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BALADA PARA UNA PRISIONERA DE MARTÍN RODRÍGUEZ

Reseña
Poesía política e historia personal. En el canto a la madre militante, Martín Rodríguez (Buenos Aires, 1978) pronuncia materiales del pasado histórico nacional en lengua mediática contemporánea. La estrategia eficaz de Balada para una prisionera y dos sistemas que se estafan entre sí.
Por Juan Rocchi

Martín Rodríguez reúne en su obra dos tendencias, en general contrapuestas, de la poesía reciente: desde Maternidad Sardá por lo menos, sus textos conjugan poesía política con historia personal. Lo que parece en general una oposición funciona acá como columna vertebral de la escritura. Hay casos más o menos obvios, pero siempre hay un tono personal, sensible podríamos decir, que circula por un entorno político. Esa fórmula se aplica especialmente a su último libro: Balada para una prisionera. Ahí, Rodríguez escribe sobre la muerte de su madre, se entiende que militante revolucionaria en los setenta. 

La serie de poemas construye una línea, una génesis familiar que explica el presente político del poeta. Como dice en “La abuela era el lobo”: En tu pelo empezó esto, // en tus partos // vino mi madre y la soga // que tendió // la ropa a secar. // Con ese hilo cosimos // una familia y una patria. El poeta que habla no sólo recuerda a su madre; construye con esos recuerdos el fraseo de su presente. El poema “La sangre en el ojo” tiene un único verso: Se transmite de generación en generación.

El universo familiar se construye sobre tópicos casi costumbristas, formas de relacionarse entre lazos de sangre: la preocupación por el bienestar de los hijos (Pero yo no comía a veces. // O comía y vomitaba. // Y te  desesperaba.), el cariño (“Mi tierra fue tu cuerpo”), la dureza en la crianza (“Los hermanos miraban la paliza que venía”), entre otros. Esa serie de relaciones, a su vez, se desarrolla en el entorno de lucha armada y persecución política de los setenta: la juventud de la madre que es, a su vez, la concepción, nacimiento y niñez del poeta. 

Pero acá se descubre algo que genera dudas al lector: cómo aparece el imaginario que refleja la última dictadura argentina. Si la principal relación con la política es la familia, eso que pasa en la cocina, ¿por qué el pasado es un compendio de lugares comunes?

¿Soy hijo del soldado desconocido?,
	preguntó uno que no tenía
fotos de bebé.

(...)

Fotos veladas, documentos falsos
flotaban en la lluvia
goteras en la sala de máquinas
cortocircuito
de una familia.

(...)

“Ya voy”, dijiste.
Pediste tiempo en el depósito de Bunge & Born,

(...)

En esta primera escena
mi madre tiene una cita cantada
a la que no va. En una plaza del centro
tiene otra cita cantada
a la que tampoco va.

(...)

ELECTRICIDAD + DIOS

Parir es comer. 
Me sacó de un pozo una carcajada.
Del sol distinguimos el olor:
cuando está casi a punto 
de quemarse la carne,
nacemos. 

 Algunos más mediáticos como Bunge & Born, otros más épicos como la bomba y la trinchera, otros más de sobremesa como Campo de Mayo, algunos cinematográficos como la cita cantada, otros de mal gusto como la picana y la fosa común: todos son mencionados con el criterio de los medios. No necesitan ser trabajados más allá de la mención ocasional, porque el consenso es que todos nos entendemos. ¿Quién no escuchó hablar de todo esto en los diarios, en la radio, en las películas, nombrados de la exacta misma manera? 

De un libro de poemas, y más de un autor consagrado, lo mínimo que se espera es que trabaje honestamente el material. Y si hay algo de lo que carece la terminología periodística es de honestidad. Se sospecha una operación consciente porque, como decía más arriba, lo que vincula a Rodríguez con la política y la historia es, en la lógica del texto, su familia. E inclusive una relación sensible e íntima con la misma, lo que produciría un vocabulario y una serie de imágenes propias. ¿Por qué, nos preguntamos entonces, esta traducción verdaderamente regresiva, del lenguaje propio del clan al lenguaje periodístico? 

