido arquitectural al todo: lo pesado arriba y lo liviano abajo.
El diseño a lo largo de esta Terminal habla también del carácter longitudinal de estos pueblos, de un estamos “siguiendo la ruta” de sus temperamentos. Estos lugares son atravesados por micros en los que viajan generalmente 6 o 7 policías orondos, ufanos con sus pistolas, y que al sentarse en los asientos dobles –sólo hay asientos dobles– ponen las manos bajo la sisa del chaleco y sus codos y brazos forman una campana, de manera que sus ángulos se incrustan entre las costillas y la cadera del pasajero o pasajera que penosamente se encuentra a su lado. No se les puede decir nada, no se les puede pedir que escondan sus codos, ya se han dormido o miran alguna aplicación del celular. Estos policías viajan hasta el final del trayecto, hasta La Paz o Desaguadero, donde hay un edificio penitenciario.
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Los del otro lado del barrio La Costanera suelen decir, medio en chiste, medio en serio, que “en ese barrio viven todos negros”. La Costanera está, para estos, “Al otro lado de las vías”, como se llama, visto desde un lado opuesto, el de los negros, el documental que habla de la vida del músico Cecil Taylor. En Las Catitas es seguro que nadie se interesa por Taylor. Esto no los hace ni mejores ni peores, quizás si alguien les hablase de él llegarían a hacerlo. Hasta que pase, el tiempo y la paciencia se agigantarán con la ansiedad de que eso se revierta. Significaría por una vez ir a un pueblo y no hablar siempre de lo mismo, no escuchar la misma música de la radio y de las propagandas, no creer en las mismas cosas ni valorar los mismos mitos. El rostro de escarapela planchada no tendría ya que ser soportable. En las calles de la capital tampoco se interesan por Cecil Taylor, o por algún otro músico escondido. Entonces, en Las Catitas como en todo sitio, unos se sienten superiores a otros. Los de este lado de la vía enfrente de La Costanera dicen ser descendientes de los primeros lugareños, muchos de ellos inmigrantes de Italia o España, que observan además mayores matices de blanco en su piel, mayores matices de criollez. Es verdad que algunos podrán ser hijos de esos descendientes, pero la mayoría ya no.
Las Catitas tiene también, sobre su avenida principal, que es la misma ruta 50 que cruza por Santa Rosa, y después de hacer el pequeño codo sobre el canal 100 metros después de la Terminal, un bolichito para comer con la imagen de Leonardo Favio pintada sobre la pared de entrada. Se encuentra casi en el cruce de la ruta 50 con la que sale para el noreste hacia Arroyito entre Lavalle y La Paz. Las especialidades de la casa son la milanesa de carne, la napolitana, la costeleta y el trozado de lomo, siempre con una pequeña ensalada de tomate, cebolla y lechuga, y todo acompañado con un vino patero, agua, cerveza o gaseosa. Detrás del bolichito, a unos 250 metros empieza La Costanera. El dueño al parecer es uno de esos descendientes de inmigrantes, pero a pesar de tener a Favio pintado en la pared no es peronista, más bien lo contrario y casi gorila. El comedor tiene unas seis mesas de madera en su salón, todas bien juntas por la falta de espacio. Salón pequeño con un televisor siempre apagado, detrás del que hay un espejo tapado también por un par de heladeras con bebidas en una punta y en la otra un aparador con puertas de vidrio en el que hay un trofeo conmemorativo de un campeonato de bochas, un banderín de un club local, estampitas de santos, y alguna cuenta a pagar del gas o de la luz, o que ya fue pagada. Ventilador de techo, estufa sobre la pared a media altura. Techo de caña y cielo raso más dos ventanas que dejan fresco el interior. Si bien es cómodo almorzar ahí, no lo es cuando hay unas tres mesas ocupadas. Se respira un aire de poca intimidad y entonces se come rápido para salir y no seguir escuchando los diálogos absurdos de los otros, que se miran también con suspicacia entre sí y a los demás. Aunque cuando el tiempo es bueno y no hace frío ni llueve ni corre viento, también se puede almorzar o cenar sobre la vereda –pero si se está afuera se está expuesto a la mirada de los demás–, y ver pasar los colectivos Dicetours y Nueva Generación que viajan por ahí, más los otros grandes de La Unión que van para Monte Comán, y también los camiones de carga que acabaron de salir de la ruta 7 o que están por entrar a ella. Solo por el paso de los camiones y del micro La Unión se podría decir que Las Catitas es más cosmopolita que las otras, de un cosmopolitismo objetual, transitable y trabajador o comerciante. Todo esto se puede disfrutar, estar a la vera de la ruta, sentir que se está pendiente de un hilo de cemento que ligeramente lengüetea en 120 km de largo. Al otro lado, enfrente del comedor y de la avenida está el canal de riego. Omnipresente. Acá en Catitas el canal corta la vereda norte y los negocios de ese lado en dos. Para entrar a un almacén hay que pasar por los puentes pequeños que lo cruzan.
