Crítica.A fines de 2020, dos amigos apostaban quién ganaría el Nobel de Literatura. Los subrayados de uno de ellos ponían las fichas sobre el húngaro Lázló Krasznahorkai, quien habría anticipado desde los ochenta la pandemia global y la aceleración actual. El otro, por Anne Carson. Ambos perdieron, así como el autor de este artículo perdió su ejemplar de Melancolía de la resistencia. En el arco de su reposición, Sebastián Menegaz hace jugar autores europeos, traducciones y juicios cruzados, que alientan a ubicar al flamante Nobel de Literatura 2025 en un mapa de lecturas contemporáneas.por Sebastián Menegaz
Quería comprar (reponer) una novela de Krasznahorkai perdida en el trolebús, Melancolía de la resistencia, antes de que Krasznahorkai ganara el Premio Nobel y yo perdiera una apuesta. ¡Mi prisa se notaba en la economía de mis distracciones! (Todas en el sentido de la inercia). Quiero decir: perder (yo había apostado por Anne Carson) contra la misma persona —lector cetrino, cejijunto— que me la había recomendado ahora, casi diez años después. El estado actual de cosas —exhortaba este devoto muyahidín del Juani Saer, lleno, a propósito o no, de un spleen dignificante—, había sido nombrado por Krasznahorkai en los late eighties con una frase que ahora se tomaba la molestia de pegar (su foto, el subrayado marcial, con regla) en un mensaje incontestable: «Mencionaban un caos que proliferaba sin freno, la imprevisibilidad de la vida cotidiana, la inminente catástrofe, pero sin tomar conciencia, según él, del peso de sus terroríficas palabras, porque, a juicio de Valuska, esos temores epidémicos no provenían de la certeza referida a la llegada inevitable de una desgracia que día tras día parecía más real, sino de una enfermedad consuntiva de la imaginación que se asustaba a sí misma, enfermedad que al fin y al cabo sí podía provocar una desgracia».
Es cierto: leer es también a veces —y conviene que a veces también sea— como encontrarle formas a las nubes.
Bajo influencia o instigación de Béla Tarr o sus propagandistas, que es lo más probable (Las armonías de Weirckmeister toma el título de su segundo capítulo), había leído esa novela en otra vida, esnob y un poco escénico, saltándome páginas, con entera distracción, al punto de habérmela olvidado en el transporte público más adecuado —al menos en esta ciudad atroz pero soleada— para leer plomizas anti-Heimat-Roman de la Europa danubiana, exultantes de lento, andantino decline and fall. Del blackout y de mi juventud —evidentemente— conservaba el mal sabor de boca de algún juicio severo, petulante, afectado casi con toda seguridad por nuestros dos procónsules: Thomas Bernhard y Peter Handke. Por contrapartida, también sobrevivía en mis recuerdos la narración magnífica, irrisoria, de la desintegración natural de un cadáver. Un pasaje por todo inolvidable (además de una turba parsimoniosa con barretas en las manos y cadáveres de gato echados sobre los hombros) que uno recordaba como una especie de definición anti-realista, una vaselina contra el achique del verismo: «La oposición del otrora maravilloso reino del organismo, ahora incapaz de defenderse, se rebeló en el momento de la mors y, al venirse abajo barreras y obstáculos, se abalanzó a modo de una revuelta palaciega sobre el sistema de hidratos de carbono, grasas y proteínas que en su día funcionara con inimitable elegancia».
Esta última peripecia de la señora Pflaum recuerda a Gadda narrando una cirugía de úlcera, también, con el organismo como fantasy, lo que de algún modo da crédito a que los ingleses vean en Krasznahorkai un humorista trágico: «Sólo aquí y allá, y por azar, esos linos enrojecen, por una espesa gota o en un frotamiento purpúreo. Así, lastrado por este insistente peso, y sobre un nuevo apoyo de gasas, se bebe su luz falsa de media hora el blanco y viscoso secreto de la constitución».
