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LO QUE HABÍA DENTRO Y FUERA DEL JAÚL

CRÓNICA
Crónica de una lectura de poesía de los 90
por Sebastián Diez

El martes pasado en la librería porteña El Jaúl, se dio un encuentro poco frecuente: siete poetas de los noventa leyeron textos a 25 años de su primera publicación, en el fanzine “Los amigos de lo ajeno”. Un enviado especial del Hurlingham Post redactó impresiones telegráficas, a la velocidad que impone el presente; entre el Día de la Lealtad, el aniversario del estallido en Chile, las próximas elecciones generales en Argentina y atravesado por las reacciones alérgicas que produce el polvillo primaveral.

Los plátanos orientales pican mis narices y párpados de camino por Gascón al súper recital de poetas de los noventas. Es primavera en Buenos Aires. El cielo está caramelo y ya he oído más de tres frenazos de colectivos inquietos ante las luces amarillas de los semáforos. Camino desde Rivadavia a paso lento. Aún hay tiempo. La lectura es a las siete. Un niño llora al percatarse que su madre no tiene billetes para un chupetín. El perro de un paseante muerde al perro que acompaña a un vagabundo. Hay policías y curiosos en torno a un cuerpo que yace en la vereda. Y los plátanos orientales hacen lo suyo, hacerme llorar.

Pasado Gorriti me topo con un cartel a tiza que dice “HOY! HOY! HOY! Martín Gambarotta, Fabián Casas, Cecilia Pavón, Washington Cucurto, Damián Ríos y Marina Mariasch. Habrá vino.” En otro cartel vecino leo: “Fruta y verdura sin agrotóxicos.” ¿De qué tratará la agropoesía? Al instante que reflexiono esto un motoboy de Rappi anuncia su pedido por el citófono del vecino del otro extremo. Lo oigo silbar a través de su casco mientras espera. Aún no se oscurece del todo. Al parecer he llegado.

Al entrar en El Jaúl, librería hace pocos meses inaugurada por dos costarricenses, lo primero que veo es a Martín Gambarotta husmeando la sección de libros usados. Ana Wajszczuk entra en escena y se lo lleva raudo del brazo a saludar a gente que no logro identificar. Tras la caja en un rincón hay un cartel a marcador que anuncia cerveza a mil. Tengo la sensación de haber estado antes en este sitio. No lo sé. Los muebles presionaban los vientres de los oyentes. Leían cerca de ciento cuarenta y siete poetas. Azulaba el cielo nocturno cuando el último remataba su poema con un “sos el primer trabajador”. Tengo la impresión, no sé. Quizás sean efectos del antialérgico. Es hermosa la sensación de estar en un sitio que antes se soñó.

La verdad es que estamos a 17 de octubre. Es el día de la lealtad peronista. El domingo hay votaciones. Me dedico a husmear lo que Gambarotta abandonó. Hay buen material. Intuyo que no cabrá tanto espíritu en esta sala. No sé si El Jaúl es pequeño o la multitud que comienza a concentrarse en la vereda demasiado grande. Veo a Damián Ríos que parece descender de una tabla de surf para abrazar a Luis Chaves. Poco a poco comienzo a identificar rostros. No tengo más archivo visual que las solapas de sus libros que he leído con interés desde adolescente. Por ahí Marina Mariasch abraza su abrigo pues hace frío. Por allá Cecilia Pavón luce una hermosa cabellera rubia que el viento levanta. Casas no llega. Cucurto tampoco. No siempre se está con tanta gente a la que se ha leído antes en la misma habitación.

Cuatro horas atrás me pidieron del Hurlingham Post que oficiara de cronista del evento. Mi papel me obliga a satelitar, por lo que ocupo un margen. Tomo nota en el teléfono. Esto mimetiza, puesto que parece que estoy chateando. El Jaúl es una librería de dos pisos ubicada en el barrio de Palermo. Gugleo. El nombre es tributo a una novela de un artista costarricense, Max Jiménez, que murió en Buenos Aires en el 47, pero que publicó esta novela diez años antes en Chile. Vaya dato. Soy chileno. De hecho, mañana 18 de octubre cumple años el estallido. Es todo tan vívido. Así mismo esta alergia, lloraba entonces por las lacrimógenas.

De pronto un par de chorros que llevan corriendo varias manzanas se abren paso entre la gente y se pierden en una esquina. Nadie parece espantarse. Nadie tampoco los persigue. Los amigos de lo ajeno fue un fanzine creado por los escritores Luis Chaves y Ana Wajszczuk a finales de los noventa. Era un cuadernillo del tamaño de un compact disc. El recital está organizado por ellos. Todos los que leen hoy hicieron aparición en alguno de sus números. Muchos entonces aún eran inéditos. Fue la vitrina de una escena. Yo los he leído a todos. Tenerlos juntos es como abrir ciento cuarenta y siete libros ante tus narices de una sola vez. Me abruma.

