Literatura.Una poesía que piensa mientras enuncia. Un objeto —inexistente desde el primer verso— mediado por la pérdida, el recuerdo y la distancia; un objeto que resiste a la nostalgia; una estructura frágil y problemática, que manifiesta la precariedad de toda reconstrucción subjetiva. Los poemas de Juan Vitulli (Rosario, 1975) adoptan el gesto del acercamiento: una prosodia de pasos lentos, rodeo y vacilación sintáctica, desconfianza en el signo.
1.
Ni la casa ya ni el chico
en esta tarde existen. Convengamos,
entonces, que todo acercamiento
a una casa
no podrá ser sino una actividad
impropia, carente de sentido práctico,
apenas
un simple mecanismo
que en el fallo esconde su clave;
una trampa o tramoya
en la escena conecta dos
dudosas realidades como
la ciudad expone al plano,
o el trazo se traga la escritura.
Sin embargo,
alguien hoy desde la vereda mira,
en el bolsillo lleva una piedra
del tamaño de tu boca,
no sabe que al lanzarla
encontrará en la ventana la única
veta posible
y así todo lo que encubre,
ciega y canta la casa
empezará a respirar otra vez,
sin pausa y sin consuelo.
2.
El nido y el oído, las macetas
pendientes lo expulsan. En la noche
deberían también poder cantar
las cañerías en ese ronco
espasmo de paredes
que se parece al pulso
preliminar de toda casa.
Pero nada de eso pasa, claro.
A través de los poros del ladrillo
la épica familiar asoma el pico,
no creo que sea hambre
lo que siente el bicho porque al rato
se cansa de esperar y de piar, es tan
tímido el contrapunto de las plumas
que no alcanza el tono justo,
queda en el aire el graznido indecoroso
entre la piedra y el cemento.
Así que por más que desde afuera,
de pie junto al umbral
nombres a todos
los que en pasos sumaron penas
sobre el piso
no caigas hoy
en la ilusión del peso
sin antes preguntarte cómo llegaste
hasta esa calle,
que fuiste a ver ahí,
y por qué esa lengua que al abrigo
de agosto lenta glosa la casa
no te parece del todo suficiente.
3.
Salí a pasear con vos
y no sabía. Desde el parque
hacia el arroyo se estira
un puente, sábalos pintados,
aparejos, ganchos, basura
en la corriente.
(eso que flota no puede ser un mono)
Un borde angosto, por ahí, te digo,
se cruza para llegar,
por ahí,
y la mañana, que es mucho
más lenta que tus pasos,
pero igual de amable
tampoco me reprocha
la superstición
de creer que aún soy yo
el chico que, de memoria
y sin necesidad del nombre de las calles,
sabe el camino de regreso.
Me apuro cuando estamos
delante del balcón y las ventanas,
me incomoda esa escena tan
sin macetas.
No pensé, te digo, que todavía
la pudiéramos llamar
a secas casa.
Y eso que me asusta,
a vos no te afecta, y así seguís,
pregunta tras pregunta,
como si cada una de ellas
fuera además un pasito
detrás de otro
que vas dando
para subir
a tientas la escalera
caracol que nos separa.
Como ya no te escucho
miro detrás del hombro
con el mítico terror
de hallar tan solo el eco
pero, tonto y terco a la vez,
no veo que delante estás,
ya en la esquina,
apenas llamándome
sin que sepas o te importe
el nombre del bulevar
que al oeste de la casa
indiferente corre.
4.
Dentro de la casa una mujer habla sola.
Si la luz en diagonal no le cruzara
el pecho
te animarías a decir que existe.
Apoya sobre su vientre
una copa o quizás sea un vaso.
Encorvada frota sin pausa el objeto,
lo pule como el halcón a la pluma,
y brilla entonces de tal modo
que abandona su condición primera:
no habrá líquido ahí que flote
ni forma que lo contenga.
Piadoso el vaso se inclina
hacia el lado del espejo.
La imagen grabada en el cristal
se parece a una cabeza casi calva,
bien podría haber allí
también
un par de labios
secos, el pasmo
de las ojeras que nacen
en la fuente insalubre de las sesiones
y los químicos.
Oscuras encías intactas
que al Parmigianino asombrarían.
La piel mate
de tanto recibir un eco tras otro,
de esa onda expansiva que nadie ve
pero todos notan,
un Enola Gay en miniatura
bombardea cada 20 días
el cuerpo de la mujer que habla
sola cuando sin tacto y pule.
