Crónica.Tercera entrega de la serie de crónicas de Sergio Taglia. En La Dormida viven personas demasiado amables con quienes es preferible evitar la conversación. Un pueblo armado sobre el cerro que se formó con los escombros extraidos de un pozo; la influencia nociva de ese pozo sobre sus pobladores, que terminan postrados como el espíritu mismo del pueblo. Entre ellos una persona que se ríe y es la excepción. Por Sergio Taglia
El que anda por ahí evita charlar con alguien porque le van a responder con amabilidad. Es lo primero que le golpea a uno en la cara, una sensación inverificable, pero que se da. Seguramente el diálogo, a fuerza de gestos complacientes, se va a hacer interminable, lo que es un riesgo para la salud mental en cualquier lugar del mundo, pero que aquí se duplica; la falta aparente de desconfianza está llena de suspicacia y de zonas detenidas, y uno tiene que verle las encías a los seres que sin pausa pasan por el campo visual. El lugar es atractivo, lleno de naturaleza frondosa y una especie de transparencia propia de los sitios que esconden algo y que hacen lo posible para que esto sea notado, no importa en qué momento, por alguien –capaz en una cena– aunque este alguien en definitiva no lo note nunca, como la aclaración de un crimen largo y planeado. Aunque no creo en los ejemplos, voy a dar uno: cualquier pregunta inocente por la hora va a devenir en un relato de seducción familiar.
Entonces cómo comunicarse; porque, de última, al llegar a un pueblo cualquier persona quiere crear relaciones, pero en las condiciones en que intuye se van a dar aquí, prefiere no hacerlo. Se queda entonces uno en una película personal, con referencias fácilmente reconocibles, porque son las suyas, y con chistes y silencios igualmente reconocibles. El otro, el de afuera, mira, pero no puede comprender. Fascinación entonces por parte de ambos, uno por imposibilidad y el otro por festejo de su logro. Pero como se sabe, en este caso ningún logro, solo dedicarse a contemplar el paisaje.
El que anda por ahí entonces evita charlar con alguien pero le llegó o escuchó hablar de un cerro a pocos kilómetros de La Dormida, un cerro que en realidad se formó al provocarse un pozo y con los escombros que surgieron de este. Es decir, que visto desde el pozo el cerro es un cerro hecho de escombros, pero visto desde fuera del pozo, es una mera y hasta casual acumulación de esos escombros. Se ignora cuál es el origen de ese pozo pero se lo evita por diversas creencias, energía negativa o demasiada energía que reverbera en el lugar y que puede perjudicar la piel, los cuerpos y el carácter de la gente. Al parecer hubo personas, niños sobre todo, que por pasar mucho tiempo cerca del cerro o del pozo, terminaron con problemas de debilitamiento mental, falta de memoria, angustia y ansiedad. Muchos sufrieron de desvanecimientos repentinos y de enfermedades virales. Entonces la gente se alejó de ahí y trató de evitar recordarlo, aunque lo hace a manera de advertencia. Lo extraño es que surgió de un día para otro según dicen, hace unos 70 años, cuando La Dormida no llegaba a 1500 habitantes, en la madrugada de un día otoñal, entre un 13 y un 14 de abril, creen recordar. Hoy el pueblo tiene 6000 personas. Al que quiere ir hasta el lugar los locales se lo impiden diciéndole que es peligroso. Cuando intenta que le expliquen el porqué de ese peligro, nadie quiere hablar del tema. Se lamentan igual de que ni siquiera sirva como atractivo, como lugar interesante para el turismo. No saben qué hacer con él. Han intentado taparlo, es decir, bajar el cerro, pero la energía del lugar se los ha impedido, según dicen. Creen también que necesitan a su pesar del cerro y del pozo, que este ya tomó parte de sus costumbres y que con eso los influencia en cada movimiento cada día, y que si lo destruyeran mutilarían una parte de sí. El respeto que le tienen es igual a su desprecio. Dicen que el cerro los aminora y lo han escondido entonces, de las gentes de afuera y de sus cerebros. Pero el cerro está y todos los almuerzos o cenas se les presenta como evocación. Sus mentes han sido colonizadas por él.
Hubo una persona que desafió las creencias y pasó dos días y dos noches al costado del accidente. Instaló ahí una carpa llevándose provisiones y sin mucho qué hacer vio los amaneceres y los atardeceres. Años después está postrada en una silla que da a una galería de cara a la vereda, en la que es colocada temprano en la mañana y sacada por la noche, en la que lo único que hace es ser hamacada por un sistema de poleas construido por el carpintero del pueblo, mirando –si es que se puede decir así, porque sus ojos no detectan nada delante suyo– lo que vio en esos dos días: el sol levantarse y el sol caer, no pudiendo ahora contener la saliva dentro de su boca. Muchos dicen que esa persona estaba destinada a terminar así porque le habían diagnosticado parálisis cerebral incipiente antes de visitar el lugar. Lo que nadie esperaba es que después de haber hecho la experiencia y todavía con facultades de comprensión, no quisiera relatar nada de lo que sintió al estar ahí.
