Crónica.Villa Antigua es la periferia de la periferia, el pueblo que se aleja a un aparte en el recorrido de Sergio Talgia por los cinco pueblos en las afueras de la ciudad de Mendoza. Con precaución ante un ataque de perros callejeros, niños que juegan a las escondidas, insectos que abren orificios desde abajo de la tierra, el cronista se toma un respiro en su derrotero para contemplar el cielo e imaginar un diálogo con los muertos.por Sergio Taglia
Villa Antigua se sale del circuito de la ruta 50, en el que
están todos los otros pueblos:
25 de Mayo, 12 de Octubre, Paseo La Costa, Santa Rosa,
Las Catitas, La Dormida, Los Parrales,
La Menta, Las Chacritas;
y esto la hace especial, remota e inabordable,
no porque sea difícil llegar hasta ahí,
sino porque a nadie se le ocurriría tomar ese camino,
porque después de ella no hay nada
ni rutas que lleven a ninguna parte.
(Testimonio de alguien del lugar)
Estaba en esa tarde fría y nublada de mayo en la encrucijada de dos caminos de tierra, no sabiendo si tomar el del sur o el del oeste, cuando se acercó un paisano en una bicicleta. Lo saludé para pararlo y le pregunté cuánto me faltaba para El Río, o cuánto para Villa Antigua. Lo primero que hizo fue mirarme las zapatillas. Unas zapatillas caras que tenía y que me había regalado un cliente hace más de seis años. Al principio sentí vergüenza, después incomprensión, porque las miraba sin codicia, solo con sorpresa simulada o encubierta, una sorpresa rural. Mientras me hablaba me las miró todavía dos o tres veces. Entonces supe que me iba a mentir demasiado en cosas que quizás no tuvieran importancia. No lo hizo así cuando me dijo que Villa Antigua estaba retirada. Pero sí cuando me dijo que El Río estaba a unos 36 kilómetros, cuando yo sabía o suponía que no estaba a más de cinco. ¿36?, le pregunté. Sí, me dijo, y los dos nos supimos en ese momento mintiendo.
Yo le miraba las cejas pobladas. Estaban cerca de su pelo negro sin canas y de su frente sin embargo espesa, como la mía. Debía tener más de 55. Retirada sí, Villa Antigua, me dijo de nuevo. Entonces también me fijé en su bici. Era una de esas antiguas, resistentes, pesadas, ideal para estar andando por esos caminos de tierra sin subidas ni bajadas, esos caminos en que no hay nadie alrededor, inhóspitos hasta llegar a un destino. Al estar él mirando y yo mirando sin saber qué más decirnos apareció un “bueno”, no sé si de él o mío, y él se fue para el lado de La Paz y yo me quedé no sabiendo otra vez para dónde ir. Detrás, o en un lado de la encrucijada, vi el almacén de La Chicha, según decía un cartel en la entrada. Volví a mirar al paisano que se alejaba y caminé hacia el lado de El Río, pero al llegar al tope de un cruce me volví, había solo monte abrasador, del que pide sol o nubes, del que te pide perderte en lo natural, del que te pide más sequedad como resistencia. Regresé a la esquina del negocio y seguí ya decidido hacia el oeste, hacia Villa Antigua, pero no quise acercarme al almacén. Intuía que los cuatro perros medianos tirados debajo del árbol de la entrada solo me ladrarían. Antes se me habían acercado otros para olerme y ahora a estos no les hubiera costado ahí en medio de la nada tirarme un tarascón al acercarme y arrancarme un poco de carne. Pero no quise darme a conocer, no tenía sed ni hambre y pensé que meterle algo al cuerpo en ese momento solo lo entorpecería. Pensé, tengo que pasar dos o tres veces más por acá para no interrumpir a los otros. Después vi camino de tierra y terreno disperso y ralo a los costados, con mucho monte, mucha rama seca y arbusto arenoso, todo circundado por álamos altos ya casi sin hojas por la estación y por algarrobos. A cada rato me preguntaba qué había detrás de esos cercos y lomas ascendentes a la entrada de esos terrenos, lomas que no dejaban llegar más allá. Se veía el techo de algún rancho disperso, se veía el humo de alguna chimenea.
