Crónica.“Este es el final del viaje para el que viene de Mendoza, aquí se acumula el depósito de la personalidad”, dice el último movimiento de esta serie de crónicas: Cinco pueblos, en la que Sergio Taglia desanda un puñado de parajes aledaños a la capital provincial. Ese paseo, que lleva al flanêur al límite de lo sufrible, concluye en La Paz. “Todo aquí está amenazado, ya sea por soledad, lejanía, incomprensión, o por el egoísmo propio de sus habitantes”, se repite el cronista antes de perderse en la observación de alguien a punto de abandonar el pueblo.por Sergio Taglia
En La Paz ningún negocio abre antes de las 6 de la tarde. No hay un solo lugar donde tomar un café o una cerveza que no sea la terminal o la estación de servicio a media cuadra de distancia (aquí después del horario dicho), lugares de por sí horribles, la terminal por su mal servicio, poco espacio, mala iluminación, gusto y precio, todo custodiado por el cajero o la cajera sin humor: la cerveza está aquí siempre caliente en verano y helada en invierno, el café es desabrido, caro y pequeño, y ni hablar de las tortitas que parecen un pedazo de cartón crujiente; la estación… todo tiene una mejor calidad aquí, pero resulta opacado por su atmósfera aséptica, una atmósfera común a cualquier estación de servicio, que te deja dentro de un paréntesis entre la desesperación rasa y la calma intrascendente, mientras por la avenida se ven las almas que no caminan y del otro lado el horizonte. La Paz es la coronación del flujo que vienen acarreando los pueblos del Este. Todo el Este, toda su descomposición moral, desemboca en La Paz, que tiene más aire de ser ciudad que otros pueblos, a pesar de ser pequeña; hasta tiene una parte suburbana que es el barrio Boggero, cerca de la gran Antena, y de paso hacia los restos del río Tunuyán, y tiene otro barrio cerca del estadio de fútbol, en el lado opuesto.
Corocorto se la llamaba antes a La Paz, y hay una novela, Matar la tierra, de Rodríguez hijo, ambientada cerca de allí. Al parecer, la muerte de la hija del protagonista de esa novela, sus miembros gangrenados por la mordedura y el veneno de un Matuasto, podría ser una premonición de lo que ha ocurrido con este lugar. O quizás nada de esto sea así y solo haya que recorrer sus calles y su entorno para saber cómo se vive aquí y cómo se vivió, para saberlo o simplemente suponerlo, entre los laberintos de caminos-huella de la planicie ondulante, o como dice Rodríguez «perdido como estaba [ese rancho] en los medanales inmensos».
Hoy hay un Paseo Corocorto, a media cuadra de la plaza, un callejón, con casas residenciales y frescas, como si se estuviera en la Quinta Sección Vieja y la Sexta Norte o el Barrio Bancario.
La Paz tiene aires de ciudad sin habitantes, con su centro comercial bien emplazado, sus negocios siempre cerrados, salvo en horarios puntuales. Ella tiene una especie de casco antiguo alrededor de la plaza y de la estación de trenes. Casas antiguas del lado oeste, algunas de adobe, con grandes fachadas y formando entre sí un conjunto armónico al ser la mayoría de la misma altura, con sus frontispicios y sus salientes antes de llegar al techo, que deberían ser cuidadas, pero que no lo serán como todo lo que ocurre en Mendoza, y que servirían dentro de unos años como atractivo turístico, precisamente por lo que son ahora: parte del casco antiguo, pero que no sobrevivirán, porque en La Paz no hay una renovación poblacional, no hay crecimiento demográfico, y si hay alguno es lento y endogámico, lo que lleva a un rechazo hacia el que viene de afuera (además porque a nadie de afuera se le ocurriría vivir ahí), a una lasitud también lenta y a un desprecio hacia lo que se tiene, como esas casas demasiado viejas que serán por la falta de intercambio, derrumbadas.
Pero si esas casas se cuidaran, esto serviría para acrecentar el orgullo de los bienpensantes y de los fraudulentos, que ponen por delante de todo la fachada de la virtud.
