Reseña
La editorial Fadel&Fadel reunió en el volumen Poetas y pintores una selección y traducción de ensayos sobre pintura de varios poetas de habla inglesa: John Ashbery, Ezra Pound, W. H. Auden, Kenneth Rexroth, Elizabeth Bishop, Gertrude Stein y Marianne Moore. Écfrasis, relatos, iconodulia, abstracciones y universales en lo particular se suceden en estos ensayos, que tienen al tema y a la imagen, como puntos de encuentro posibles entre lo verbal y lo visual. ¿Por qué la pintura y la poesía se seducen de tal modo?
por Francisca Lysionek
De todas las maneras en las que podemos imaginar que la poesía y la pintura entran en relación, el libro Poetas y pintores elige una concreta. Un lado usa al otro para encontrar su centro, el tema. Lo absorbe como puede, con las herramientas que le son propias, y desde ahí arma su obra: un ensayo. Los siete poetas que reúne el libro no precisan presentación alguna. Contamos con textos (todos raros, en su justa medida) de John Ashbery, W. H. Auden, Ezra Pound, Kenneth Rexroth, Elizabeth Bishop, Gertrude Stein y Marianne Moore.
Lo que tenemos acá no es la descripción de distintas imágenes –écfrasis en sentido clásico–, sino (en líneas generales) la reflexión literaria sobre la vida de los pintores. La écfrasis aparece más bien al servicio de narrar algo que va más allá de una pintura o varias. Descripciones tenemos de toda clase: tímidas, fieles al objeto, sucintas o llenas de ideas abstractas que caminan por atrás.
El interés de estos autores por el tema no debe sorprendernos del todo. Por ejemplo Ashbery, aceitado en las prácticas ecfrásticas por lo menos desde su Autorretrato en espejo convexo, publicado siete años antes que el ensayo sobre Porter; nos hace creer que habla de una estética particular, cuando en realidad nos está “recordando lo evidente”, a saber: que la pintura es luz. Lo mismo sucede con Moore y su cercanía a la materia. La agudeza de su ojo no falla ni decae, y su prontuario garantiza que lo que describe es igual a lo que ve.
Gertrude Stein se toma todo el tiempo del mundo para contar su compleja relación con los cuadros pintados al óleo, y revive una vieja ilusión, la de que el cuadro se mueva, que el cuadro salga de su marco y ande. Una ilusión más antigua que el trampantojo, el llamado a la iconodulia, y a confundir la imagen con la realidad. En otros casos, la guía del texto es algo mucho más analítico, las grandes ideas de los grandes hombres, que buscan lo universal en lo particular, y hacen de todo asunto una ocasión para cumplir dicho propósito.
Kenneth Rexroth analiza los retratos de Léger para extraer no solo el fenotipo francés sino directamente arquetipos humanos. De forma similar, Auden encuentra en Van Gogh casi una definición del ser artista, como un oficio religioso, obrando bajo una doctrina sagrada.
Como bien amaga a aclararnos el prólogo, Auden no sentía una particular atracción hacia las artes visuales, aunque sí escribió sobre una pintura de Brueghel, pero de la misma manera en la que escribe sobre Van Gogh. De forma heideggeriana, en su poema sobre La caída de Ícaro intenta encontrar algo que esté más allá de la pintura. No la juzga con ningún criterio que no sea su capacidad de expresar una verdad. El poema habla del dolor, igual que la pintura. Y aunque ambas cosas pueden existir lo más bien sin conocerse, es mucho mejor tenerlas juntas.
En El origen de la obra de arte, curiosamente, Heidegger también elige un cuadro de Van Gogh para mostrar una verdad revelada. La verdad del zapato se conoce por mirar la pintura de un zapato. Auden mira al hombre que pinta ese zapato (o se imagina que lo mira, que lo conoce leyendo sus cartas) y nos revela la verdad del hombre. Cuando dice que una gran obra de arte conserva la calma incluso en la catástrofe, en realidad habla del espíritu de un gran hombre. Y esa calma es necesariamente religiosa.