Esta supuesta capacidad de transformación del accidente no ha sido estudiada por ningún físico ni ingeniero ni geógrafo. En parte para que el lugar pueda seguir alimentando ese mito que no lo deja crecer, porque secretamente y a su manera todos necesitan impedir que el pueblo crezca aunque se digan a sí mismos lo contrario, y en parte por desinterés sobre algo que ocurre en un sitio alejado y poco poblado.
La autocomplacencia de no querer avanzar pensando que de esa manera lo están haciendo es parte del área de influencia cerebral provocada por el cerro. La gente de La Dormida piensa que evoluciona en base a permanecer estática, quedada. Toman muy en cuenta el significado de la palabra evolución pero le modifican el atributo final. Avanzan y retroceden al mismo tiempo y con la misma intensidad y proporción.
El espíritu del pueblo se mueve como el de una persona individual. El pueblo se miente a sí mismo afirmando que se dedicó en su vida a algo que en realidad no hizo. Le ha mentido a los demás y los demás le han creído. Miente ocultándose una verdad que supone le va a hacer daño. Se comporta como una persona enferma postrada en una cama a la que no hay que decirle la gravedad de su estado, pero que le diferencia de ella el hecho de que puede sentir vergüenza por encontrarse así, por decirse la verdad o llegar a conocerla. Vergüenza u orgullo. Por eso oculta y obstaculiza los posibles canales de reflexión. No quiere verse en un espejo hecho de pensares, y sin embargo es lo que hace todo el tiempo. Todo el tiempo piensa en qué hacer y en qué no hacer, pero falla en el objetivo de sobre qué hacerlo, sin contar que como en todos lados y como toda la gente la mayor parte de lo que realiza es automático, un masticar, un rumiar, un pastar viendo imágenes y comportamientos. La enferma penante está exhibida en la rotonda del pueblo, en una caja de vidrio y esta también se puede encontrar en muchas plazas o inicios de boulevares de Las Heras, Godoy Cruz, Guaymallén, etc.
***
La Dormida tiene una avenida principal demasiado ancha para su tamaño, y que hace recordar a las avenidas de esas ciudades fantasmas de China y su monumentalismo, o de Corea del Norte y de EEUU, más preparadas para el aterrizaje de un avión irreal que para el tránsito de vehículos. Al final de la avenida ancha está el banco, y después una casona antigua, abandonada y sacada de contexto. Esta casona ha sido tomada y va a seguir en pie muchos años, hasta que la derrumben los mortificadores del recuerdo. Al frente de la casa hay un terreno vacío y arenoso y es a partir de ahí que la calle se angosta. Esta vieja casona podría tener una correspondencia o simetría con el chalet aquel de Santa Rosa, sobretodo porque detrás suyo hay también un bosque, aunque más pequeño, de eucaliptos. Pero este bosque no pertenece al terreno de la casa –y a él no llegan personas a visitarlo. Quizás lo haya hecho anteriormente, pero ya no. La avenida se angosta y llega más allá al hotel y al restaurante-cantina del pueblo. Después se angosta todavía más hasta llegar al recodo que cruza las vías y que da a la ruta que va hacia Los Parrales, La Menta y hacia Las Chacritas.