Los ingleses, que nos legaron a Thomas Bernhard (ciertos buenos reflejos de lo que era, de lo que fue, la edición y la crítica argentinas, no pocas veces parecen haber descansado —con menos afrancesamiento del que suele darse por sentado— en una templada expertise para leer el Times Literary Supplement), y representando Londres asimismo, más allá de que Bernhard publicara en Nueva York, el placet global de Krasznahorkai (escritor ignorado a tal punto en Hungría que solo había cosechado dos premios nacionales, el Márai Sandor y el József Attila, antes de ser descubierto en Fleet Street) insisten —los ingleses, por cierto— menos en confundirlos que en modularlos con una pasión casi senil, sin que tercie (los prospectos de lectura son, por supuesto, un bien intrínseco del mercado de traducciones) el adversario natural, homeopático —¡a mediados de los ochenta despertaban por estos lares el fervor de toda clase de peces abisales!— de Thomas Bernhard. Quiero decir: su aborrecido Peter Handke. (Que en buena medida sí, ¿porque entienden a Blanchot?, se lo debemos a los franceses.)
No obstante, en el recorte rápido —no así en sus pósitos de profundidad existencialista— Krasznahorkai, para el oído argentino, suene más al segundo: «Dejó que el viento le avivara la piel bajo el abrigo enguatado que se abría a cada movimiento, y aunque los pies desnudos enseguida le empezaron a arder en los zuecos, ni se le ocurrió acelerar el paso». Prescindiendo de toda transición o sutura (esta misma) el periodo podría continuarse, consolidarse en Handke: «El viento, tan fuerte que al andar le desabrochaba la chaqueta, era agradablemente cálido, interrumpido por rachas heladas que dejaban en la boca sabor a nieve».
Habría que ver, no obstante, en qué medida todas estas traducciones (Sebald podría ser tomado aquí por un caso exitoso) no suenan a Handke con deliberación. A saber, de qué modo se comporta el oído cuando reconoce un hábito acústico inculcado por una moda ya sustituida. (Esto por supuesto implicaría menos desconfiar que atestiguar la pregonada naturaleza angélica del traductor.)
Fue Constantino Bértolo quien contrató para Debate la primera traducción de Sebald al castellano (Vértigo, que aún no conocía versión inglesa) cuando Harvill Press ya había publicado en Londres Los emigrados y Los anillos de Saturno. Como Thomas Bernhard, Sebald, apenas dos años menor que Handke, nos llega vía Londres. De Los anillos de Saturno Bértolo dirá que es un libro «profundamente conservador» (el adverbio no impone un énfasis más que una tautología) y hará extensiva a Sebald la misma malice que aplica sobre ciertas profundidades de Handke —aunque no, no que nosotros sepamos, sobre las pataletas de Bernhard—: «alta cursilería». Especie de apropiación mitigada, divertida, de aquella otra «palabra despiadada» que Nabokov atribuirá a la lengua rusa en el Gogol que escribe por encargo de New Directions, a finales de los treinta, y a la que solo una falacia de énfasis —tan metódicas hoy por hoy en nuestro discurso público— podría reducir la obra de cualquiera de estos autores ejemplarmente humanistas. (En el caso de Handke, desde luego, hasta el affaire Milosevic: que casi parece representar una herejía sin onda, una catábasis autoinfligida). «El poshlust —dirá Nabokov— no es solo aquello obviamente de segunda [«no me refiero a la clase de cosa que se denomina Pulp, o que en Inglaterra solía llamarse “penny dreadfuls” y en Rusia “literatura amarilla”] sino también lo falsamente importante, lo falsamente inteligente, lo falsamente atractivo».
