Ensayo. La disputa por las memorias del pasado reciente se volvió un terreno central de confrontación. Desde la reactivación del clivaje kirchnerismo–antikirchnerismo hasta la ofensiva para reordenar sentidos sobre la última dictadura, el ensayo de Mercedes Barros analiza cómo La Libertad Avanza intenta cerrar fisuras abiertas en dos décadas de políticas de derechos humanos, reubicando viejos antagonismos y reescribiendo el mapa simbólico de la democracia argentina.
Si hay un punto de acuerdo entre quienes analizan el ascenso de la derecha libertaria en Argentina y su llegada al gobierno nacional, es la idea de que esta fuerza política logró capitalizar con gran eficacia el antagonismo más decisivo de las últimas décadas: el clivaje kirchnerismo-antikirchnerismo. Más que surgir en los márgenes de esa fractura, se constituyó como su forma más radicalizada. Su representación del antikirchnerismo no es circunstancial ni improvisada sino que se apoya en un suelo significante fértil, alimentado por recursos culturales, políticos y sociales que garantizan su vigencia en el espacio público. Parte de esos recursos hunde sus raíces en la histórica antinomia peronismo-antiperonismo; otros provienen de disputas más recientes, ligadas a las transformaciones abiertas tras la crisis de 2001–2002 y a nuevas formas de invención política en el umbral del siglo XXI.
Una de las escenas más controversiales sobre las que se despliega este antagonismo es la disputa por las memorias del pasado reciente. La derecha libertaria, encolumnada detrás de La Libertad Avanza, interviene de lleno en la polémica sobre la última dictadura cívico-militar y sus legados, rearticulando los significantes que atraviesan esa discusión -“memoria completa”, “no fueron 30.000”, “demonio único”- y dando forma a una ofensiva que no se limita a resignificar el pasado sino que busca cerrar las fisuras de una escena memorial que el kirchnerismo supo tensionar y reconfigurar. Como en otros frentes, esta derecha articula malestares previos y respuestas dispersas, y las inscribe en una batalla cultural de largo aliento.
Memoria fracturada
Desde el retorno democrático, las disputas en torno a las memorias de los años setenta han sido una constante que no pierde intensidad. El modo en que las distintas fuerzas políticas se posicionan frente al pasado dictatorial incide directamente en la configuración de sus identidades y formas de representación. Como ocurriera durante el alfonsinismo, la política de memoria impulsada por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner ocupó un lugar central en la construcción de su proyecto político. En el contexto de la poscrisis de 2001–2002, ese espacio político logró articular el lenguaje de los derechos humanos y la lucha contra la impunidad como bandera propia, estableciendo un relato que enlazó la última dictadura con los gobiernos democráticos de orientación neoliberal. Esa lectura le permitió al kirchnerismo presentarse como punto de inflexión hacia una nueva etapa democrática, orientada a saldar deudas históricas con las luchas populares de ayer y de hoy.
Esa centralidad, y sobre todo la manera en que se articuló, alteró profundamente los términos del debate sobre la memoria. El kirchnerismo inscribió una fractura al impugnar la pretendida neutralidad del Estado y modificar el modo en que los gobiernos democráticos venían procesando el pasado reciente y sus legados. Su política de derechos humanos se presentó, por un lado, como emblema de la lucha contra toda forma de impunidad; por otro, como voz de los sectores más castigados por la violencia estatal -y por el modelo de exclusión social que la acompañó- tanto en dictadura como en democracia: militantes de los años setenta, personas detenidas-desaparecidas, sobrevivientes y familiares, así como quienes fueron marginadxs por el neoliberalismo. A través del pedido de perdón en nombre del Estado, esta fuerza política trazó una ruptura con un orden previo juzgado ilegítimo y se postuló como condición de posibilidad de un nuevo horizonte de representación de las luchas por la justicia social. En ese gesto, el kirchnerismo osciló entre asumirse como parte directamente dañada por el terrorismo de Estado y aspirar a representar al todo comunitario. Así, edificó una narrativa estatal que, mientras hablaba en nombre del “pueblo argentino”, se enraizaba en la figura de una “generación diezmada” e instituyó una verdad histórica que, aunque reconocida como “relativa”, funcionó como principio legítimo de lectura del pasado.
Este posicionamiento generó adhesiones, pero también malestares. Se abrieron fisuras dentro del propio campo de los derechos humanos, donde comenzaron a evidenciarse desacuerdos entre organismos históricos, intelectuales, actores políticos y sectores aliados. A esto se sumaron controversias en el ámbito judicial -por la reapertura de causas contra represores y por la ampliación de responsabilidades hacia actores civiles- que profundizaron tensiones existentes. Las políticas de memoria se convirtieron así en blanco privilegiado del antikirchnerismo y la denuncia del “curro de los derechos humanos” pasó a convertirse en un eje de la campaña política electoral. De la mano de Mauricio Macri, y bajo el impulso de “deskirchnerizar” el tema se buscó desplazar el relato estatal, reemplazar interlocutores históricos -como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo- y redefinir al sujeto político de los derechos humanos. Sobre ese mismo impulso, y tras los intentos fallidos del macrismo, La Libertad Avanza desplegó su propio dispositivo: un arsenal discursivo, institucional y afectivo orientado a reescribir el pasado bajo la consigna de una “memoria completa”.

