Ensayo.Desde su nuevo substack, y a modo de preámbulo para el inminente podcast sobre los objetivistas norteamericanos, el poeta Darío Poterala indaga la génesis del Programa de Escritura de IOWA, uno de los aparatos ideológicos de EEUU menos estudiados en nuestro país, nacido durante la Guerra Fría para asegurar en la cultura la hegemonía estadounidense.
Desde 1947 hasta 1960, el Departamento de Estado, en colaboración con la Agencia Central de Inteligencia (CIA), pensó, planificó y llevó a cabo un programa destinado a convocar a escritores de todo el mundo. El objetivo era influir en sus mentes creativas para resaltar los valores de la democracia liberal y, de esta manera, inmunizar a los ciudadanos contra cualquier otra ideología que no coincidiera con la visión estadounidense. Aunque el programa fue diseñado para operar en el contexto de la Guerra Fría, sus vestigios y la inercia de su estructura siguen moldeando hoy en día el panorama literario global, manteniendo su influencia en la formación de escritores y en la circulación de ideas dentro del mercado editorial.
Si este ensayo se hubiera escrito a comienzos del año 2000, quizá habría encontrado lectores dispuestos a analizarlo sin levantar una ceja. Pero estamos en 2025, y la actualidad exige que ninguna idea quede a salvo de ser triturada por la máquina de teorías conspirativas. Así que, antes de que esta reflexión termine mezclada con teorías al estilo Pizzagate, conviene apoyarse en lo documentado: libros y ensayos de escritores que no solo investigaron el tema, sino que además salieron diplomados de este fascinante programa de «escritura creativa».
Uno de los textos clave que analizan esta cuestión es The Cultural Cold War: The CIA and the World of Arts and Letters (1999), de Frances Stonor Saunders, que documenta cómo la CIA utilizó el arte y la literatura como herramientas de propaganda durante la Guerra Fría. Este libro allanó el camino para que, años después, Workshops of Empire, de Eric Bennett, profundizara en la relación entre los programas de escritura creativa y el adoctrinamiento ideológico. Bennett expone el papel de figuras clave como Wallace Stegner (Universidad de Stanford) y Paul Engle, director del Iowa Writers’ Workshop, en la consolidación de un modelo literario que, bajo la apariencia de neutralidad estética, servía a los intereses ideológicos del mundo occidental.
En plena guerra fría, la Universidad de Moscú abrió una convocatoria para atraer estudiantes extranjeros. Ese movimiento de la Unión Soviética fue percibido por Paul Engle, poeta y director del Programa de Escritura Creativa de Iowa, como una amenaza en la «guerra de ideas» y una táctica para adoctrinar jóvenes talentos de todo el mundo. Ese catalizador fue central para conseguir financiamiento primero de la Fundación Rockefeller, luego del Departamento de Estado y por último de la Fundación Farfield. Esta última expuesta por la Revista Ramparts en 1967 como unas de las tantas fundaciones fachada e instrumento de la CIA cuyo fin era proporcionar financiamiento a programas de escritura y revistas literarias.
De los Márgenes al Mercado
Si bien no existe un origen exacto, fue durante este período cuando el término “Escritura Creativa” comenzó a ganar un peso específico, pasando de los márgenes al centro. A partir de ese momento, un aspirante a escritor tenía en una mano talleres como: “Desbloquea al Escritor que llevas Dentro”, “Escritura, Tiempo y Cuerpo” o “Libera tu genio literario”. Espacios que muchas veces consistían en un escritor o escritora que los dictaba desde su casa, y cuya culminación llevaba al aspirante a otro taller o clínica, formándose una suerte de piramidal de escritura creativa. Mientras que, en la otra mano, estaba un programa de formación en la Universidad de Iowa, respaldado por un cuerpo docente de renombre en el panorama literario, que ofrecía una proyección profesional que incluía: desde publicar textos en revistas literarias conectadas con la universidad, hasta ser profesor en otras instituciones académicas.
Pero sin lugar a dudas, el sueño de todo egresado era que su cuento o relato alcanzara la gloria suprema: ser seleccionado para el Premio O. Henry. ¿Y qué significaba esto? Tu texto sea considerado como uno de los mejores del año y por consiguiente ser publicado en una antología de tirada masiva con una llegada sin igual. El panorama se volvía aún más jugoso gracias a la expansión del programa de escritura. Hasta 1951, apenas tres de los veinticuatro textos en la antología provenían de escritores de Iowa. Después de que Paul Engle asumiera la dirección de dicho premio y gracias a los frutos imparciales de su criterio, ese número aumentó exponencialmente, llegando a representar más de la mitad de los textos incluidos. El porcentaje restante correspondía a escritores independientes, que competían a matar o morir por el reconocimiento y que, en muchos casos, terminarían integrándose al sistema mediante programas de becas completas.
