ReseñaAriana Harwicz promete un relato fuera de norma. Pero, lejos de radicalizar forma o contenido, la novela se pliega a una retórica del escándalo sin riesgo literario. Entre monólogos de tono “standapero” y una protagonista que busca parecerse a una anti-heroína clásica, la autora ensaya argumentos polémicos sobre género, maternidad y violencia, pero sin lograr el espesor trágico que reclama su título.Por Rocío Kiryk
Perder el juicio de Ariana Harwicz narra la historia de una madre que pierde la tenencia de los hijos y los secuestra para recuperarlos. El título y todo el armazón paratextual nos anticipan que vamos a asistir a un relato sobre el desvío de la norma; pero, en consonancia con el clima de época, lo disruptivo se ensalza en sí, sin mediar ninguna innovación literaria.
Lo que sí hay que reconocerle a Harwicz, aunque los resultados sean discutibles, es que, frente a la proliferación de subjetividades mínimas en la literatura actual, en Perder el juicio aparece otra cosa: un intento de recuperar la ficción, mediante la construcción de una anti-heroína desbordada. La búsqueda de esta figura, parecida a la de su primera novela Matate, amor, tiene la impronta, no ya de la tan instalada “persona común”, sino del protagonista de la ficción clásica. Cercana al detective brillante o al incomprendido Wakefield, Harwicz escribe una mujer outsider.
Hay una sutileza en la organización temporal de la narración, con la alternancia del tiempo, la indiferenciación entre la voz de la narradora y la de los personajes, y la administración de la información para mantener el suspenso. Se anticipa que la protagonista es indómita, políticamente incorrecta, pero nos quedamos esperando que ese salvajismo sea algo más, después de todo lo ya visto y oído: “golpes punzantes, patadas, arañazos, trompadas, rasguños, lesiones con material inflamable”. Suena a poco en la tradición literaria argentina, que ya en su inicio tiene a la Mazorca de Echeverría con el famoso “a nalga pelada denle verga”, o a Hernández con las tripitas del nene degollado usado para atar las manos de su madre. ¿“Golpes punzantes” es lo máximo que puede dar Harwicz? ¿Qué quieren anticipar la foto de portada, de un beso exuberante, y la promesa del título que la novela no llega cumplir? El texto “no pierde el juicio” ni en el contenido ni en la forma. La frase final dice que los hijos son la tragedia de la pareja. Lo dice; no lo vemos. Parece plegarse a un impulso social más amplio que busca instalar y anunciar la violencia como novedad; pero sabemos que perro que ladra no muerde.
En la frase “no se decide nada a lo largo de una vida”, nos damos cuenta de que la individualidad está en el centro de la discusión y el afuera es construido como una tiranía. Más que la exploración de una subjetividad silvestre el foco del discurso de la narradora está puesto en la regulación social de la conducta, pero siempre en ese tono standapero, para el que hasta usa el vocativo “señores”: “no seas muy masculina porque piensan que sos mala madre, no vayas muy femenina…”. Los extensos monólogos de esa voz que subordina la acción nos hacen pensar que estamos presenciando más una disertación que una novela.
La voz solapa dos hipótesis. Una, que no existe la violencia de género y, la otra, que el aborto es un asesinato. En esa estructura, la anécdota es ejemplo de la argumentación en la que parece estar preguntando “¿qué pasa si una mujer abusa de un hombre?” y “¿por qué la matanza de una infancia es un asesinato y la de un feto no?”. A lo que podríamos responder con otra pregunta: ¿quiere que empaticemos con la protagonista para empatizar con los abusadores por extensión? El problema es que Perder el juicio posiciona a hombres, infancias y mujeres en el mismo nivel, como si fuesen intercambiables, y el resultado es grotesco.
En “La larga risa de todos estos años” de Fogwill, el planteo es similar pero se maneja con mayor inteligencia. Para el lector que tenga noción de que en este mundo no todos ocupamos el mismo espacio de poder, la lógica de los “géneros”, su teatralidad social como mascarada, cobra un sentido dramático; ese cuya ausencia en la novela Harwicz intenta compensar mediante analogías vagas en una argumentación de stand-up.
Perder el juicio
Ariana Harwicz
Anagrama
2024
136 págs.