Memoria completa
Durante la campaña presidencial y una vez en el gobierno, Javier Milei retomó las denuncias de politización y corrupción en torno a los derechos humanos y redobló la apuesta, radicalizando deliberadamente las controversias sobre las memorias del terrorismo de Estado. “Empecemos por la verdad: no fueron 30.000 los desaparecidos, son 8.753”, afirmó en plena campaña. En un contexto de fuerte polarización, encontró en esa provocación un recurso retórico potente para reforzar su lugar como principal opositor al kirchnerismo.
Esa estrategia encontró en la figura de Victoria Villarruel una aliada central. Su voz puso en primer plano un discurso que disputaba la centralidad adquirida por las memorias de los desaparecidos, denunciando el supuesto silenciamiento de las víctimas de las organizaciones armadas y retomando consignas propias del repertorio castrense. Esta posición, sostenida desde hace años por familiares de represores, sectores militares y espacios conservadores, fue ganando fuerza desde los márgenes, en paralelo a la institucionalización de las políticas de memoria impulsadas por los gobiernos kirchneristas. Al acusar al Estado democrático de haber sostenido una memoria “sesgada” e “incompleta”, estos sectores reactivaron el lenguaje de los derechos humanos para reclamar reparación y reconocimiento para aquellas víctimas que, según ellos, habrían quedado fuera del relato oficial.
En este contexto, la idea de “memoria completa” adquiere centralidad y funciona como eje de una estrategia discursiva orientada a disputar los sentidos del pasado reciente. Aunque la consigna surgió en los años noventa, su fuerza actual está marcada por la fractura memorial que el kirchnerismo abrió en el espacio público, frente a la cual esta demanda se posiciona como contrarrelato.
Las producciones audiovisuales difundidas por el gobierno en el marco de las conmemoraciones del 24 de marzo son elocuentes: ya no se trata de discutir la dictadura, sino de invertir los términos del relato. Las víctimas cambian de rostro y los responsables estatales se desdibujan. Esta relectura no niega abiertamente la represión ilegal, pero la reubica en una cronología alternativa que sitúa su origen en los crímenes de las organizaciones armadas, presentados como el inicio de una guerra entre bandos enfrentados. En este gesto de inversión se juega el núcleo de su eficacia política, ya que no se niega la violencia estatal, pero se desplaza su centralidad, relativizando responsabilidades y reconfigurando el sentido de los años setenta.
Su potencia radica en presentarse como la versión que viene a “corregir” una omisión deliberada, cerrar una “grieta” inducida y restituir la “verdad completa”. Así, bajo el mito de una memoria completa, pasado y presente se enlazan en una continuidad que reactualiza la lógica de la guerra como forma de nombrar los antagonismos políticos contemporáneos. La historia reciente es reescrita como un conflicto irresuelto, en el que la lucha contra los “terroristas” de los setenta se proyecta metonímicamente sobre militantes, dirigentes y funcionarios del kirchnerismo. De este modo, el relato de la “guerra” recobra vigor en la discursividad libertaria y se reactualiza como recurso privilegiado dentro de su estrategia de “batalla cultural”. Esta ofensiva, si bien se inscribe en una disputa más amplia, que trasciende las fronteras nacionales y se nutre de otras derechas globales, produce una narrativa propia que funciona como genealogía local de sus antagonismos presentes. El pasado es convocado para legitimar nuevas formas de enfrentamiento político y, en esa operación, las memorias del terrorismo de Estado se convierten en objetos de inversión ideológica en las cuales las categorías de víctima y victimario se redefinen desde el presente y la lógica del enemigo a eliminar reaparece como horizonte de intervención legítimo en el espacio público.
De ahí que la demanda por una “memoria completa” no busque pluralizar el campo memorial, sino clausurarlo. Propone una memoria sin fisuras ni ambigüedades, erigida contra otra con la que no quiere convivir: la memoria sostenida en nombre de las víctimas más castigadas por el terrorismo de Estado y por el modelo de exclusión que lo sustentó. Esta otra memoria, aun reivindicada como legítima, reconoce su carácter parcial y, por lo tanto, se ofrece como abierta, inestable e impredecible. Precisamente al afirmarse en la visibilización de su contingencia, encarna una forma de disputa democrática siempre inconclusa. Por el contrario, esta versión totalizante opera como un dispositivo de clausura que, lejos de abrir el campo memorial, busca fijar un único relato legítimo. Al hacerlo, reinstala fronteras rígidas entre víctimas y victimarios, reactualiza la lógica del enemigo y restringe el horizonte democrático, amenazando las condiciones mismas que permiten que el pasado siga siendo objeto de disputa y resignificación.

Mercedes Barros es licenciada en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires y magíster en Artes y doctora en Ideología y Análisis del Discurso por la Universidad de Essex, Reino Unido. Es Investigadora Independiente del CONICET y docente en grado y posgrado en las Universidad Nacionales de Córdoba y de Río Negro y en la Universidad de Buenos Aires. Investiga cómo el lenguaje de derechos se articula en el discurso político. Es autora de Discourse and Human Rights Movement in Argentina (2012), coeditora de Métodos (2017) y de «Justicia quiero pedir…» Política a la carta (Eduvim, en prensa).


