América en su literatura fantasma.Tras los rastros de un cuaderno con poemas manuscritos que el pintor y escritor surrealista César Moro (Lima, 1903) confió a un Paul Éluard en tránsito, Facundo Ruiz continúa su colección de libros de existencia fantasmática: América en su literatura fantasma reúne libros perdidos, supuestos, imaginados, posibles.por Facundo Ruiz
Si fuera un policial, comenzaría una noche, en París, y terminaría en un tren a los Pirineos. Nos enteramos tarde, como corresponde al género, que así fue. Inevitablemente entonces, debía figurar un pianista. Y, tarde también, nos enteramos que así fue. Su nombre, para más señas, Alfonso de Silva Santisteban. Muere joven, mucho, apenas meses antes de llegar al medio dantesco del camino. César Vallejo le escribe un poema, que empieza: Alfonso: estás mirándome, lo veo,/ en el plano implacable donde moran/ lineales los siempres, lineales los jamases. Tacha y corrige, cuando vuelve a leer, el segundo verso: desde el plano implacable donde moran. Y así, tarde, lo leemos en Poemas humanos. Tacha también y corrige el verso trece que decía: compro el vino y la leche, “comptant les sous”, y leemos, póstumamente, compro “du vin, du lait, comptant les sous”. Pero, dicho en francés, ça a débuté comme ça. La cosa empezó así.
Quizá en 1925, aunque la historia empieza, puntualmente, dos pares de años después. Aquel año, en el entonces Teatro Forero, hoy Teatro Municipal de Lima, Alfonso en enero da un concierto, aparentemente, muy bueno. Quizá por eso Mariátegui publica un lied suyo, “La carretera”, en el segundo número de Amauta. Viene de estudiar en Madrid y Berlín, y acaba de casarse con Alina Lestonnat Cavenecia, soprano, con quien vuelve a Europa. Ahora es 1926. Se instalan en París, en la rue de Constantinople: ella canta tangos en la orquesta del argentino Manuel Pizarro y Alfonso la acompaña, cuando el alcohol lo permite, con el violín. Entonces llega a su vida el primo de ella, Alfredo Quíspez-Asín Mas, que tres años antes había encontrado su nombre en un libro de Ramón Gómez de la Serna, y ya se dedicaba a pintar, sobre todo, aunque gustaba bailar. Es posible que se hubieran conocido en el teatro limeño, en aquel 1925. Es más difícil que Alfonso, ese mismo año, haya leído los tres poemas que en Norte, una revista de Trujillo, él publicó antes de embarcarse para Europa. Uno de ellos, curiosamente, empieza: Aliso mi flava melena, que ya casi suena tan eufónico como el “Filiflama alabe cundre” que, en esa misma París pero un año más tarde, recita la hija mayor de Mariano Brull, que lo ha escrito, para delicia de Alfonso Reyes, que la escucha y, lleno de despejo, da “desde entonces en llamar las Jitanjáforas a las niñas de Mariano Brull. Y ahora –escribe en 1952– se me ocurre extender el término a todo este género de poema o fórmula verbal”. Oliverio Girondo, a punto a publicar En la masmédula, atiende minuciosamente al mexicano y su hallazgo.
Cuando su primo los encuentra, pasan el verano en Arcachon y luego vuelven a París. La vida en la ciudad es cara y, como precisa Vallejo, todo se hace comptant les sous, contando los centavos. Cuidadosamente entonces, el joven se dedica a la bohemia. Prefiere vivir en casa de otros y hace milagros para no encontrar un trabajo con horario y obligaciones fijos. A veces no hace milagros, sino dibujos pornográficos en las paredes, que le valen ser despedido del teatro que lo contrata, como pintor de brocha gorda, para refaccionarlo. Funge de niñero, jardinero y entrenador en un dancing. Una pleuresía lo obliga a dejar la Academia de Ballet a la que había empezado a concurrir. “Cuando vengas a París -le escribe a Carlos, su hermano- te va a sorprender encontrar, en lugar del boxeador que tú dejaste, una especie de hombre flaquito, que me tiene desolado, porque amo la gordura”. La pintura, de todos modos, va abriéndose camino: en 1926 participa en una exhibición colectiva de Arte Americano, con Jaime Colson y Santos Balmori, en el Cabinet Maldoror y, al año siguiente, presenta la serie “Scènes péruviennes” en la Association Paris-Amérique Latine. Intenta enviar algo al salón de los Independientes y espera que Ventura García Calderón lo recomiende a alguna revista norteamericana y así pueda colocar sus dibujos. Mientras tanto va a escuchar a su prima, entonces Alina de Silva, a quien las revistas presentan, habiendo nacido en La Punta (Perú), como “La cantora argentina más popular y más bella” o “La mejor estilista del tango argentino” y cuyo éxito no para de crecer, llegando a filmar cuatro cortometrajes bajo el sello Pathé y a compartir escenario en el famoso cabaret El Garrón con Carlos Gardel, con quien graba “Una noche en El Garrón” en 1927.
