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LA FELICIDAD DE HACER LIBROS DE LEONARDO SCIASCIA

Reseña
Colección de contratapas escritas por Sciascia para la Editorial Sellerio, de Palermo, en la que la escritura marginal prolonga las tácticas de la escritura en su totalidad. Un discurso crítico sexy, el desmarque como forma predilecta y la diagonal como ángulo favorito del novelista italiano

por Sebastián Menegaz

Una compilación de contratapas, anónimas, pero a sola firma, redactadas por el autor de El día de la lechuza, El caso Moro, La desaparición de Majorana —más allá de intimar a ser llamada objeto— invita a reanudar el estado de la cuestión, a preguntarse una vez más cuándo, a partir de qué operación de destino o de mercado, los paratextos, la hojarasca del campo literario vuelta mantillo, se convierte en texto. En flor. O bien cuándo se trata de sacarle plata al muerto. Reanudar porque el verbo equivale, tanto en un caso como en otro, a internarse en las ruinas ninivitas de la teoría literaria (pertrechados con la contraseña de Sir Rawlinson: ¿qué es la literatura?) acaso sólo para perfeccionar, en la medida de nuestras disuasiones, los viejos artículos de fe y las viejas aporías. Emerger, de alguna manera, hacia una pregunta todavía declinante: ¿no es la historia de la literatura, en algún punto, la historia de lo que también podía ser literatura? Sarmiento, Borges, Puig, Aira. El sayo también le cabe en Italia a Leonardo Sciascia, precursor del materialismo paranoico. Por supuesto: toda invitación contempla la abstención.

Si de acuerdo con Calasso, la contratapa es un género crítico o fabuloso, a saber en qué medida extinto, lo será, sin lugar a dudas, en los términos que Salvatore Silvano Nigro (su curador) invoca en las que Sciascia supo escribir para la Editorial Sellerio, de Palermo, «entre preciosismos eruditos y recursos informativos, con una prosa escueta y exacta; sabiamente geométrica al esbozar dentro del movimiento de la página, la trama del libro y la trama de las alusiones, las ascendencias, los diálogos; el interés para los nuevos lectores en su situación histórica particular». Se podría derivar: en la medida que condense un discurso crítico sexy. Una seducción antes que una alcahuetería. Que halague algún don de la histeria. Pero antes todavía: en la medida que ponga en tensión los excesos de estilo de una escritura. Que se desmarque como forma. 

No es inocente, por supuesto, es sedicioso: Sciascia mismo fantaseó con la publicación de sus contratapas antologadas, al tiempo que las componía. Las concebía como una continuación de la escritura por los mismos medios, a la vez subalterna (felinamente subalterna) y autosuficiente. Incidental. Casi un ejercicio localizado, de máxima concentración, de su cielo poético —si pensamos en el corpus sciasciano podríamos decir moral—. Son los escritores que nos encantan: no (ni sí) los morales, sino aquellos que continúan escribiendo más allá de su obra, sobre la superficie de las esferas (públicas, privadas). No ya asumiendo una posición civil y entregando el arma a la lengua de cambio (política, vigilada) sino incursionándola desde la propia poética —los propios estigmas— para expandir ambas. Empiojar las amenities del sentido, el temor referencial del mercado. Son las fichas que sostenía el viejo Nabokov durante sus entrevistas con Bernard Pivot. Las cartas personales que escribía Néstor Perlongher. O Juan Emar a Guni Pirque. El energumenismo de Fogwill. Los pires de Laiseca en el cable o en el cuestionario Proust. Lo eran, en buena medida, los tweets de Carlos Busqued. El caso de Leonardo Sciascia preserva una instancia todavía más extrema: sus intervenciones parlamentarias como concejal de Palermo y congresista nacional (del PCI y del Partito Radicale) que por cierto, desconocemos.

«La ciudad literaria tiene su centro y sus periferias —escribe Sciascia, a propósito del catálogo de cierta colección: La diagonal—; sus plazas, sus baluartes, sus calles rectas y sus callejuelas serpenteantes, sus callejones, sus patios, sus rondas y sus rúas, sus jardines, sus edificios en construcción y en derribo: y con esta colección nosotros la cruzamos en diagonal». La felicidad de hacer libros es, en ese estricto sentido, una imagen (la maqueta, el aeromodelo) de esa cruzada. Que acaso no sea sino, a esta altura, la única cruzada posible de un lector en el mercado. Restaría descartar en qué medida una diagonal no es una transversal infiel. Un objeto literario irreductible, en suma, que instiga, también, a trazar diagonales, como las que traza una mano sobre los estantes —en una librería, en la Conca d’Oro, en los ochenta—. O el mismo Sciascia, en la retaguardia de nuestra propia lectura: «la palabra villeggiattura [veraneo] —risueña en sí misma, tallada casi en reposadas utopías, dieciochesca, goldoniana— asume un no sé qué de irónico y siniestro [en La Palazzina de villeggiattura, única novela de Enrico Job, esposo y escenógrafo de Lina Wertmüller] (…) un relato en el que cuesta encontrar referencias, remisiones, correspondencias salvo quizás —por evasivas impresiones, por sugestiones apenas descifrables— con esa Otra vuelta de tuerca de Henry James».

No, el más siciliano de los borgeanos nunca fue ingenuo con las implicancias de estas dichas de lo marginal. 

Leonardo Sciascia, escritor y editor. La felicidad de hacer libros

Leonardo Sciascia

Libros del Kultrum

Barcelona, España

2022

335 páginas

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