En algunos de esos almacenes atienden ancianas entre gringas y grises, o entre cetrinas y antes rubias, quienes al pedirles agua te dicen claro el agua no se le niega a nadie y que acaban de hablar junto al mostrador con coloradotes ancianos de pantalones raídos o mamelucos sucios de trabajo que han dejado afuera su bicicleta y que al ver llegar a alguien que no es de ahí pronuncian con fuerza palabras como esfuerzo, temprano, voluntad, penumbra, oscuridad, y por el contrario otras al solaz como campanas, distraimiento y soltura.
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Antes había catitas en el lugar, innumerables. Ahora ya no. Ninguna. En parte puede ser esta ausencia de las aves lo que ha hecho que las personas del sitio hayan perdido un poco el rumbo. Les falta lo que les dio su nombre y eso lo sustituyen a fuerza de contradicciones. Así, las catitas fueron dispersadas de la parte urbana por su propia gente debido a la transmisión de la psitacosis –al dejar este mundo, al dar el postrer suspiro, las catitas pueden transmitir a quien se encuentre cerca esta afección, y mucha gente las adoptaba y las tenía en sus casas–, que en su versión más complicada puede llegar a causar neumonía y muerte. Por esto los habitantes decidieron que las aves debían irse hacia los campos, a riesgo de destrozar ahí los cultivos. De esta manera eliminaron su razón de ser, su fundamento: las aves, sus cantos chillones y dichosos, y su enfermedad.
Pero no pudieron eliminar la sospecha de muerte que ronda los vecindarios, sobre todo en la mente de los niños, a los que les llegó de alguna manera esta información, ya sea por comentarios o relatos directos, y que se transformó en sus cerebros si se puede decir todavía honestos, en una especie, la muerte, de subcatitas, más peligrosas todavía, subcutáneas y cándidas, a pesar de gritar a través de ellos sincronizadas por la noche, para esos ojos infantiles que no las conocieron en su plenitud sobre el pueblo, sino en su presencia fantasmal. Estas subcatitas están en el interior de sus cuerpos y los roen por dentro.
Sin embargo Las Catitas pretende ser el poblado más estable del departamento. Así lo demuestra la presencia de su Terminal. Al parecer aquí la gente permanece un poco más. Caminar por sus calles es deleitarse con un árbol añoso cerca de una esquina. No es que no haya nada para hacer, es solo que hay una quietud, igual a la de La Dormida, menos amenazante que la de Santa Rosa o de La Paz, que hace que al andar los pensamientos bostecen, y los pasos también. Aun así, debe ser terrible permanecer después de las siete de la tarde en Las Catitas sin algún objetivo. No hay un lugar donde uno pueda distenderse sin que alguien que te mira piense lo contrario. Algo como un mirador, un acantilado famoso, una playa, un parque, un lugar donde aquella quietud no levante la sospecha de los otros. Todos están haciendo algo preciso, todos están cumpliendo una función. El que arregla motos conversa en el frente de su negocio con el que quiere arreglarlas, la señora de la tienda conversa con una clienta por una consulta durable, etc; pero los otros que no están trabajando y que hablan intrascendentemente entre sí, lo hacen como si de lo que hablaran fuera trascendente, convierten la nadería de sus comentarios en un hecho central. Cargan de virtuosismo lo banal, le aportan un objetivo puntual, que es el de no ser observados solos en una vía pública.