Cómo se asume la averiguación explícita del Mal sin ser un santo o sin ser Céline es algo tan difícil de matizar como fácil de pasar por alto. Un sayo que también le cabe al autor de Sátántangó. (Sebald ubica directamente al Paradise Lost de Milton en el atalaya de los exergos en sus Anillos.) Como conducta artística, además de ontológicamente inocente, es algo riesgosa: puede convertir las buenas intenciones en buenas maneras. «No creo que mi antipatía por el vanguardismo exhibicionista del análisis hecho por Arno Schmidt del momento de la destrucción [de la devastación y del horror de las bombas aliadas cayendo sobre Alemania] proceda de una posición fundamentalmente conservadora en cuanto a forma y lenguaje —escribe Sebald, consintiendo el adjetivo, habría que ver si no el adverbio, para la futura valoración de Bértolo, al tiempo que parece enunciar un fantasma asomándose sobre sus propios hombros—, porque en contraposición a esos ejercicios de dedos…», y ya: después de esta bajeza (¡su exquisito moderato cantabile —que también y tan bien madura en cierta cepa de las viñas del Nobel— no es menos exhibicionista, sólo, acaso, menos desnudo!) Sebald aprobará una novela de Hubert Fichte porque «no tienen [«sus investigaciones sobre el ataque aéreo sobre Hamburgo»] un carácter abstracto e imaginario, sino documental y concreto».
Condenar la imaginación es un hábito histórico que suele perfilar la noche.
Sebald es un profesor de literatura europea, oscuro, si se quiere, en la medida en que lo es de la Universidad de East Anglia. Su mythe personnel saluda a un somormujo —en ningún caso un ruiseñor, de quien una posición semejante sería más esperable— de los campus. Pero Arno —en el desdén de Sebald— es un artesano. «Diligente y obstinado a la vez en su trabajo de marquetería linguística». (Habría que ver en qué medida el tono de perdonavidas no es por todo atribuible a la traducción de Miguel Sáenz, histórico traductor de Thomas Bernhard. Quien por cierto: también tiene, Bernhard, su ‘análisis’ de los bombardeos, en su caso sobre Salzburgo —«pisé un objeto blando y, al mirar ese objeto…»— en el primer volumen de su autobiografía sin mañana, El origen.)
Detalle curioso: Coetzee, maniatado por la misma paradoja —quiero decir: cualquier procedimiento ingenioso cuando no genial (Verano) que destine a erosionar su mito de santidad lo consolida—, lee a Sebald con una desconfianza análoga (como si Sebald buscara sus límites en Arno): «La densidad de su textura amenaza abrumarme, tal como la textura del mundo, supongo, amenaza con abrumar al propio Austerlitz». Este pasaje se encuentra en la correspondencia con Arabella Kurtz que publicó hace unos años El hilo de Ariadna, donde Coetzee, lejos de cancelar, abre la lectura a partir de la reserva.
Detalle todavía más curioso: Sebald, respecto de Arno Schmidt, supone exactamente lo mismo. «Sin duda la intención del autor es poner de algún modo de manifiesto el remolino de la destrucción mediante un lenguaje desquiciado».
Esta servidumbre de la lengua —desde luego— es una vieja fantasía realista.
Arno Schmidt, si bien es cierto que nos llega vía París (Juillard 1962, 1965), se lo debemos menos a los franceses (o a Cortázar) que a Paco Porrúa (Minotauro, 1967). En Francia no volverá a prensas durante casi treinta años. En Buenos Aires, Porrúa, y después, una vez mudada Minotauro a España, en los setenta, sobre todo Julián Ríos, desde Fundamentos, insistirán, a ciegas. Será este último, precisamente, quien ponga un acento sobre los peligros que acechan en las profundidades: «Sebald no vio o no quiso ver que Schmidt rescataba de las llamas de los autos de fe nazis y de las censuras de los realismos socialistas y capitalistas de las dos Alemanias el fuego de la escritura de los expresionistas». Dicho con otras palabras: la vida imita al arte degenerado.
Por cierto —y a propósito de expresionistas—, en el mismo estante, pegado a Krasznahorkai estaba Alfred Kubin. «Como una mariposa rara, frágil, concentrada en su vuelo, en un bosque en llamas», leí en húngaro. Después cerré el ejemplar recobrado (no así el tiempo) sobre el silencio perturbador, vigilante, del posnet.
[Reproducimos el artículo publicado originalmente en el portal de cine Con los ojos abiertos en noviembre de 2020. Otra versión de este texto, con otro título, fue publicada en Hoy Día Córdoba, en el mes de septiembre de 2020.]