En una de esas lomas, una parte que no estaba cercada, ya sea por barreras naturales o vegetación baja y tupida, había un álamo alto y robusto al costado de otro, igual de antiguo, que había sido talado. Entre los dos surgía un sendero pequeño tapizado de hojas secas. Por allí se llegaba a una hilera de álamos más pequeños y seguramente a alguna acequia. Me quedé mirando ese sendero con cara de alguien que escucha o que toca.
Cada tanto aparecía otro perro oliéndome. Estaban ahí aunque no se vieran casas cerca. Hacía ese frío y el cielo estaba plomizo. Cada tanto me daba vuelta. Me pareció ver al paisano de la bicicleta, ya convertido en un punto, charlando con alguien o capaz con su bicicleta en movimiento. Sentí que además de los perros me podía salir desde el monte de los terrenos un bicho mediano trayéndome atado en su lomo algo para tomar, enviado directamente por Doña Chicha. Acariciaría fuerte su lomo, a pesar de no saber qué especie era, y sacaría con pausa lo ofrecido, le desearía al bicho feliz retorno palmeándolo a los costados de las nalgas. Seguí caminando atravesado por la brisa fría de la tarde. No sabía cuánto me quedaba para llegar. Podía consultarlo en el celular pero todavía así no hubiera sabido calcular si volvería a tiempo a La Paz para alcanzar el micro que me llevara de vuelta a Mendoza.
Entonces llegué al cementerio. Un muro de ladrillos sin pintar al costado del camino desde ahora asfaltado, un muro de unos veinte metros de largo del lado que iba a la Villa, y de unos 40 pintado del otro lado, el que salía a la ruta 50 y después a la 7. Yo miraba las líneas rectas y el horizonte. Todo acá era más pampeano, más puntano que en Santa Rosa. La planicie abarcaba el cielo. Entre los pasos sentí el frío que más arriba en el cuello fijaba el viento. No sabía si caminar rápido o despacio. Qué hubiera pasado si entraba al cementerio. La persona en la garita, si es que hubiera habido una, solo me preguntaría algo relacionado al clima. Seguramente hubiera sido alguien con apariencia de personal de una empresa, aunque esa empresa fuera la Municipalidad. Le hubiera querido responder algo pero no hubiese podido. ¿Cómo anda? ¿De dónde viene?, me hubiera preguntado. De allá, le hubiera dicho con un movimiento de cabeza. ¿San Martín? De más allá. Mendoza. ¿Y qué tal todo por allá? Bien, no tan frío, hubiera dicho y pensado qué estoy diciendo, por qué contesto así. En parte allá estaba igual de frío que acá, en parte por qué no decirle lo que sentía, que allá está todo desbordado y dependiente y que acá todavía no lo sé. Pero esa no hubiera sido una manera de comportarse, tampoco de no comportarse. Yo era una persona de paso y él de permanencia y de paso. De allá repetiría, de Mendoza. Bien, diría él, ¿todo bien por la ciudad? No habría que agregar nada, solo quedar un rato en silencio. Aunque a veces las agregaciones, me seguiría diciendo, las agregaciones permiten un lazo más cercano, me seguiría en la mente, a veces el referir algo más puede permitir una extrapolación, no en plan de perder el tiempo sino en el de ganarlo… Soy del más allá, le hubiera dicho, soy amigo de los muertos, como usted; me hubiera quedado mirándolo todavía un rato, creyendo que la pared de atrás de la garita se intercalaba en su piel o que su piel translúcida dejaba ver esa pared. ¿Algo pasa?, me diría sin perder la amabilidad. No, no, solo pienso, diría, hace tiempo que no pienso. Ahh, rumiaría, supeditaría. Entonces vería la cicatriz de quemadura que le cruzaba la mejilla izquierda y parte del cuello. En la ciudad no se ve el cielo como acá, no se le presta atención. Hmm, él diría, claro, sí, acá se mira para arriba, pero no se ve nada. Permiso, diría y lo dejaría atrás. Los muertos me saludarían, me dirían no sos unos de los nuestros. Me quedaría mirando la tumba de una niña de 16 días: 19-VII-2012, 05-VIII-2012, y otra de un señor de unos 60 años con dificultades cerebrales para moverse y atado a una silla de ruedas. Tanto en las lápidas de la niña y del señor estarían sus fotos tomadas una vez muertos. La cercanía de las nubes. Tapaban el horizonte y su otra planicie, la que reflejaba esta. Me daría vuelta para mirar al portero. Estaría leyendo algo de una revista. Después de unos otros minutos trataría de incomunicarme más con esos muertos, solo vería brotes de arbustos entre el cemento. No es que quisiera separarme de la fiesta ósea, sino que ella se iría corriendo de un lado a otro, de un lado a otro del que yo estuviera. Y solo pude fijarme otra vez en el cielo lleno de inscripciones. Saldría. Ahora vería que la cicatriz de la mejilla y del cuello del portero le llegaba hasta el inicio de la frente. Ya no me importaría perder el colectivo. Saldría otra vez hacia Villa Antigua en caso de haber entrado.