Alguien más entre los presentes llega a un puerto similar, pero atraviesa una ruta distinta, más brillante. Elizabeth Bishop no reflexiona morosamente sobre el valor de una obra de arte pero cuenta cosas. Cuenta la tierna vida del pintor cubano Gregorio Valdés, su casa limpia, los anuncios que pintaba para vivir y la pobreza que lo llevó a la muerte, no sin antes tener la posibilidad de reemplazar la paleta clavada al frente de su taller que decía “Se pintan carteles” por otra que decía “Se pintan cuadros”. Su amable relato alcanza un momento muy especial, que no puedo evitar citar por completo:
“Cuando trajo el cuadro no había nadie en casa, lo dejó en la galería, apoyado contra la pared. A la noche, cuando llegué, lo vi desde el fondo de la calle… Una copia exacta de la casa en verde y blanco, apoyada contra su prototipo verde y blanco. Una y otra se confundían en ese anochecer plateado y tuve la sensación de que, si me acercaba, seguramente podía ver otra pequeña copia de la casa apoyada en la entrada de la casa pintada y así…”
Luego de esta escena, procede a colgar el cuadro en su casa, y hacer una fiesta de inauguración, a la que el pintor, Gregorio, es invitado. Esto puede llevar a preguntarnos ¿por qué alguien colgaría un cuadro de su casa dentro de su casa? ¿Qué placer hay en ello? En Buenos lectores y buenos escritores, Nabokov le habla a una audiencia yanki obsesionada con el hiperrealismo, advirtiendo que la verdadera obra de arte crea nuevos mundos posibles, sin someterse a la realidad ni intentar reflejarla.
El breve fragmento de Bishop, tan hermoso, se burla un poco del buen Nabokov, pero importa entender que esa aparente contradicción es ilusoria. Si bien la emoción de la mujer parece provenir de la similitud extrema entre la casa y la pintura de la casa, en realidad lo que le hace fantasía no es tanto esta mímesis perfecta, sino el hecho de que su casa ahora existe en dos lugares a la vez. Aunque el lienzo sea un plano bidimensional que no supere los 30 x 40 cm (por lo menos esa es su medida en mi cabeza al leer el relato), el refugio que significa el propio hogar ahora se ha ampliado el doble de tamaño. La felicidad de tener un cuadro de tu propia casa podría ser equivalente a tener dos casas iguales.
Lo que hace especial esta selección de ensayos es el tema que los atraviesa, un tema en apariencia marginal respecto al grueso de las producciones de la mayoría de los autores. Esto me parece valioso, entre otras razones, porque significa que no hay un programa detrás, sino que la escritura surge de un interés genuino en el tema. El interés genuino importa en la medida en que la écfrasis es una tradición, no universal en el sentido más absoluto, pero sí lo suficiente para sostenerse a través de miles de años. Considerémosla una tendencia, que aparece y desaparece, con formas nuevas o repetidas, más o menos conscientes.
Algo de las imágenes atrae a las palabras y viceversa, con una fuerza incomparable a lo que sucede en otras disciplinas. Cuando surgieron, allá en los inicios del siglo XX, aquellas modas de pintar la música mientras suena, o “bailar un poema” (¿?), debieron notar enseguida lo poco orgánico que resultaba crear bajo consignas por el estilo, y aunque hoy por hoy cosas así se siguen haciendo, las soluciones son tan toscas que no hay punto de comparación.
¿Por qué la pintura y la poesía se seducen de tal modo? Es posible que en parte tenga que ver con que la literatura, pero muy especialmente la poesía, trabaja antes que nada con imágenes, de una forma apenas menos directa que el arte visual. Esto ya lo sabemos: la imagen se va construyendo a medida que pasa el tiempo de lectura, y no se capta con el ojo sino que se genera en la imaginación del que lee, y habrá tantas imágenes como cabezas imaginando aquello que se describe. Es decir, la imagen es aludida, convocada. Y parece ser que desde siempre el humano la pasa bien imaginando una imagen, tanto como mirándola.
Poetas y Pintores
John Ashbery, Ezra Pound, W. H. Auden, Kenneth Rexroth, Elizabeth Bishop, Gertrude Stein, Marianne Moore.
Traducciones de Guadalupe Alfaro, Tomás Fadel, Matías Heer, Tomás Boasso, Victoria Cóccaro, Aldo Giacometti y Florencia Capello.
Fadel&Fadel
144 páginas con ilustraciones a color
2023