Estas referencias a elementos reconocibles no parecen tener otra función dentro del texto que volverlo digerible para la esfera pública, hacer de su contenido algo comunicable: acá hay dolor, acá hay tortura, estamos hablando de lo mismo que cuando decimos 30.000 compañeros desaparecidos presentes. Yo pertenezco a ese mundo.  

Se adivina algo demasiado actual y extendido: el sistema de las credenciales. Como decía antes, lo que une a Rodríguez con la política es en este caso su familia, pero en términos generales un pasado mítico. Martín Rodríguez es el que militó, siempre conjugado en pretérito perfecto. No hay continuidad, posibilidad de regreso, reconsideración de ese pasado; haber militado (él, pero antes su familia) es la credencial que se puede esgrimir para decir que se conoce la política desde adentro. Y a partir de ahí hablar indiscriminadamente; pasar a hacer análisis político sin posicionarse. Una movida similar hizo Beatriz Sarlo, que fundó su intelectualismo gorila en haber sido maoísta. Así pudo pasar de hacer teoría literaria a hacer análisis político sin perder amistades. La fórmula no falla: pasado militante + prestigio en el campo cultural = credibilidad mediática. 

De esta forma, el prestigio no se crea sólo siendo un poeta reconocido (que lo es, pocas personas van a decir algo en contra de su escritura), sino también haciendo legibles los textos, mostrando un universo abierto para los lectores: yo vengo desde adentro, mi madre militó, yo milité; mis críticas son válidas. Si uno quiere entender adónde quiere pertenecer Rodríguez, sólo hace falta ver las dedicatorias: de los ocho poemas dedicados, cinco son a periodistas reconocidos como Pablo Semán, Alejandro Galliano y  Mariano Schuster, dos a familiares, y uno a un crítico-poeta como Martín Prieto. ¿No es sospechoso? ¿No tiene amigos que no hayan publicado libros?

Lo que parecía una solución posible a la dicotomía literatura del yo/literatura política resultó ser la estafa de una con la otra. Usar el relato familiar y la biografía para que parezca un texto político; usar el imaginario político para exaltar la persona pública del autor. Y acá pareciera que si ambas escuelas son estafadas, una lo es más que la otra. La literatura del yo es especialmente sospechosa por aquello que comparte con la lógica de las redes y la exposición. Casualmente, en el mundo en que todos quieren ser vistos y tener seguidores, se defiende como estética hablar cada uno de sí mismo. 

Rodríguez no se distancia de este movimiento. Hasta el ensalzamiento de la madre revolucionaria y la continuidad del linaje desembocan en un mayestático legitimador: “es mi vieja, María Alicia Godoy, honor y respeto para quienes creemos que la muerte no tiene la última palabra”. Hablar de otro para hablar de sí. En este punto, Rodríguez es más inteligente que otros poetas: diversifica recursos para hacerse valer en más ámbitos. Subordina la credencial política al éxito publicitario. El fin es el mismo.

El juicio puede parecer injusto o exagerado para con un simple libro de poemas. Uno puede decir que el texto se escribió desde el dolor; cualquiera puede escribir un mal libro. Pero quizás justamente ese sea el problema. No estamos ante un mal libro, sino ante un libro subordinado a otros fines. Y también de eso se trata tomarse la literatura en serio, de no manosearla. Cuando se percibe que uno de los pocos poetas de los ‘90 que todavía escribe y llega a un público mayoritario es deshonesto y gana posición social licuando sus textos, no se puede dejar pasar. Cuando dice: “Por hache o por be en la familia // hubo problemas con la ley // el siglo pasado”, no es difícil adivinar por qué el verso que falta debería decir “este seguro que no”.

Balada para una prisionera 

Martín Rodríguez

Caleta Olivia

2023

128 páginas

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