Ser un paseador, un flaneur en Las Catitas debe ser visto como una perversión y como un aburrimiento. Igual esto debe ocurrir en cualquier lugar con menos de 10.000 habitantes, o con menos de 15. ¿Qué es lo que hace tan especial esta quietud antiflaneur de Las Catitas? Esa desconcentración tenue de sus habitantes, o dislocamiento, esa contradicción e incompatibilidad permanentes, que los hace ser y no ser y los convierte en vulnerables, frágiles y duros a la vez, tercos, transparentes y opacos, valientes e ineficaces. Se creen inmigrantes y ya no lo son, han perdido a su ave emblemática y tradicional (en algunas plazas de Mendoza hay más catitas que acá), ejercen la discriminación y a la vez no lo hacen. No van a permitir que alguien flanee tranquilamente por sus calles. Ellos no permitirán que su desconcentración se acentúe. Por esto cualquiera que hable con ellos y que no se piense capitalino o citadino, siente equivocadamente que pueden ser traspasados por una hoja de papel. Pero sobresalen en esa condición de saberse estables, o habitando un pueblo pretendidamente estable. El anciano dueño gritador del comedor de Favio está seguro de no tener alteraciones partidarias. Debe ser por eso que su nieto grita también, no solo porque es chico, sino porque ya intuye cómo van a ser las cosas. Las calles no son tan rectas como en Santa Rosa. Han superado su estadio de barrio crecido, algunos trámites se hacen aquí y no en la cabecera del departamento, su pueblo no es un rectángulo acortado. En realidad no tiene forma precisa, está desenvuelto, sigue las fluctuaciones de los sembradíos y en esto por lo menos sus habitantes no se equivocaron. Peor hubiera sido haber matado los cultivos instantáneamente, que hubieran despojado al lugar de sus curvas o de su sinuosidad para construir, como alguien que pasara arbitrariamente de un estado de ánimo a otro, destruyendo el anterior.
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El terreno donde están las vías del tren y que separa La Costanera de las manzanas que dan a la avenida principal es un gran sector desolado. Arena y sequedad dividen La Costanera de la parte céntrica del pueblo. Trenes oxidados en uno de los rieles, carcasa de metal, transforman esos 150 metros de ancho de baldío en un museo de máquinas descompuestas, mudas y parlantes. En una parte al costado de las vías funciona una fábrica de ladrillos sin alambrados que la demarquen del paso de la gente, y más allá los rieles que todavía hoy se usan, con trenes de carga que no van a más de 30 km por hora.
Los micros van demasiado rápido por la parte de la ruta despoblada. Entre Las Catitas y La Dormida se internan en un tubo abierto sin techo de vegetación por la altura grande que toma el monte a un costado y otro. Algarrobos, chañares, álamos, pinos y cañaverales pasan vertiginosos por las ventanillas, y se quiebran en la visión y el hacinamiento interior de las horas pico.
Cualquier persona querría internarse por ahí y ser mordida por los animales.
Ojalá se pudiera vivir siempre así, entre la nada de los caminos. En un baldío desgastado vivir entre la nada y la nada.
El señor del comedor grita, y su nieto también. Uno porque es sordo, el otro, a pesar de lo que se dijo de él, por pequeño nada más. Al fondo del terreno de su casa vive una de sus hijas, la que se quedó, y su nieto también. De estas cosas hablan los lugareños, que como dije no está mal, si no fuera por una especie de ataque hacia todo aquel que no lo hace.
El nieto grita y pasa entre las mesas arrastrando un gran coche de plástico, comprado en la distribuidora del circuito, sale por la puerta de madera que chirría y se encuentra con la calle. Todavía se escuchan sus gritos desde afuera y el abuelo le grita desde adentro, desde la cocina que se calme. El niño se desordena más en la vereda. Por suerte los pueblerinos están atentos para que ese nieto no se salga hacia la ruta y sea aplastado por los micros y camiones.
Las Catitas está más cerca de la ruta 7. Es como si quisiese fusionarse con ella. Está más difundida que La Dormida y Santa Rosa. Todo esto debe ser por Ñacuñán. En Ñacuñán viven partes de las mismas familias de Las Catitas. Llevan los mismos apellidos. Dicen que si alguien va avisado para allá, lo esperan con alojamiento, mate y sopaipillas. Ñacuñán es un espejo de esta zona, solo que allí vive un puñado de personas. Qué sería de estos parajes sin un desequilibrio tal como el que ofrece la reserva, sin una disonancia que en este caso se encuentra lejos, hacia el sur, pero que forma parte de un mismo espíritu.
Hilos invisibles mantienen unida Las Catitas con la reserva. Otros invisibles también la mantienen unida con la atmósfera. Si no fuera por estos se perdería para siempre a pesar de la creencia en su estabilidad, se borraría a sí misma del mapa. Lo mismo y todavía más ocurre en La Dormida.