Y así llegamos a esa noche, en París, cuando esta historia comienza. Ahora es 1929 y no es claro si el encuentro ocurre en el Moulin Rouge, en el Ermitage moscovite o en el Shéhérazade, pues Alina va de una boîte a otra, aunque es posible que fuera en uno de estos últimos, pues su primo, enamorado de Lef Ragoza, un cadete ruso, prefería cismático deambular por donde desrevolucionaban los rusos blancos. Entonces Alina lo presenta a André Breton y Paul Éluard. Si bien su nombre no aparece en el número de Variétés que radiografía “Le Surréalisme en 1929”, en 1932 colabora lateralmente con ellos al firmar el panfleto “L’Affaire Aragon” y Breton, en Misère de la poésie, hace constar su firma –entre otras 300– en la protesta por la condena a cinco años de prisión a Louis Aragon por el poema “Front Rouge”. Nos oponemos –escribe Breton– a toda tentativa de interpretación de un texto poético con fines judiciales. Y en 1933 aparece su poema “Renommée de l’Amour” en el número 5 de El Surrealismo al Servicio de la Revolución. Había optado por el francés, cuentan, siguiendo el gesto de Augusto de Armas, aquel “refinado bizantino de Cuba”, al decir de Rubén Darío en Los raros. Y ese mismo año vuelve a Perú, donde conoce a Emilio Adolfo Westphalen, con quien organiza en 1935 la primera exposición surrealista del continente, cuyo catálogo cierra con una ristra de insultos contra Vicente Huidobro (“el imitador de Pierre Reverdy”, “un mediocre copista y un nauseabundo fantoche literario”), que ese mismo año le responde en el número 3 de su revista Vital, desde donde solía atacar a su coterráneo enemigo, Pablo Neruda (“el bacalao”), llamándolo “piojo homosexual” y “morito de calcomanía”, lo que da lugar al folleto de 1936 Vicente Huidobro o El Obispo Embotellado, un mote que –dice César Aira– resultaba perfecto, “por la fatuidad episcopal y el origen viñatero” de la fortuna de Huidobro y porque “obispo embotellado” era un verso que el chileno había acusado al peruano de plagiarle. Y en todo caso, un mote algo más elaborado que “Huidobro de mierda”, que también estampa. En 1938 viaja a México, donde vive su gran amor con Antonio, soldado también, organiza –y escribe el catálogo de– la Exposición Internacional del Surrealismo, reseña frecuente y singularmente para Dyn y otras revistas, y publica Le Château de Grisou, que no sería su primer libro, pero sí el único publicado en vida. Diez años después ya está otra vez en Perú, colaborando en Las Moradas, revista de su amigo Westphalen, y dando clases de francés en el liceo militar, donde se mantiene imperturbable ante la hostilidad, muchas veces brutal y siempre homofóbica, de sus cerriles alumnos, entre los cuales se contaba Mario Vargas Llosa. Y entonces, en 1956, muere.
Pero, a riesgo de perder el tren a los Pirineos, volvamos a esa noche, en París, cuando es presentado a André Breton y Paul Éluard. La amistad y la admiración hacia ellos será larga. Como su sombra, que es donde parece ubicarse, no sólo la posterior distancia con el primero (por su resistencia a concebir otro amor que el heterosexual), sino su primer libro de poemas, en francés, entregado al segundo, que poco después le escribe: “Quiero manifestarle con qué placer estoy leyendo y releyendo los admirables poemas del primer cuaderno que Ud. me ha confiado (…). Pocas cosas pueden unirme tanto a lo que todavía conservo de mi juventud”. Éluard, recién separado de Gala y repuesto una vez más de su tuberculosis, comenzaba a alejarse del surrealismo y, cada vez más cerca de la causa republicana, a acercarse a España. Y hacia allí viajaba, en tren, leyendo y releyendo ese cuaderno cuando, inesperada y definitivamente, se pierden sus señas, pero no su rastro.