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PRIMERAS LUCES DE CARLOS BATTILANA

Reseña
La aventura de la imaginación en Julio Verne, el ritmo preverbal en la poesía de César Vallejo, un taller literario como oasis durante la dictadura militar. En sus memorias lectoras Primeras luces, Carlos Battilana (Paso de los Libres, 1964) retoma escenas de iniciación poética antes de la letra, y los libros y poemas que acompañaron sus primeros años de autor en formación.
por Isaac Castro

Si sobre Primeras luces, el último libro de Carlos Battilana, solo dijera que se trata de un texto hermoso, sería suficiente. El calificativo trepa la cresta del lugar común, es cierto; sin embargo, a falta de un adjetivo más apropiado y que sea capaz de condensar todas las sensaciones experimentadas tras su lectura, me aferro a esa palabra cuyo significado remite a la idea de belleza, porque hay algo en su potencia semántica que resulta totalizador y categórico. Buena parte de ese encanto —un estado de grata embriaguez que persiste incluso una vez concluida la lectura— radica en el estilo de Battilana, quien despliega una manera muy específica de narrar en la cual se impone, ante todo, un sutil cuidado de la frase, de la disposición sintáctica, del tono tan certero y preciso con que trabaja la palabra escrita e hilvana oraciones sin pirotecnias ni demagogia. Así, el autor combina con destreza y sobrado oficio recuerdos de infancia y juventud con postulados teóricos y críticos en los que priman la lucidez, pero en especial un profundo conocimiento por aquel objeto que aborda e intenta comprender. 

Editado por Ampersand como parte de la Colección Lectores, dirigida por Graciela Batticuore, Primeras luces es una narración en clave autobiográfica sobre los hechos que acabaron por convertir a Battilana en un lector voraz, curioso e inquieto, fascinado por la materialidad del lenguaje. El poeta rememora su primer acercamiento a las letras por medio de un libro de texto en una escuela primaria de provincia. Aun sin comprenderlo del todo, el joven Battilana intuyó tempranamente que detrás de esos símbolos que intentaba reproducir con una torpe grafía, había mucho más que eso. Tal vez un universo. Y lo que acabó cristalizando su vínculo con las palabras y el particular interés por el género poético fue el descubrimiento del ritmo, un hallazgo propiciado por la geografía del entorno y el rito de la celebración popular: “La poesía se había impregnado en el murmullo del río y en las horas del carnaval”.

Battilana repasa su adolescencia ya instalado en Hurlingham, que coincidió con el ocaso de la dictadura militar y el comienzo de la transición democrática, y destaca como un hito de aquel periodo, su ingreso a un taller literario. Esa actividad significó una notable apertura hacia otros mundos que le brindaron la posibilidad de acercarse a autores hasta entonces desconocidos, y frecuentar semanalmente un ámbito en el que lo único importante era vincularse con personas de los más diversos perfiles que, como él, sentían una pasión desbordante por la literatura. En este espacio fue que tuvo contacto, por ejemplo, con la poesía de Olga Orozco y Alejandra Pizarnik, nombres que serían determinantes en aquellos años formativos. Esa inclinación casi natural hacia el terreno poético, se terminó de afianzar un tiempo después, a finales de los 80, cuando Battilana se hizo habitué del bar Alabama. Allí empezó a participar de tertulias literarias en la que jóvenes poetas ansiosos por decir, se reunían a leer textos propios y ajenos, protagonizar enardecidas discusiones estéticas y armar revistas subterráneas de algunos pocos números, tal como se acostumbraba en ese tiempo de agitación y contracultura. 

Son varios los autores que Battilana menciona a lo largo de Primeras luces —Gabriel García Márquez, Irene Gruss y Estela Figueroa, solo por citar algunos—, pero se detiene particularmente en dos figuras: Julio Verne y César Vallejo.  Y resulta interesante que un poeta tenga entre sus principales referentes literarios a un narrador decimonónico de novelas de aventuras. En su análisis de la obra de Verne, Battilana discrepa con una apreciación de César Aira, quien afirma que la fama del novelista francés corresponde más a un mito de origen para justificar una genealogía lectora, que a un verdadero mérito artístico. Battilana minimiza del relato de Verne sus referencias técnicas y cientificistas y, muy por el contrario, halla en ese anacronismo un valor en sí mismo: “Lo que eran expectativas y curiosidad se convirtió, en la actualidad, en mera constatación”. Sin embargo, el aspecto que le despierta mayor admiración es su enorme e inacabable capacidad imaginativa. Hasta el día de hoy, confiesa Battilana, Verne continúa siendo una lectura obligatoria de verano, ese tiempo de descanso sin compromisos ni rutinas en el que podemos detenernos por horas a disfrutar de un libro. 

De Vallejo, por su parte, pondera su genialidad creativa, cómo a partir de neologismos inusitados y la articulación de una sintaxis que desafiaba cualquier tipo de normativa, logró hacer de un código acaso indescifrable una voz original que no se parecía a nada. Tanto en Los heraldos negros —todavía impregnado del preciosismo modernista—  como en Trilce —texto emblema de las vanguardias latinoamericanas—, el escritor peruano patentó una serie de procedimientos formales que explotaban al máximo las posibilidades del signo lingüístico. Esa aparente ilegibilidad en la propuesta de Vallejo, para Battilana, se convertiría en una suerte de desafío, obligándolo en tanto lector a explorar zonas del lenguaje que iban más allá de su función referencial o comunicativa. Había en la música, en el ritmo y en el silencio algo misterioso que cobraba vida propia. Y Battilana descubre eso a través de Vallejo: “Leer un poema y reconocer una autoría como rasgo de una respiración a través de la sintaxis, el léxico, las escansiones, las pausas y los espacios en blanco era posible”. 

Carlos Battilana, en Primeras luces, se resiste con fervor a la idea de pensar a la lectura con fines utilitarios. Desde su perspectiva, leer no debería servir para algo específico más allá y por fuera del acto propio que implica la experiencia lectora. No puede precisar por qué lo hace, solo que ya no puede dejar de hacerlo. Porque leer se ha vuelto un acto vital e inherente al pulso cotidiano. En medio de ese caos que supone el mundo del trabajo, las ocupaciones y los compromisos, la lectura todavía engendra una reconfortante esperanza: la de sumergirnos en un tiempo pleno. Una eternidad momentánea que nos mantiene a salvo y en la cual edificamos la certeza inquebrantable de que, aun en los presentes más desoladores, siempre podemos ser felices. 

Primeras luces

Carlos Battilana

Ampersand

2024

118 páginas

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