Esta falta de crecimiento del pueblo forma parte de una madurez inmadura, o de una inmadurez madura. La gente del lugar hace lo de cada día sin preguntarse por qué lo hace. Esperan el micro, entran a pagar una factura, van a la casa del vecino, y lo que están haciendo es solo eso. Como siempre, esto pasa en cualquier lado pero acá está acentuado por esa vocación de diálogo y de silencio que se tiene. Esa seriedad para encarar los temas serios y esa soltura para despreocuparse de los que no lo son. Hay una angustia en la gente de La Dormida, y una alegría por estar lejos de todo. Esto permite que se tomen decisiones arbitrarias sin sentir culpa, a pesar, como en todas partes por acá, del catolicismo beato y del evangelismo que les envenena. Han construido por ejemplo entre la urbanización de las casas y el campo un barrio de monoblocks de dos pisos como si estuvieran en el centro de una ciudad, o en un barrio crecido de una ciudad grande, y no rodeados como están de universo. Y aunque esto no tenga que ver con su fe religiosa y la construcción se deba a una empresa privada y pública, el espíritu del pueblo permite que se desarrollen estas ideas, y sin estar los habitantes del todo presentes en este emprendimiento, lo están con sus almas, su orgullo y su mirada cada vez que voltean hacia allí. Estos monoblocks se encuentran a unos 300 metros de la avenida ancha y a unos 40 de la calle que sale a la ruta 7. En parte estos monoblocks se han ruralizado, aunque desde unas cuadras puede verse el paisaje que forman, un paisaje similar al de una zona balnearia, llena de jubilados adinerados con aroma a cremas protectoras de la piel, a bronceadores, solo que aquí como dije no hay ningún tipo de turismo y si alguien llega a La Dormida es más que nada gente de paso o solitarias, bebedores que se refugian en la cantina antigua y el hotel. Imagino la vida de los habitantes de este barrio de monoblocks, viendo cómo las casas de alrededor tienen más espacio, tienen patios más grandes y generosos. Deben mirar los limoneros de los otros, sus plantas aromáticas, sus naranjos, sus paraísos, con aire de desambientación. O somos todos o no lo es ninguno. Deben sentirse destituidos de alguna fórmula esencial de sus cuerpos y sus mentes, deben sentirse movidos, descolocados de alguna fuerza que mantiene firmes sus columnas, porque ellos podrían tener esos árboles, pero se encuentran encapsulados para percibirse modernos. La presencia de esos monoblocks en ese sector abierto de campo es más desalentadora que ver un páramo sin arbustos, ralo, con solamente arena alrededor. Porque además la raíz o el entorno del pueblo nunca fue pensado para tener unos monoblocks funcionales a su espíritu arquitectural, a su espíritu lejano o cercano, y que con el tiempo tendrá, agradecidamente, sus mitos. Es más desoladora que una playa de estacionamiento vacía, o llena porque a veces la desolación la provocan los presentes; o que la persistencia limpia y ordenada de un centro comercial.
El contraste entre el paisaje, las plantaciones de damasco, el sol radiante y el cielo que delata extensiones amplias, con esas torres pequeñas de cemento a las que corta el páramo alrededor provoca de manera incomprensible sudor en la palma de las manos. Es inexorable que todo sucederá de la misma manera en todas partes, pero que aquí por la falta de proporciones resalta, así como la avenida, más ancha de lo normal. Cualquiera que camine o ande un poco por ahí notará esto.
***
Los dormitenses tienen la virtud de sentirse irresponsables de todo plan. El pozo está ahí, y su protuberancia, observadores desganados e influyentes en la moralidad de los otros. Por un lado, la presencia en la mente de cada uno de este misterio quitándole peso a otros símbolos que sin embargo siguen estando, como la bandera de la nación, el escudo de la provincia, etc., que le dan trabajo y de qué hablar a los firmes, a los que no entienden las debilidades o falencias de un ser humano, salvo que las tengan ellos mismos o un ente y familiar cercano. Por otro lado, debe servir para esto la invención de los terceros.
Hay una persona que en el restaurante-cantina se ríe de esto. Vive ahí y no quiere ser vista. Llega a la cantina a las ocho de la tarde y se queda hasta las once. Viaja seguido a Mendoza para esconder su costumbre de tomar o de estar sola. En el viaje ve que el suelo del que surge el monte de cañaverales y álamos entre La Dormida y Las Catitas, se eleva a veces tres metros con respecto al costado norte de la ruta, y que la velocidad y ondulación del micro por los baches aumentan cuando viaja de ese lado de la ventanilla. Entonces se forma un muro de tierra fértil y la pared de un túnel que no tiene techo ni otro muro lateral. El espíritu del pueblo no ha podido todavía con ella, aunque sus familiares la conocen. Es admiradora de las mesas y de las barras de roble del local, pero su admiración se queda en eso, no sabiendo ser parte del lugar.
Esa persona es una excepción, y como toda excepción va a ser sacrificada por la orgía local, una orgía triste, opuesta a su carácter y debido a la influencia de su religiosidad que no les deja ver detalles de florecimiento y belleza. Uno es tierno cuando debe ser tierno, uno sube la voz cuando debe hacerlo, uno es valiente cuando debe serlo, pero no cuando no se espera que lo sea, como uno nunca es dejado, esa palabra no se conoce, y es eso lo que es la persona en el bar restaurante, dejada de lado por las otras. La orgía local se desarrolla pero una vez terminada todos se encargan de tapar el carácter orgiástico de sus frentes para dirigirse a sus muebles mentales: la familia, y con ella, la realización de la fiesta cercana, no tenemos que estar solos dicen, nada tiene que terminar así.