Reseña.
Libro de reclusión inconcluso por la muerte de su autor, Diario del hospicio se inserta en una tradición amplia de anotaciones en cautiverio. Entre los accesos de delirium tremens, la confusión y cierto lamento por no haber torcido de otra manera su destino, el escritor brasileño Lima Barreto (1881-1922) se revela como “una antena frágil, exquisita, orientada a capturar los modos discursivos con los que el mundo exterior” se filtra por los muros del hospicio.
por Sebastián Menegaz
En Recuerdo de la casa de los muertos, o Novela del presidio, o Memoria de la casa muerta (con el ruso, el español siempre anda en ascuas) Dostoievski hilvanó, en 1862, una serie de estudios y retratos, escenas y screenshots de la vida cotidiana de los convictos en un penal de Siberia, a partir de su propia experiencia en la kátorga. Modelo de literatura carcelaria en sórdida sordina, del que beberán, desde el Tólstoi de Resurrección hasta el Solzhenitsyn de El archipiélago Gulag, pasando por e.e. cummings (prisionero en un Dêpot de Triage en la Primera Guerra) o Tadeusz Borowski (en Auschwitz). Es también el caso de Lima Barreto en el Hospicio Nacional de Alienados, en el Río de Janeiro de los early twenties (internado por sus parientes tras un acceso de delirio alcohólico) donde el autor de Triste fin de Policarpo Quaresma tomó estas notas, ahora por primera vez volcadas a nuestra lengua, con vistas a la redacción de una novela, cuyo título (aunque Lima lo pesque en Plutarco) parece tentar una nueva traducción del modelo: El cementerio de los vivos. Quedó inconclusa; algo más de 100 páginas que se incluyen asimismo en este volumen.
Lima Barreto murió de un ataque cardíaco en 1922, reincorporado a la vida civil, pero su Diario del Hospicio (estas aplomadas y desposeídas notas sobre la locura y la lectura) acaso continúen siendo su grande trabalho.
«La literatura o me mata o me da lo que yo le pido», apunta Lima en las primeras páginas. Es su tercera reclusión en el Hospicio y la precede una deriva común —dirá— a todos los bebedores: dormir en pajonales, perder su sombrero, ser despojado de su dinero, amanecer sentado en un zaguán de la Plaza de la Bandera con sólo mil reales en el bolsillo. Contra todo branding decadentista: siente vergüenza de contar estas aventuras, «serían pintorescas —anota— pero no influirían en lo que tengo en mente».
Mulato, afrodescendiente, universitario, viudo, pobre, lector extraordinario, Lima, de 39 años, se arrepiente de todo. «De no haber sido otro, de no seguir los caminos trazados y esperar que yo tuviese éxito donde todos fracasaron». En efecto: la literatura. Y aunque sienta orgullo de haberse esforzado tanto para llevar a cabo aquel ideal, lo amarga al mismo tiempo no haber sabido ganar dinero. «O posiciones elevadas que me hicieran respetar. Me soñé Spinoza, pero no tuve la fuerza para realizar su vida; me soñé Dostoievski, pero me faltó su niebla».
Como en La casa de los muertos (como la llama Lima) este tipo de confesión, raleada pero progresiva, se circunscribe al hombre que ha llegado hasta las puertas del Hospicio: una vez dentro Lima ya poco se ocupará de su catábasis, su mero tocar fondo. No habrá tal cosa como una pasión del yo (que acaso sí, por pretenderla, al novelar el Diario el resultado acuse las pérdidas) sino más bien una antena frágil, exquisita, orientada a capturar los modos discursivos con los que el mundo exterior (la sociedad, la esfera pública, la vida contemporánea) repercute hacia el interior del Hospicio, se refleja, deformado como en espejos de feria, en el discurso de la locura. Discurso que es, precisamente, y tal como lo colecciona Lima, eso mismo: mímica de otros. El discurso científico, el discurso histórico, el discurso político. Como si bosquejara una galería de caballeros andantes de la cultura de masas. Así de familiar y así de atemporal: no hay signo en la prosa de Lima Barreto que nos reclame en 1920. Pero sí (a cada paso) en el envés de la Gran Novela Brasilera.
Cámara de ecos, cámara oscura; con esa pequeña perforación (¿Lima mismo?) por donde la luz penetra y proyecta alguna imagen invertida del mundo, por más que «las salas son claras, los cuartos amplios, con el aire azul de esa linda ensenada de Botafogo que nos consuela en su inmarcesible belleza, cuando la miramos levemente arrastrada por el viento a través de las rejas del manicomio». Imágenes que se proyectan en los papeles de Lima, en el consultorio que le presta un médico, ocasionalmente, para que pueda escribir tranquilo. De aquí la estructura episódica del Diario, que desarrolla y compone unidades narrativas a partir de las notas sueltas que Lima toma a vuelapluma, entre «delirantes cuyos delirios no comprendo, en esa incoherencia verbal de manicomio». También, entre asesinos.
De hecho, conquistar las condiciones materiales de la lectura (escribir para Lima es leer) representa la aventura consustancial del Diario, que en cada cita esconde un estigma. Ser transferido de sección (del Pabellón a la Pinel, de la Pinel a la Calmeil) para tener a disposición una mermada biblioteca donde quien no delira llora, grita, o hace ruido con las sillas; llevarse el libro al dormitorio para abrirlo entre otros diecinueve internos que ocupan ese espacio; esconderlo debajo del colchón (junto al jabón, la toalla y el papel de escribir) para que el loco que hurta y esconde las cosas finalmente haga su gracia; volver a probar en la biblioteca.
«La figura del último lector —según la exploró Piglia— es múltiple y metafórica. Sus rastros se pierden en la memoria». Ahí, precisamente, hacia donde señala Piglia, ahí también se pierden los rastros, el desasosiego, de Lima Barreto.
Diario del hospicio y otros textos
Lima Barreto
Montacerdos
2022
250 páginas