Entonces estoy afuera del cementerio, observándonos. Nos veo, al hombre de la garita y a mí, conversando. Veo su cicatriz y me doy vuelta.
Vuelvo a mirar el horizonte alrededor, girando sobre mis pies. Todo es planicie ondulante, con alguna que otra casa aislada y vegetación a los costados del camino, todo horizonte, plácido y familiar, de una familiaridad agresiva y amigable, llena de vituperios y confianza, aquella que ve en lo maldito algo foráneo y cercano. Todo el tiempo lo son y todo el tiempo dejan de serlo. Me preguntaba para qué estaba yendo hasta Villa Antigua. A mitad de camino no le encontraba sentido. Sentía que estaba atado al cielo nublado y al ahora asfalto de la ruta, liquidado, abandonado. Iba porque necesitaba ver, necesitaba conocer el lugar, aunque me repitiera para qué, vas a encontrar lo mismo, vas a ver las casas de siempre, vas a notar que hay muy poco para ver, apenas un rancherío, con la escuela, la iglesia y qué más me decía, y qué más… y ya estaba por volverme, pero inmediatamente seguí, seguí, me dije, tenés que llegar, tenés que ver eso.
Miré el camino recto con otro aire mientras avanzaba. Allá lejos entre el monte y los árboles, se veía el comienzo del boulevar. Me alegré. Faltaban 500 metros.
Pasaron un par de veces, como cuidando la zona, pero no estaban haciendo eso, era solo que el lugar ya estaba cerca, un grupo de chicos, de no más de 14 años, tres o cuatro cada vez, en bicicleta, iban y venían, jugaban veloces, solo jugaban a pasarse, tratando de no mirarme o fingiendo indiferencia.
Entre los espacios y los momentos que el paso de las bicicletas dejaba vacíos vi lo mismo. Construcciones incipientes y aisladas, casas pequeñas en terrenos enormes. Donde no hay nada alrededor no hace falta marcar límites tímidos, me decía, mientras iba disfrutando de las arboledas al costado, ya a medias sin hojas, salvo los chañares ancianos, caldenes y algarrobos, por la estación.