Ya son las ocho. Escucho decir: ya está. Nos invitan a entrar. La mayoría de los espectadores se ubican en el segundo piso. En el primero, en un rincón, hay un sofá en diagonal. Un amplificador Peavy (no hallo otra marca más noventera) dará cuerpo a las voces. Uno de los libreros costarricenses hace una prueba de sonido parodiando a algún periodista deportivo. Ya está. Ana y Luis toman asiento. ¡Ya han pasado 25 años! Sí, 1998, primer número de Los amigos de lo ajeno. Ana habla. Habla del entusiasmo tierno de aquella época. Habla de la adolescencia de la poesía noventera, de sus fiestas y el tras bambalinas. Mariasch escucha hincada. Pavón de pie tras ella. Damián se apoya en un anaquel. Martín está de pie ante los libros de segunda mano. Casas no llega. Cucurto tampoco. Chaves habla de la remera de poesia.com que vistió años hasta que su masa corporal lo obligó a abandonarla. Que a pesar de haber internet en aquella época se seguían escribiendo cartas a mano. Anuncia que cada poeta leerá el poema publicado en el fanzine y que será presentado con esa biografía. Que es un verdadero placer estar entre amigos.

La primera invitada es Marina Mariasch. Dice que su poema del fanzine es malísimo. Risas. Lo lee a medias. Pavón de entre el público señala tajante que está buenísimo. Pasa rápidamente a leer una selección de su último libro que compila su poesía, la pequeña compañía (así en minúsculas), editado por Caleta Olivia. Pocas palabras, lee. “Pocas palabras” repite y repite, la saturación de significante fagocita su propio significado. Me corre una lágrima. Pocas palabras, pocas palabras. Algo como lo que ocurre en ese mismo instante, hacinados en esa pequeña librería.

El siguiente es Martín Gambarotta. Sin palabras previas, pasa en seco a leer el poema selecto en el fanzine. Luego, lee fragmentos de una primera edición de Punctum. Pavón se pinta los labios de rojo. Sigue con: “Dan a entender que no podrías llegar/ a ser como ellos, te alientan a que/ intentes ser como ellos, te tratan/ como si fueras igual a ellos/ porque saben que nunca/ serás uno de ellos.” Del último, Sangría, editado por Rapallo. El público aplaude luego de cada pausa. Entonces un aroma a palosanto comienza a inundar el lugar, un olor a incendio incipiente.

Sigue Damián Ríos. Se presenta como un vil plagiador de todos los invitados. Habla de su labor de editor. El librero que parodiaba al periodista deportivo, desde el fondo, le pregunta qué pasa con la distribución de Blatt & Ríos, su editorial, que en la librería no tienen nada. Risas. Se larga a leer una serie de poemas breves impresos en hojas de oficio. Parafraseo uno: la escena de unos amigos que van en un automóvil, el hablante señala la función que cumplirá cada uno cuando se encuentren con el cadáver de otro amigo suicidado. Algunos miran hacia afuera. Llega Fabián Casas. El cielo se ha oscurecido del todo.

Ana invita a Cecilia Pavón a leer su poema del fanzine. Explica que trata sobre el aborto y que lo escribió en una época en que aún no era madre. Dice que le es imposible leerlo con esa letra tan pequeña. Entonces deciden que lo lea Ana. Aplausos. Antes de leer algunos poemas inéditos de su próximo libro se refiere al número 147. 147 será la cifra del título de ese libro. 147 formas de nombrar la nieve se llamaba el primer proyecto de Mariasch, de aquel poema que no leyó completo. ¿Qué hay en el 147?, le pregunta. “Creo que era la marca de un automóvil”. Tras dos poemas, finaliza con otro sobre la abismante sensación de enviar por mail un archivo tan pequeño con toda la obra que al escritor Mario Bellatin le tomó tantísimos años escribir. Es la única que lee desde su teléfono. Huele a palosanto. El plátano oriental a esta altura me tiene compasión. ¿Hay fuego afuera?

Llaman a Fabián Casas que está en la solera conversando. Abraza a Luis. Toma asiento. El poema en el fanzine es “Sin llaves y a oscuras”. Al terminar dice que lo recitó de memoria, porque con esa letra diminuta, imposible. Los poemas estaban hacinados en ese cuadernillo de compact disc tal como los espectadores en El Jaúl. Lleva en sus manos su último libro de poesía, Últimos poemas en prozac. Lo lee en desorden. Ninguna página está marcada. Para cerrar anuncia que recitará un par de poemas ajenos de memoria. El primero es una variación de uno de Gelman en el que cambia la palabra “pelo” por la palabra “perro”. El segundo, uno de Gianuzzi.

Luis Chaves pone punto final al recital citando un fragmento de una obra de Brecht que señala que está bien no cerrar los libros. El remate del chiste no se entiende del todo, puesto que en el acto un tipo que vende pañuelos entra a hacer lo suyo. La multitud se disipa. Aunque no sé si sea posible. Parece surreal que quepa tanta gente. El único baño del segundo piso acaba con una cola interminable. Le comento a Martín sobre ese aroma a palosanto. Me dice que huele a skunk, zorrillo en inglés, y que en realidad se trata de marihuana prensada. Nos quedamos conversando en la solera a medida que la gente se retira. Pavón y Ríos cruzan la calle y se pierden entre la escasa luminaria. ¿Dónde está Marina? Fabián se despide de nosotros con un bolso blanco de gimnasia al hombro. Ha sido un gran recital. El domingo se vota presidente. Nos ofrecen champán. Decimos que no. Que gracias.

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