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CUATRO POEMAS DE OSVALDO AGUIRRE

Literatura
Escenas familiares en las que lo sustantivo no se dice; gran extensión de versos cortos, regulares al ojo (no al oído), sin cortes abruptos ni encabalgamientos, para plantear el signo amable de otra cosa, acaso grave, impronunciable. La poesía de Osvaldo Aguirre (Colón, 1964), cuando gira en torno a objetos, los considera en tanto “documentos / de algo que se volvió lejano, / ajeno”. Compartimos dos poemas de su último libro y dos inéditos.

De Vendaval (Es pulpa, 2023)

La casa de la iguana

Encontramos los muebles
fuera de lugar,
una costra dura de mugre
en el patio chico y el corredor,
y las cortinas en hilachas.
Una casa en ruinas,
pero no un desastre, todavía.
También había una mesa
en la cocina, sillas, camas,
provisiones en la despensa,
un techo seguro, un almanaque
del año en curso y en la boca
donde desagota el agua de lluvia,
una iguana.

Pareció salir justo
cuando llegamos, a recibirnos,
o por curiosidad,
pero retrocedió asustada
y su gran cola verde
onduló en el piso de baldosas.
Los libros estaban ordenados
en la biblioteca, con las fotos
de los parientes muertos,
y el escritorio, una pieza de museo
con una máquina de escribir
en perfecto estado, los cajones
revueltos, billetes antiguos,
papeles por el piso, documentos
de algo que se volvió lejano,
ajeno.
El tocadiscos fue lo primero
en quedar sin arreglo,
y la humedad y la falta de uso
averiaron sin remedio
al resto de los artefactos.
No cayó una bomba, 
solo unos murieron, otros
se pelearon, las visitas
se hicieron espaciadas.
El deterioro es un reflejo
de relaciones humanas.
Pero tampoco un desastre,
todavía, si el sauce
sigue tan esbelto afuera
y hay capullos de rosas,
flores en la coronita de novia
y una iguana
que cuida la casa.



El buzo rojo
para G.

Volví a cargar combustible
en la estación de servicio
donde paramos la última vez.
Mientras el playero ajustaba
la manguera del surtidor
en el tanque y la nafta
comenzaba a correr,
saqué una mandarina
de la bolsa que me diste
cuando nos despedimos
en la puerta de tu casa.
Y entonces vi, en el asiento
trasero, el buzo rojo.

Una adolescente
que no se te parecía en nada
y su hermano aún menor
bajaron de otro auto
y preguntaron dónde podían
comprar caramelos.
El playero les indicó la cantina,
justo frente a sus ojos.
Cómo habrás buscado
el buzo rojo entre el resto
de la ropa, y te habrás preguntado
si lo perdiste o se lo llevó
el duende que aparece
cuando menos lo pensamos.
Bueno, tenías calor,
querías andar con la remera
de mangas largas y después,
en la planta del patio,
como quien va al supermercado,
elegiste aquellas mandarinas,
las más dulces y ricas
que probé en este invierno
tan largo. La adolescente
y su hermano pasaron de vuelta.
No habían comprado nada,
parecían perdidos o de pronto
abandonados en el parador.
Doblé el buzo y lo puse
en mi bolso, yo tampoco
soy un guardián del orden
y la distracción es el estilo
de atención que cultivo.
Ya no podía volver,
porque como te digo
estaba en el lugar del viaje
anterior, bastante lejos
de lo que fue nuestra casa. 
Tiré las cáscaras de mandarina
en un cesto de residuos,
le pagué al playero
y me alejé todavía más
por la ruta.



De Crónicas (inédito)

Romper el hielo

Romper el hielo
era su especialidad.
Contaba intimidades
de la vida familiar,
bromas, grandes pavadas,
era capaz de perder el tiempo
de mil maneras y de pronto
estábamos en medio del tema,
el problema por el que yo
buscaba su consejo,
no sé si más tranquilos
pero al menos relajados.
Podía ganarse la vida
como animador de fiestas,
pero se había recibido
de abogado cum laude.
Cada vez que me encuentro
con personas que hablan mucho
lo recuerdo, esas personas
que no se escuchan y tardan
en darse cuenta de lo que dicen.
Si es que se dan cuenta.
No soportaba a su mujer,
se explayaba al respecto,
pero la idea de levantarse
por la mañana y no ver
a los hijos contenía
las ganas de mandarse
a mudar porque hay cosas,
decía, que pasan una vez
en tu vida y no se repiten.
Esa era su gran lección.
Fue algo que se le escapó,
un pensamiento en voz alta
que no me iba a servir,
más bien lo contrario,
todo lo contrario, tanto
que no lo puedo olvidar.
Sé lo que hago, entonces,
cuando me alejo de los que hablan
y te dejan solo con lo que dijeron,
un peso imposible de levantar.



Frente de tormenta

Los recuerdos
no te dejan en paz,
te mantienen despierta
durante la noche,
alerta, a la espera
de algo que no pasará.
Se desencadenan
como el temporal
que pronosticó
el servicio meteorológico
y efectivamente 
al salir de la ciudad,
temprano
para aprovechar
el horario de visitas,
compuso un frente de viento,
agua y descargas eléctricas.
Pensé en parar
en la Shell de Escobar,
en el peaje, pero la ruta,
o más bien el paisaje,
las fábricas, el depósito de Easy,
los barrios cerrados, las casas
cada vez más espaciadas
hasta salir por fin al campo,
a la provincia, como si eso,
digo, ejerciera un hechizo,
me llevó entre formas difusas,
figuras con luces intermitentes,
intervalos de silencio
en medio de chaparrones
y truenos que parecían voces
de un dios que puteara al mundo,
a la creación, no sé.
Y en el pueblo, sin embargo,
el cielo ya despejaba,
los paraísos de la entrada
eran un escudo, una frontera
entre lo extraño y lo familiar.
Pero el mal tiempo se posaba
en tu cuarto, era el aire
que respirábamos,
como en esos dibujitos
donde una nube negra
con un rayo persigue
a una persona. Bueno,
hay cosas imposibles
para la voluntad: olvidar,
recordar, hacer que llueva
o detener una tempestad.
En el techo se filtró
una gotera y la mucama
pasó un trapo y dejó
un balde para evitar
un estropicio mayor.
Quizá faltó algo así
para contener la fuerza
que arrasó con el mundo
donde crecimos.
Pero lo que muere
no se desvanece
sin dejar una señal:
entre las nubes negras
asoma un resplandor
del atardecer, todavía
más brillante en la oscuridad
que cae y se cierra,
compacta como una pared,
y en el barrial
un par de huellas ondulan,
inseguras pero frescas
y aquí estamos,
con tiempo por delante
en el horario de visitas.



Osvaldo Aguirre nació en Colón, Buenos Aires, en 1964. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Integró el consejo de dirección de Diario de Poesía y, entre 2008 y 2012, el equipo curatorial del Festival Internacional de Poesía de Rosario. Colabora con textos en La Agenda, Acción y otros medios. Ha publicado poesía, crónica, novela y ensayo. Reunió sus tres primeros libros de poemas en El campo (Ivan Rosado, 2014). Su último libro es Vendaval (Es pulpa, 2023).

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