El 30 de enero de 2023 falleció a los 61 años la poeta e intelectual cubana Teresa Melo. Dos años después, Gabriel Cortiñas la recuerda en el siguiente texto a partir de dos encuentros –uno en Santiago y otro en Buenos Aires– que hablan del tiempo que nos toca y que nos arma.
Más que el tiempo: quién nos armó. Ayer dejó de respirar Teresa Melo, la poeta cubana que había nacido en mil novecientos sesenta y dos, cuando todavía no terminaban de empezar a hacer callo las muchas quebraduras de un cuerpo social en medio de un revolcón. Ayer se murió Teresa y me enteré casi al instante, porque subieron un obituario a la red, porque ahora la comunicación viaja rápido a través de los cables submarinos y la nube, que de intangible tiene poco pero sí de rápida, siempre y cuando no se la quiera detener con fines no confesos. Ayer leí “nos unimos al dolor por la muerte” y la imagen de la publicación me sorprendió: Teresa no tenía edad para morir, y ya sé que ahora alguien podría recordarme que no hay edad para eso y que nadie sabe ni puede saber hasta qué día seguirá respirando pero también sabemos que hay en esa frase algo de verdad, Teresa no tenía edad para morir y se murió. No podría decir con certeza que la conocí. Sólo la vi dos veces en persona y tuvimos un breve intercambio por correo y watsap. Nada más que el tiempo que le corresponde a alguien poder encontrarse con alguien. Ahora publico en una red social en decadencia el obituario que leí y el poeta chileno Germán Carrasco me recuerda un poema de Teresa sobre William Carlos Williams. Lo leo, me quedo pensando en una imagen: las flores y las plantas que cubren una casilla de madera años después de haber encontrado ahí el cuerpo de una persona colgada.
La primera vez que la vi a Teresa fue en el Iris Jazz Club de Santiago de Cuba, coincidimos una noche en la que hablamos de todo, la vi cuando ya no pensaba verla. Habíamos estados con dos amigos recorriendo la isla con la excusa de un libro mío publicado en Casa de las Américas por el premio y Teresa había sido parte del jurado. Esa noche me contó con alegría que hacía poco le habían otorgado un juego de sillones y mesa para su comedor, muebles que había pedido hacía años según el mecanismo estatal de otorgamiento y ahora los tendría o al menos tenía una notificación oficial que lo garantizaba. No había queja ni melancolía en su comentario, sino orgullo de tener por fin los muebles que, a su vez, le permitirían pasar a un familiar, lo viejos; prestados también por alguien hacía ya demasiado tiempo. No había podido conseguir libros suyos en La Habana, tampoco en Trinidad y ni en Santiago, sobre todo quería conseguir El vino del error (1998); pero me dijo que no me preocupara, que hacía rato no se editaban y que era difícil pero me había traído una antología con poemas de otras personas. No soy yo, parecía decir en su accionar, en su tranquilidad, lo que importa sino la política cultural que elegimos hacer.
Falta un día para que el corazón de Teresa provoque una falla irreversible pero no lo sabemos. Es de noche y estamos volviendo a casa en auto, mi hijo y su madre van atrás, en silencio. No volvemos a casa, en realidad volvemos a una quinta prestada en las afueras de la ciudad. Cenamos en el restaurant de un club cercano y volvemos por una ruta oscura que bordea las casi seis mil hectáreas de Campo de Mayo. Mi hijo de tres años, al que creíamos a punto de dormirse, pregunta sin más: ¿quién nos armó a nosotros? Nos alegra la pregunta que queda flotando en la oscuridad del habitáculo, nos sorprende por su edad pero hacemos un silencio y no sabemos qué contestar. Preferimos dejarlo ahí, por la ventana sólo hay formas negras, formas verdes, destellos de luz de un auto que viene de frente y formas negras de nuevo. No supimos qué contestar, no quisimos ponerle nombre a ese quién. Después intenté una ironía de psicoanálisis barato sobre los varios significados del verbo armar y cuando estábamos llegando a la casa pensé, ya sin decirlo: las circunstancias y lo que hacemos con esas circunstancias. Teresa no eligió tener por dos décadas muebles en malas condiciones que, a su vez, habían sido prestados; sí eligió no hacer de eso una excusa para dañar a un proyecto político colectivo, un orden social, para hacer daño a eso que amaba. Teresa no eligió que le dieran la responsabilidad de dirigir el Centro Provincial del Libro y la Literatura en Santiago de Cuba o la coordinación del Festival Poetas del Caribe, pero eligió aceptar esa responsabilidad: como no lo hace la flor más que el tiempo/ que le corresponde.