Lo que hay de bueno en La Paz está en los alrededores, en los bosques de algarrobos, chañares y caldenes que la rodean y que no podrán ser tocados, pero que también desaparecerán por la sequía inminente. Así que todo aquí está amenazado, ya sea por soledad, lejanía, incomprensión, o por el egoísmo propio de sus habitantes. Aquellas huellas por donde se pierden los ranchos entre el monte, aquellos medanales bajo la vegetación espesa, el festival de vegetación, es lo atractivo. Amenazado también por la falta de miradas extranjeras. Todo se repite, las expresiones, el silencio, la extorsión y la generosidad, todo sobre el mapa llano de la ciudad en la que la mitad de sus habitantes trabaja para el municipio. Y los que no lo hacen viven en una periferia mental, que los mantiene sanos y alejados, pero a la que es difícil acceder, tanto para sus cuerpos como para la mirada lateral, llena de otras reiteraciones menos esenciales y más nublosas. También por lo dicho anteriormente, también por lo no dicho. La municipalidad en este caso representa un ejercicio publicitario, un embudo en el que llegan a condensarse los gestos de la mayoría. La municipalidad representa al procesado y al proceso de Kafka. Nadie sabe cuando está abierta para los ciudadanos y los rurales, la institución; aunque hay horarios precisos que lo indican en una cartelería. Puede que en algunos lugares sea algo positivo trabajar para el municipio. En el caso de La Paz es un abuso dado para acentuar las costumbres.
Quizás por esto el ambiente opresivo del pueblo supera a la estructura del municipio, funciona como un ente autónomo, custodiado por los espíritus con los que se mantienen diálogos y discusiones. Ambiente opresivo por esa falta de crecimiento poblacional. Las mismas caras de siempre, las mismas maneras de caminar, de moverse, de gestualizar. Este es el final del viaje para el que viene de Mendoza, aquí se acumula el depósito de la personalidad. Aunque parece que en algunas cosas se vive aquí mejor, todo se debe a un asunto de perspectiva. La gente entra a los negocios dejando las bicicletas afuera sin atar. Nadie piensa en robarlas. Dónde iría, por qué lugar se escaparía. Cuando exista esa posibilidad –es probable que esto nunca suceda–, las bicicletas comenzarán a ser atadas.
«La mirada extranjera debería permanecer callada, siempre lo sostuve, debería permanecer en armonía, en paz y de esa manera solícita con los habitantes del lugar», dice el empresario del poblado, ¿pero hay empresario del poblado? El que no es empresario participa de otra manera de la disolución, que por el momento no se conoce de qué cantidad o de qué calidad es, pero que se intuye cómo sucederá. Es como estar al borde del mar suponiendo que un día las olas aumentarán de tamaño y se llevarán puesto todo. Aquí, en pueblos aislados de la llanura sin lluvias, las olas son esos estados de ánimo que cancelan a los demás.
Al borde de la ruta 7, a la altura de La Paz, están los eucaliptos más altos, potentes y majestuosos de la zona. Al caminar por las calles de la ciudad, y a pesar de que esta no tenga subidas ni bajadas, no es raro ver sus copas desde 1000 metros de distancia. Tampoco es raro ver poca gente, siempre poca gente, por el calor en verano o por el frío en invierno. O quizás la gente no querrá encontrarse con todo lo que ya conoce, el abismo, debe pensar en algún momento de sus vidas. Quizás también por esto se pueda suponer un carácter piadoso de los del lugar hacia las personas de afuera, al evitarles ese tedio, ese enfrentamiento con lo hondo y superficial, con el precipicio, con las simas de la desesperación coyunturales. Lo mejor de la ciudad está en lo que no es ya la ciudad, en sus bordes, en sus límites, en sus afueras. Lo mejor es alejarse, caminar cerca de sus ranchos y ser mirado con sorpresa por dos chicas jóvenes que están mateando o por una señora que tiende la ropa o por dos hombres y un chico que bañan y dan de comer a los caballos; por las gallinas, por los chanchos y los perros que duermen cerca de ellos.
Pero hay que volver a la ciudad para salir de ella. Y la ciudad se presenta de nuevo con su inhospitalidad, con sus negocios cerrados, dentro de una repetición dolorosa, con sus zaguanes abiertos con cortinas translúcidas a través de las cuales se pueden observar en la semi oscuridad abuelos sobre un piso de revoque, al borde de una mesa de madera, junto a la que hay apoyada una moto pequeña, y más allá floreros con flores vivas y marchitas, armarios y repisas que están a punto de ser tocadas por un niño de 5 años; todo aureolado por una normalidad llena de extrañeza, una sabiduría ignorante o una ignorancia sabia, todo esto por la atención del que camina con desinterés y es visto y no visto por los otros, hasta que se llega a la Terminal.
