El poeta Osvaldo Méndez leyó el siguiente texto durante el cierre de la jornada “Música mala en la poesía argentina”, que tuvo lugar en el CC Leopoldo Marechal como homenaje al poeta Alejandro Rubio el 15 de junio de 2024. Un elogio de la escucha, fruto de la conversación atenta de una amistad prolongada.por Osvaldo Méndez
Bueno, un poco atado a lo que decía Gabo [Cortiñas] respecto de una invocación suya yo prefiero limitarme a una evocación parcial de Ale, que es lo que pude alumbrar. Igual estos apuntes o aprontes quieren ser también un elogio de la escucha.
No habiendo más que distancias, mayores o menores, entre un poeta y otro, salvables eventualmente por alguna afinidad que las pretensiones o búsquedas respectivas puedan abrir, me gustaría antes que nada confesar hasta qué punto me siento un privilegiado por haber accedido gracias a Aleja, sin proponérmelo, fruto más de su generosidad que de mi desorientación, al aprendizaje de oír bien a quien tiene algo que decir, a formarme en la disciplina de la escucha.
Pude escuchar por años y de cerca, en una intimidad que me franquearon sin duda más allá de mis merecimientos, a quienes considero los mayores de los nuestros, y tuve para mí que la mejor manera de honrar ese lugar era hacer de tal escucha una especie de ascesis.
Saber oír para que por ósmosis y decantación, insistiendo en no apresurarme a expectorar las sentencias sin valor que atinaban a agolparse al fondo de una voz propia que todavía no estaba en condiciones de alumbrar, mis propias asunciones fueran sedimentando.
Asimilar, oyéndolo y oyéndolos, no sólo algunas aristas de la enormidad que abrían bajo mis pies a fuerza de martillar con lucidez el suelo de mis pobres asunciones mal enquistadas, sino los ecos del abismo al que me asomaba.
Escucharlo a Aleja, entonces, fue menos una complicidad hacia sus apreciaciones que una escuela de atención gracias a la que extendí en todas direcciones mis grados de conciencia, y quiero que se me entienda si acentúo que no accedí a enseñanza que no pasara por afinar el oído.
Que en el fondo no era muy distinto a sondear en mi silencio ante el derramamiento verbal de sus gracias y filípicas hasta encontrar el ritmo de ciertas edificaciones de sentido, y recién ahí tratar de darme a entender, en principio frente mí mismo.
Escucharlo para aprender a escucharme.
Escucharlo apostrofar contra la estupidez egotista de nuestra incorregible clase media y la venalidad del capital nacional prebendario.
Escucharlo enfocar al enemigo circunstancial sin por eso apurarse a descargarle encima la bilis negra de un escarmiento poco crítico.
Escucharlo devanarse en frío los sesos para encontrar la mejor formulación del presente.
Escucharlo inhalar, retener el aire entre dos ideaciones.
Escucharlo toser, soltar su risa y su silbido.
Escucharlo mecerse en la punta de un sillón, las piernas cruzadas, sus nervios repletos de escorpiones.
Escucharlo preguntar si no estaba hablándome alto o demasiado fuerte.
Escucharlo arder y hacerse ceniza atrás del rescoldo de un cigarrillo atrás de un par de anteojos atrás de sus dos ojos en ascuas.
Escucharlo acumular voltaje entre los dientes.
Escucharlo corrigiendo y dejándose corregir en el ejercicio fatal del oficio.
Escucharlo desvanecerse ovillando el hilo de una conversación, girando en espiral hacia lo alto, vertiéndose hasta no dar más.
Escucharlo a sus anchas brillando con luz propia.
Escucharlo antes que nada no porque uno tuviera poco que agregar, sino porque lo que mal o bien dijera era mucho pero mucho menos pertinente y cierto.
Por el tipo de atención que entregaba y exigía, había que saber sostenerse a su altura, pero de nuevo, la recompensa en sintonía interior hacía que valiese la pena el vértigo.
Si bien hablar de Aleja es ya hablar de sus versos y prosaísmos, siendo como él era literatura viva, hay una zona de intersección entre algunas de estas aristas temperamentales suyas y ciertas propiedades de su poesía, como hay otras que no se solapan.
Al respecto, creo que es pronto para calibrar un aporte literario colosal como el suyo, y en todo caso no es lo que a mí hoy por hoy más me convoca, estando como estoy seguro de que su obra va a seguir ramificándose en la sensibilidad de varias generaciones.
Ahora bien, no por eso quiero desentenderme de señalar un par de puntos, no por suspensivos menos atinentes.
El primero sería lo connatural de su rumia.
Ya es una especie de lugar común mentar la agudeza de sus juicios y lo dilatado de su memoria, y bajo esta lente, que de tan exacta deriva antes que nada efectos de superficie, suele corroborarse en el total de lo que puso y dejó por escrito una nitidez excepcional que puede pasar por un prodigio.
Pero el que se expidiera con una elaboración verbal tan acabada estaba lejos de ser un don, y cerca de esa disciplina tan suya de someter a indagación permanente todos y cada uno de los rastros fantasmáticos de lo real en tránsito difícil a través de su cabeza, en especial las del sujeto social y las propias de él como sujeto.
En este sentido quiero rescatar la redondez de la formulación de su pensar en cuanto revuelta y no tanto lo lapidario de sus juicios, menos su taxatividad que su precisión en velocidad.
Lejos de condescender a los matices de una insinuación fácil, era un apóstol casi morboso de la verdad más cruda y de su inquietud inherente: de ahí que se granjease, estimo yo, algunos odios bien enconados.
Y en esto tiene tanto que ver el hecho de que fuera demasiado inteligente como para quedarse meramente en polemista al dar la discusión como la constatación de que parte de la honestidad para con uno mismo pasa por pesarse en público, siendo que su escrupulosidad era iluminadora en la estela de su propia poesía: en la de hacernos conscientes de la irrefutabilidad de algunas de nuestras hipocresías.
El segundo sería su irreductibilidad, más rica y equívoca de lo que las escarificaciones al uso permiten presumir.
En mi experiencia la de Aleja era una mente poliédrica, y dependiendo del ángulo de incidencia con el que los estímulos lo alcanzaban, como la luz en un prisma, terminaban por ser difractados y dispersos en una sucesión de tonos más y menos puros pero siempre tónicos.
La gama de registros que desarrolló en su escritura, la hechura de las extensiones abiertas por lo dicho en su caso, su señalada versatilidad, jamás pierde peso específico y músculo, y cada una de sus voces es, como los números primos, irreductible a un factor común, donde él mismo en algunas de sus posiciones era más asertivo que irreductible.
Su ironía personal por caso, que era una ironía al cuadrado, más una franqueza para ser irónico incluso con sus propias ironías que una negligencia hacia el sarcasmo.
O su vertebración argumental, la médula con la que hilaba el sistema nervioso de sus pensamientos a través de fibras de un metal dúctil más allá de su pretendido perfil meditadamente acerado.
Y así con tantos otros visos que me dejó y todavía necesito procesar.
Siendo tantas las deudas que no voy a poder pagarle, no es mucho más lo esencial que querría decir.
Insistir a lo mejor en el regalo que resultó, andando el tiempo, extendido el trato y las sucesivas cercanías, su reciprocidad, su amistad en definitiva, para decir la última palabra.