LITERATURA
Cartas
de El violín a vapor (2016)
Se animó la luz que bajaba arañando. Se animaron las estatuas de cabello turquesa. José tomó un pequeño baúl por el mango y lo arrastró hasta la cocina. Hizo la señal de la cruz sobre todo lo que estaba roto y cubrió los espejos.
Subió una vela hasta su habitación, pero tropezó junto a la balaustrada.
Tuvo que escribir las cartas en la oscuridad.
“Todo es tan hermoso. Para mí, hay algo en este circo que cuelga del cielo”.
Y escribió otra vez.
“Yo estoy solo”.
José cerraba las cartas y las dejaba a un costado.
Luego escribía una nueva, y descansaba. Al otro día, leía las cartas de su vigilia. Algunas ponían:
“José: yo me he mantenido en equilibrio por miles de años”.
Y se oía rodar una cabeza por la azotea.
“¿Cómo se encuentra usted, querido amigo?”, preguntaba José casi dormido junto a la ventana.
Callado, él mismo respondía:
“Ha sido difícil, hasta hoy.”
La madre irrumpía en el cuarto, y las cartas de José quedaban arrugadas en el suelo.
—Estoy escribiendo mis memorias –mentía a los padres, para que se tranquilizaran.
Los intercambios ocurrían todos los días. Por la noche, las cartas se recibían en la oscuridad:
“25/09: Ustedes parecen asustados”, ponía José. “¿Por qué no puedo invitarlos a bajar?”.
“José”, le respondían, “hemos salido a pasar las vacaciones afuera.” Y firmaban al final con un solo nombre, que era, o bien, Elías, o bien, Moisés.
José garrapateaba un par de insignificantes tonterías. Ponía: “Escríbanme cuando regresen”.
Sin embargo, siempre había para ellos algún impedimento, por el cual diferir el encuentro personal.
“No queremos verlo”, le escribieron al final. “Somos adultos y estamos cansados”.
José sintió entonces una rabia muda y no volvió a responder en toda la semana.
A los pocos días, Elías escribió sobre Moisés y lo llamó ladrón. Moisés hizo llegar a José un relato en el que Elías recibía el calificativo de bastardo.
“Así que nuestras cartas llegarán, desde ahora, escritas hasta la mitad. Nos hemos peleados a muerte. Y no compartiremos, a partir de ahora, la correspondencia”.
El proceso se hizo, entonces, doble, y José tenía que sentarse a escribir lacónicas cartas para ambos. Ponía: “Quisiera que mi cabeza no estuviese llena de sobras”. Pero ni Elías ni Moisés le dictaban sus firmas, y él debía descubrir qué carta había enviado cada uno, tomando en cuenta el estilo y los errores de vocabulario.
—Hijo –llamaba a José su padre–, escríbame un cuento.
Pero José jamás tenía tiempo, tan intensos eran la recepción y el envío de las cartas. Una tarde, Moisés o Elías hicieron llegar un telegrama, diciendo: “No lo tolero más. Voy a asesinarlo yo mismo, si no lo hace usted”.
Por unos cuantos días, las cartas cesaron y José temió que esa última amenaza se cumpliera. Se sentía inquieto, porque no era capaz de reconocer con exactitud las particularidades de las caligrafías de sus dos amigos. Buscó la vela y escribió a la luz temblorosa de su propia lámpara.
“¿Qué es lo que vas a hacer?”, ponía, llorando. Pero no especificaba remitente ni destinatario.
Al final, la última carta apareció entre unos recados para la empleada.
—José –dijo la madre–, esto es para usted.
La carta estaba decorada con cruces y gallinitas: “Se le informa aquí sobre la convalecencia de Elías, el equilibrista. Ha caído de su soga, a causa de un disparo. No se ha hallado aún al asesino. Las cartas se investigarán”.
José comprendió lo peor, y dejó caer la cabeza. En la anteúltima carta, Moisés se lo había anunciado. Escribió un telegrama al amigo y esperó. Pero la semana pasó sin que nadie respondiera.
Después de un mes, el padre recibió su cuento cerrado en un sobre con lacre.
—¿Ya no escribe más esas memorias? –preguntó, socarrón.
José bajó los ojos, culpable y vergonzoso.
Se volvió a su mesita de trabajo y encendió una vela. Escribió una carta en la que simulaba ser sus dos amigos al mismo tiempo: “Querido Moisés”, susurró. El papel se curvaba: “Soy Elías. Perdóneme”.
Y escribió tantas cartas, que ya ni él mismo se sentía él mismo. Se acostó en el piso y esperó angustiado en la oscuridad. En algún momento, se quedó dormido. Los padres lo buscaron durante todo el día. Cuando lo hallaron junto a todas aquellas cartas de despedida, se emocionaron. Cargaron las cartas hasta el basurero y las echaron sin más. Con una caligrafía dulce, escribieron una esquela muy sencilla: “Querido José”, pusieron, “ya no vamos a poder contestar. Nos reconciliamos y ahora nos iremos de viaje, por los siglos de los siglos. Es mejor que no nos escriba. Y entienda, amigo querido: ya era hora de que nos marcháramos”.
Marina Closs (Aristóbulo del Valle, Misiones, 1990). Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires y prepara un doctorado en literatura alemana. Publicó los libros Tres truenos (Premio del Fondo Nacional de las Artes en Argentina) reeditado en España, México y Bolivia; Álvar Núñez: trabajos de sed y de hambre (Premio Angélica Gorodischer); Monchi Mesa (mención especial del jurado del Premio Sara Gallardo); Tascá Skromeda y La despoblación. Fue finalista del Premio Finestres por la edición española de Tres truenos y del Premio Ribera del Duero por Pombero. Vive entre Santiago de Chile y Buenos Aires.