Entonces se siente alivio, la persona está ahí, se sienta a esperar el micro, podrá salir por fin. Continúa unos minutos así, pero un nuevo yugo se le instala sobre el pecho y la espalda, un nuevo apremio debido a que salen pocos micros hacia Mendoza, en pocos horarios, y por el hecho de tener que viajar los pasajeros amontonados. La persona ya sabía esto pero ahora lo recuerda y lo concientiza otra vez con claridad. En ese momento no sabe si permanecer más tiempo en la ciudad hasta tomar uno más tarde que vaya vacío o si escapar lo antes posible de ella. Pero no hay escape. La sensación de estar en un pueblo, cuyos habitantes padecen males injertados por ellos mismos, ya tocó tus neuronas, y va a ser difícil que te recuperes de eso, porque el flujo, sin residencia, y el intercambio son permanentes: lo que sucede allá sucede también acá y viceversa. Es parecido a cuando se toma un subte en algún lugar, a cuando se viaja en barco o en bote en algún otro, es parecido pero no igual, van a decir algunos. Estancado en La Paz, sobrevivido por el retorno, necesitado a su vez de estar de nuevo en La Paz, la embridación es sucesiva. Es igual!, es igual!, es parecido!, van a gritar, el final del viaje está acá, podría uno morirse sin conocer esto, pero una vez conocido no se puede dejarlo pasar. El embudo que todo lo traga, termina acá y debería no hacerlo. Tendría que haber muchas formas de llegar a un mismo lugar. Esto es lo que no se tuvo en cuenta al construir las ciudades y pueblos de Mendoza, unidas entre sí a partir de catástrofes o de homenajes seculares y patrióticos, siempre en línea recta y sin otra manera oficial de llegar a destino, desechando posibles atajos en caso de cancelación de una vía. Las personas que siguen manteniendo en estas condiciones de precariedad los caminos de transporte, no tienen en cuenta la necesidad de las venas para alimentarse. Si no hay un circuito ellas elegirán otro, y si todos los circuitos se obstruyen, perecerán. Podría haber un camino, una ruta o ramal, que fuera desde La Paz hasta San Carlos, otro desde La Paz hasta Lavalle y otro desde La Paz hasta San Rafael, pero no los hay, o sí, solo para morir en el trayecto.
Hubo un accidente ferroviario en La Paz, y parece ser una de las pocas cosas por las que se tiene en cuenta desde el centro a esta localidad: la tragedia de la estación Alpatacal de este lugar, de 1927, en el que el convoy de un tren que venía de Chile e iba a Buenos Aires, con infantes, entre otros, del ejército chileno invitados rumbo a una conmemoración de la patria argentina, chocó con otro que esperaba para salir de la estación. Murieron 30 personas. Hoy se recuerda la tragedia, pero se lo hace solo para tener un motivo de celebración, de reunión para comer, brindar, contar chistes y truquear; nunca se piensa en una posible solución, y siempre se les teme a los espíritus que según dicen acechan y asolan territorios mentales desde el campo.
Ahí está la persona, lista para partir. Su cara agotada por haber estado en el lugar, va a seguir cansada por el viaje de vuelta. Ve la fila larga de pasajeros por subir, verá la procesión acelerada de pasajeros que bajan. Pero antes mira el horizonte. Cómo habrá sido esto hace 200 años, piensa. Este cielo que veo ahora habrá sido más inabarcable y desgarrador. Ahora está enmarcado por parcelas cerebrales, por viseras. Acá estoy, piensa la persona, y el decir acá estoy no significa nada, solo eso; acá están los futuros pasajeros, pero no todo en el mundo son pasajes. Este es el final del trayecto. Lo que viene después es digno de contar también, pero este es el límite de la intención. Qué pasará en Desaguadero, qué pasara en San Luis. La barrera es La Paz. Lo que viene de Mendoza rebota aquí y vuelve. Lo que viene de Desaguadero, por lo general se estanca. Algún día las ciudades cambiarán de sitio, para destruirse casi sin dolor y con mayor empuje. La persona decide salir de la terminal. Ya son casi las siete de la tarde. La luz se opaca. Las calles ahora grises están igual de deshabitadas que antes. Toda la llanura sinuosa y pampeana se detiene sobre un punto y el cielo en su develamiento la refleja, la otra hora sin sombra, la hora en que verdades se ven detrás de las paredes y el paisaje. La persona no deja de caminar con lentitud hasta que se le termina el radio céntrico. Toma una calle lateral de tierra. La noche empieza. La persona decide internarse en el monte de algarrobos, chañares y caldenes hasta ver aparecer en la oscuridad la futura ondulación.
1 Agosto 2024- 5 Marzo 2025