Teresa no buscó nacer el veintiuno de octubre de mil novecientos sesenta y uno, no eligió nacer en el “Año de la educación”, según el calendario revolcado, no supo que abriría los ojos aún llenos de líquido amniótico en una ciudad que supo ser la capital colonial y, a la vez, el origen de la resistencia a esa misma colonialidad. Tampoco eligió nacer a seiscientos treinta y seis kilómetros en línea recta del lugar en que había nacido Manuel Navarro Luna y a doscientos del centro ilegal de detención estadounidense en Guantánamo, ni eligió nacer un año después del bloqueo y a tres meses y medio de su recrudecimiento. Tampoco imaginó nacer veintiocho años antes en que comenzara un especial período de pobreza en la isla producto de la disolución de la Unión Soviética y la dependencia que la economía de su país tenía con la rusa; Teresa sí eligió la sobriedad. Eligió no responder el correo que le había enviado para congraciarse con un, en ese entonces, joven argentino al que le habían dado un premio y quizá así extender relaciones sociales. Eligió publicar poco y gestionar mucho. Cuando la encontré en su ciudad, luego de haberme resignado a no verla, fue por azar.
Buscaba una librería donde comprar antologías que me habían recomendado y paré en la calle a una persona, que además de indicarme cómo llegar al lugar que buscaba, resultó ser Reynaldo García Blanco, un reconocido poeta, también santiaguero, que no sólo frecuentaba a Teresa sino que esa misma noche la vería junto a otros amigos en el Iris Jazz Club. Vos vení y yo le aviso, creo que me dijo pero no, como es de esperar, con esas palabras. Fue un encuentro muy del siglo XX, quedamos a una hora y a un lugar, y ahí estuvimos. Decir que fue muy del siglo veinte no dice nada en realidad, fue un encuentro –citando a Williams a través de Teresa– como no lo hace la flor más que el tiempo/ que le corresponde.Tanto la sobriedad como la prepotencia del trabajo que eligió Teresa, logró sí, un cosa nada menor, que el sistema de “mercenas”, esos kioscos del periodismo virtual que EE. UU. financia para dañar la imagen de la revolución a través de supuestos jóvenes, sólo puedan decir como “crítica”: fue una “funcionaria leal al régimen cubano” y seguir enumerando su biografía, sin más. La segunda vez que la vi fue en mayo del 2022 en Buenos Aires, había venido con la comitiva de la feria del libro. La Habana era la ciudad invitada. Ella no paraba de trabajar, estaba cansada y andaba con “dolores de estómago”. Nadie podía imaginar que ocho meses era el tiempo que le correspondía. El stand de La Habana estaba siendo amenazado por el sistema de “mercenazgo” y en cualquier momento podía aparecer alguien para montar su show. Teresa no descansaba, se veía en su mirada. Su responsabilidad era con una mano acercar libros, presentar poetas y con la otra custodiar que nada malo ocurriera. Fueron meses difíciles pero esta frase puede decirse en cualquier momento de cualquier año en un país o para un país que hace más de 60 años sufre los efectos de un bloqueo salvaje: en mis Jardines, Noel/ no pastan héroes. Animales blandos/ derriban esos límites/ y de allí salen a comer esto que ves y soy. El tiempo que corresponde es uno pero es uno el que no sabe dónde termina o cuándo habrá un corte. Empecé a escribir esto la misma noche en que leí sobre su muerte. El archivo quedó perdido, lo encontré por error seiscientos días después, en el tiempo que le corresponde y se publica hoy que se cumplen dos años de su muerte.