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DIARIO DE LIMPIEZA DE MATÍAS MOSCARDI

RESEÑA
por Nicolás Ricci

Bosque Energético, la flamante editorial especializada en el género diario, acaba de publicar su cuarto título: Diario de la limpieza, de Matías Moscardi (Mar del Plata, 1983). Un ratón intruso, el mantenimiento del hogar y el trabajo con los desperdicios de la cultura son algunos de los materiales que componen un texto que se desenvuelve entre la autoironía y la caricatura.

Al menos desde Gombrowicz, es sabido que los diarios personales se escriben para ofrecer al mundo una figura de autor. Lejos de una escritura sin restricciones, liberada, el texto se somete a sus propios rigores para poner en funcionamiento una entelequia –idealizada, racionalizada, controlada. El diario crea un ambiente dentro del cual puede moverse mejor ese holograma que luego irradiará, si todo sale bien, sobre el resto de la obra. Por eso el diario suele tener algo de paraliteratura, en la medida en que cumple una función accesoria a la obra principal, que está en otra parte (de Piglia se ha dicho lo contrario, que la obra sirvió para justificar la publicación, al final de su vida, de sus cuadernos personales). El reciente libro de Matías Moscardi, Diario de limpieza (publicado por Bosque Energético, una joven editorial dedicada exclusivamente a este género literario) parece ir por otro camino.


Ya desde el título, estamos ante un tema mundano –la limpieza del hogar, del cuerpo, el desecho de los residuos–, que elegimos descartar como topos literario. En un principio, aceptamos fácilmente la propuesta del autor: “Es notable el desinterés histórico por el excremento, que queda relegado al campo de lo escatológico, intocado por la filosofía y la literatura (salvo raras excepciones)”. Moscardi desarrolla, contra esa represión, una pormenorizada escatología lúdica, que él asocia con el “realismo sucio”, una “veta corporal, hiperrealista y escatológica”, que lo lleva a contar confidencias e infidencias en relación a la defecación y su propia desidia (no total, concedamos: según la época) en los hábitos de higiene personal. Luego, sin embargo, se abre un arco argumental que abarca dos tercios del libro, el mecanismo pierde su carácter documental, y el diario comienza a coquetear con la ficción. Al comenzar la tercera semana, del total de diez que componen el libro, aparecen en la casa indicios de un ratón, antagonista que ya no abandonará la centralidad del texto. A partir de ahí, el relato cobra otro carácter, acercándose a la composición novelística. El libro se estructura en torno a la invasión de uno o más roedores, el asco por su semipresencia fantasmal, las estrategias para darles caza. Es demasiada casualidad, desde luego, que el problema surja a poco de comenzar el diario, pero Moscardi elige dejar en duda la existencia real de la amenaza. Aunque hay varias imágenes reproducidas en el libro, prefiere no incluir una del cadáver del ratón, cuando hacia el final logran cazarlo. “Todo podría ser tranquilamente una ficción”, admite entonces, luego de trabajar el tema por metonimia: las fotos muestran una trampera vacía, frascos con marcas de dientes, borrosos grumos en el piso que podrían o no ser excremento de ratón. Optar por la incertidumbre (“en un diario no debería haber nada irrefutable”) es un procedimiento que acompaña cierto giro cortazariano del relato desde que ingresan los invasores. Moscardi, su pareja y el hijo de ambos viven ese conflicto como los hermanos del célebre cuento “Casa tomada”: “Desde hace unos días nuestra vida se limita a esta parte de la casa”, escribe, y esa línea podría figurar (fue preciso chequear que no) en el cuento de Cortázar.


El libro está lleno de referencias gratuitas a la cultura de masas, cosa que puede verse con claridad en las comparaciones: “como las pastillas de Matrix”, “como esa mano de Los Locos Adams”, “como dice esa canción del Pity”. Al mencionar al mago Merlín, lo compara innecesariamente (¿quién no lo conoce?) con Gandalf. Esta llamativa omnipresencia de la cultura pop tiene varias aristas. Podría surgir la pregunta por el interlocutor que Moscardi tiene en mente: ¿qué edad tiene; qué lee; por qué exige esas aclaraciones? Pero acaso lo que caracteriza esas referencias sea justamente que están de más. Por un lado, hace pensar cuán afectado es el recorte, la omisión de las novelas actuales, que suelen eludir estas cuestiones. Los narradores de las novelas más realistas descartan la mención de esa porción del consumo cultural, del mismo modo en que callan las “bajas” funciones corporales que el autor se detiene a considerar. Por otro lado, su uso deliberado, tarantinesco, acaso se deba a un nuevo “efecto de lo real”: ya no, como en el realismo decimonónico, la acumulación de detalles ociosos del ambiente (por excelencia, la habitación burguesa), porque nuestro entorno hoy parece fuera de foco y la realidad pasa por las pantallas. A la vez, la cultura pop aparece como desechable, como detritus cultural. Barre y en la pala encuentra: “una cajita vacía de Tic-Tac, el brazo roto de un Spiderman que nunca arreglamos, el sticker sucio y ya sin pegamento de un Minion, un pedazo seco de plastilina y hasta un señalador con un chiste malísimo de Gaturro”. Del planteo –un énfasis por pensar lo que se suele olvidar con el descarte de residuos y la descarga del inodoro–, se deduce la equivalencia cultura pop=desechos. Dentro de ese panorama de consumo personal, los bienes culturales tienen distintos destinos según su naturaleza: Proust se cita, no se tira. Lo que se rescata son los libros de consulta (filosofía, diarios de otros escritores, etcétera), la música (una playlist temática que se va armando con el correr de las entradas) y las películas (sobre todo infantiles, que mira con su hijo); y todo el resto es basura. Así, se refuerza la división entre “alta” y “baja” cultura, que la constante alusión al cine de Disney, acaso por ser formativo para su generación, no termina de borrar.


Hay todo un territorio que, aunque fuertemente vinculado al tema de este diario, no se visita: la cuestión de género. En rigor, solo se la roza en un renglón al pasar, y luego se cuida de no asomarse a la división sexual del trabajo doméstico. Quizás por esto, pese a que el personaje está continuamente buscando referencias a la limpieza en obras literarias, no menciona el caso más obvio: el Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin. Esta omisión hace ruido, y es que mencionarlo llevaría el texto al embrollado –para el autor– terreno de la discusión feminista. Sobre todo, lo obligaría a la seriedad, y si algo queda claro es que para él lo repugnante puede ser nombrado siempre y cuando sea en broma. En todo caso, Moscardi se arma una versión poco elogiosa de sí mismo –perezoso con los quehaceres (el diario funciona de hecho como una coartada: escribe y se olvida, por escribir, de lavar los platos), extremadamente cobarde con los ratones (es la mujer quien los caza mientras él se esconde despavorido bajo las sábanas)–, pero esta puesta en escena es menos autocrítica que caricaturesca. Volviendo al planteo inicial, si hace medio siglo los escritores publicaban sus diarios para dar pruebas de su excepcionalidad individual, acá Moscardi prefiere, para bien, la autoironía y el absurdo antisolemne.

Diario de limpieza
Matías Moscardi
Bosque Energético
2023
176 pág.

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