Cuando estaba por llegar al boulevar que significaba el comienzo del pueblo, un pueblo fantasma que prometía ser algo que nunca llegó a ser, un germen de pueblo se podría decir, escuché gritos de niños jugando, los observé de lejos, jugaban a la escondida. Del otro lado de la avenida venía caminando una señora. Traía del brazo a una mujer que reía con indefensión e indiferencia externa, que parecía de 15 y caminaba con tropiezos. Más allá en frente de una casa una anciana iba y venía desde la puerta de entrada a la del patio gritando problemas graves al parecer de su vida doméstica, mientras las voces de los niños aumentaban. Pensé que no iba a poder avanzar, que las voces de esos niños formaban una barrera peligrosa, que no quería ser visto por ellos. Seguramente me tomarían por lo que era, alguien que no es de allí, y eso me asustaba, esa atención potenciada. Pasé enfrente de la escuela vacía. Los niños llegaron corriendo hasta la obra en construcción de enfrente, de una sede del municipio. Pensé que saldrían de allí directos a atacarme. Más allá estaba la plaza. Unas personas se asomaron para observarme desde lejos, desde una distancia prudente, con más atención. Me pareció ver en el interior de una casa a alguien acercar reiteradamente su cabeza al marco de una puerta interna y golpearla contra él. Aproveché para atarme los cordones. Aun así y por precaución, al agacharme dejé en claro que iba a hacer solo eso. Llegué a la plaza. Había poca gente, dos o tres. En un lado estaba la iglesia, que era pequeña. Enfrente de la iglesia y de los terrenos baldíos entre las casas, el gran tanque, a unos 30 metros de altura, que suministra el agua para el pueblo y para el riego, y que parecía detenido en algún paisaje fílmico. El paisaje se movía a través de la estructura metálica y de hierro que sostenía el tanque y a través del sol tapado. En días de viento seguramente esa estructura silbaba o chirriaba y eso dejaría suspendido un poco menos que hoy el horizonte. Al otro lado de la plaza un Centro Integrador Comunitario, y al otro más casas y más baldíos. Alguien pasó en bicicleta vendiendo pan casero. Quise comprarle pero al hacerle seña, no me atendió. Pensé en quedarme un rato ahí, contemplando la atmósfera, en uno de esos tiempos vacíos que tan bien hacen a la tranquilidad personal y a la imaginación. Apareció una mujer de unos 50 años con una cartera colgando del hombro. Le pregunté si había algún micro que volviera a La Paz. Me contestó que sí, que ella lo estaba esperando.
Por un momento pensé en quedarme a vivir ahí, pero después me dije que al mes de hacerlo su gente no me soportaría. Verían que nadie visitaba el lugar donde estuviera parando, verían que a pesar de ser amable, no quería nada con nadie. Me verían barrer la vereda de tierra, pero después cuando recibiera a amigos esporádicamente para celebrar alguna cosa, ese mismo gesto de haber barrido, sería usado en mi contra. Sentí que la realidad era compleja e indispuesta. Surgieron al costado del camino huecos hondos, pequeños y nocturnos, en los que aparecieron escarabajos y larvas de gusanos. Mientras trataba de alejarme por miedo a que me saltaran, vi que los insectos depositaban detalles en la oquedad, como si estuvieran construyendo una figura. Por esto me calmé. Un viento fuerte empezó a levantarse. La estructura de hierro empezó a silbar. Las hojas secas arremolinadas fueron a parar a los huecos aquellos. Fue cuando me di cuenta de lo que estaba pasando. Había otros seres habitando la atmósfera, seres invisibles, venidos de las esquinas circundantes de la plaza y surgidos quizás desde el suelo. Gentes del más allá de lo leído y escrito, que en ese momento se acercaron y formaron una charla con la mujer y conmigo. Organizadores de una orgía de muerte, una rehabilitación por la muerte. Daban vueltas alrededor o el alrededor daba vueltas a través suyo. Succionaron partes de la realidad y las devolvieron combinadas, la piel de sus supuestos brazos estaba cuajada por el hecho de esperar. Llegaron y nos fuimos acumulando en forma de polvo y de basura. El reflejo opaco de la arena de los bordes me hizo arder los ojos. Los cerré. Al abrirlos miré a la mujer que esperaba el micro y no la vi, solo estaba el viento que se había detenido. Recuerden cómo vinimos acá, parecían decir las gentes, recuerden ese sentir. Recuerden lo que nunca les pasó, decían las gentes, siluetas fusionadas con el tiempo, incoloras, con esencia, inanimadas y al parecer sin existencia. Quise quedarme en esa situación, que el micro no llegara. Me detenía el pensar que la población de allí viviera o muriera antes de tiempo, eso me traumó. Imaginé una llanura de pensamientos inquietantes, cada uno deshecho por un cuerpo.
Fue entonces que se escuchó un grito desgarrado. No se preocupe, me dijo uno de esos seres, es la hija de la señora Sarmiento. Perdió hace una semana a su marido en un accidente de autos. No alcancé a responderle. Llegó de la nada alguien parecido al paisano aquel de la bicicleta, se acercó a las siluetas incorpóreas de esas gentes y les comentó algo por lo bajo sin que pudiera o quisiera oírle.