El cabello cae sin ánimo de nieve
pero el frío tácito se posa
sobre cada ángulo visible
de la casa. La copa
(¿o era un vaso?) ahora
en la alacena sola espera,
la arropa un temor que huele a infancia
y que hace pensar que nunca más
nadie se atreverá a beber de ella.
5.
Nunca tendremos padre para poema.
Se fue sin dar la talla. Punto.
Balcones, sucesiones y helechos,
un auto usado, una carpeta.
En las libretas poco,
del cuaderno escolar, nada,
y mucho menos un álbum
o un recorte sobre el amplio
respaldar de la memoria
que venga a rescatarnos
cansados como estamos de dar vuelta
todo en esta casa. La retórica
del huérfano debería, entonces,
llamarse con más tino
la retórica. A secas, sí,
sin apellidos ni sastres,
ni la misma oblicua soledad
que muerde el labio y lo percude.
Pero no mucho más que eso.
Y mientras por las noches
los poetas confunden ademanes
con lebreles, y los cazan,
uno a uno,
hasta formar ese ridículo
bestiario al que llaman
su familia, yo me asomo
sin prisa al fuego que todo el rastro
quema y siento,
sobre el rostro iluminado,
un calor ajeno.
6.
Camina, con los ojos cerrados,
por delante de tu puerta.
No le inquieta el ruido ahora
sino la noche.
La pasión del fantasma,
entiende, nunca fue
el roce con el miedo,
mucho menos el pasmo gótico
de una sábana fingiendo
en el blanco de la tela
ser otra y otra y otra.
No. Es la vista plena
su alimento,
que lo miren
un rato más sin ninguna
prisa, salvo el deseo
que su peso y el cuerpo,
ahora que fueron de nuevo vistos,
al fin cedan junto a la geometría
interior del parqué, en el plácido
estar ahí haciendo nada
del comedor
donde todas las voces se callan
alrededor de una mesa.
Sentirse otra vez en peso
y con el codo tumbar
sin querer una naranja.
(se asusta el médium y la palabra canta)
Y más tarde,
a la hora de la ofrenda, el espejo
será el eco de sus dedos
que de la boca irán
hasta el comienzo de la arcada.
Carente de espasmos el fantasma
vomita intacta la transparencia,
para que se quede ahí, junto a vos,
bruñida piedra bezoar
de criatura ya extinta,
en equilibrio,
sobre el mismo marco
de la misma puerta,
y junto a todo ese mundo
que ya nadie sabe si dejó atrás
o adelante.
7.
La plaza y el capricho.
Ahí estás de nuevo. En sordina
el encanto de las luces
compite con la necedad
de esas persianas. No habrá,
dentro, nada que levantar,
nada de lo tuyo que no tenga
destino de bolsa plástica y desecho.
El penúltimo truco será
meter toda la casa
dentro de una caja
y quemarla
sin lastimarse las manos.
Él lo hará por vos, te lo asegura,
El hombre que se acerca y te palmea
casi con sorna al verte ahí parado.
Te quedás mirándolo
como si esa sombra estuviera
en la vereda de los vivos.
Después del asombro inicial el mago,
que es apenas un rufián de feria,
te explicará,
derviche mal trazado entre dos soles,
que una casa es en definitiva
tan solo una caja
dentro de otra caja
dentro de una bolsa
plástica
llena de voces y ecos,
que podrías domar a palazos
(si quisieras)
y meterla en otra caja,
pero no mucho más que eso,
afirma, y no sabés si es un santo
o un imbécil.
Por eso puedo (continúa)
cada vez que alguien me lo pide
hacerla desaparecer
pero desconozco el ensalmo
y el entusiasmo
para reconstruirla.
Juan Vitulli nació en Rosario en 1975. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Obtuvo su título de profesor y en el año 2003 viajó a los Estados Unidos de Norteamérica. Pasó por Nashville, Tennessee, donde obtuvo una maestría y un doctorado en Literatura Española. Vive desde 2007 en South Bend, Indiana, donde investiga y enseña sobre el Barroco como profesor en la University of Notre Dame. Escribe lo que él define como literatura argentina de Indiana. Publicó los libros de poesía Primavera Indiana (Tren Instantáneo, 2020) y De natando. Y otras criaturas de la costa (Brumana, 2024); y de cuentos, Sur de Yakima (Corregidor, 2019, “Mención de Honor” en el Concurso Alcides Greca de la Provincia de Santa Fe), A veces parecen tres (Editorial Municipal de Rosario, 2022, finalista Concurso Municipal de Narrativa Juan Musto, Rosario, 2021) e Interiores (Beatriz Viterbo, 2023).