Tres Estilos y un Funeral
Hasta este punto, podría pensarse que todo lo dicho no es más que una descripción de una organización bien aceitada: con objetivos claros, financiamientos generosos, contactos estratégicos y casta, algo ya señalado en numerosos artículos y publicaciones de los años 70. No hay nada nuevo ni mucho menos secreto. ¿Pero en qué consistía el programa? ¿Cuáles son los estilos que se trabajan?
El programa de escritura creativa ofrecía en entre 1998 y 2000 un canon de tres cabezas:
Tallarlo todo hasta lo esencial: esculpir, pulir, comprimir y simplificar. Borrar la presencia de la página, como proponía T.S. Eliot, y abrazar la tradición sobria de la ficción modernista, esa línea que comienza con Flaubert, transita por el primer Joyce y Hemingway, y culmina con la precisión de Raymond Carver (alumno egresado).
«Era tarde. Habíamos terminado la cena. No quedaba nada que hacer. Estábamos solos en la casa. Nos sentamos allí. Mi esposa encendió una vela y la puso sobre la mesa. El ciego inclinó la cabeza. Mi esposa miraba la televisión. Yo también. Pero no estaba viendo nada. Me di cuenta de que el ciego estaba escuchando, no viendo. Me pareció curioso.» Raymond Carver (La Catedral)
En segundo lugar, y también con gran aceptación, un estilo más cálido: el auténtico y encantador. Si te atraía este camino, las influencias naturales eran F. Scott Fitzgerald, John Irving. En este panteón, Cheever se erigía como una figura indiscutible.
«De pronto, sintió la certeza de que el hogar no era un sitio, sino un momento. Y no importa cuánto lo extrañes, ese momento no volverá. Pero si sabías por qué lo extrañabas, si supieras qué lo hacía especial, podrías volver a encontrarlo.” John Irving (The Cider House Rules)
En tercer lugar, tenías la opción de explorar lo que comúnmente se denomina «realismo mágico». Se moldea una corriente narrativa que entrelazaba fábulas y alegorías, transmitiendo el legado de Kafka, Bruno Schulz, Calvino y los herederos latinoamericanos de esta tradición.
«El infierno de los vivos no es algo por venir; si hay uno, es el que ya está aquí, el que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio.» Italo Calvino (Las ciudades invisibles)
Eric Bennett afirma, con el aval de ser egresado de dicho programa, que estas tres líneas siguen siendo, más o menos, las admitidas en Iowa. La misión de su ficción: hacerte sentir, ver, saborear, tocar, oler y oír. Literatura reducida a los sentidos, una exaltación de la voz personal y lo sensorial. No se trata de guiar a los estudiantes hacia categorías específicas, sino de exterminar cualquier desviación al estilo romano: bajando el pulgar. Estudiante que mencionara a J.D. Salinger era susceptible de ser desestimado ante sus compañeros. Acercarse a Melville o Nabokov era como tirarse un pedo en la clase. Rastros de Pynchon o Foster Wallace eran diagnosticados como «posmoderno». Resultado: el texto era enviado a corrección para alinearlo a las tres santas categorías. Un texto indefinido pero prometedor entraba al aula, una masa cruda, y salía del horno convertido en un budín uniforme, replicado a imagen y semejanza de los demás en el programa.
Instrucciones de Doma
“Si tu principal motivación como escritor es transmitir ideas, escribe un ensayo” era la frase cabecera de Frank Conroy, sucesor de Paul Engle y guardián férreo del templo de la escritura creativa en Iowa. Conroy lanzaba esta sentencia como un arma contra cualquier aspiración intelectual en la narrativa, dejando claro que la literatura debía mantenerse limpia de la «contaminación» de las ideas. Para él, la misión de la ficción era hacer sentir, no pensar. Bajo su dirección, cualquier proyecto que intentara acercarse a lo conceptual era rápidamente redirigido hacia terrenos más seguros: la experiencia personal, la descripción sensorial y el apego obsesivo a lo particular. «Es mejor ver la historia, escucharla y sentirla que pensarla», repetía como un mantra que resonaba en la cámara de eco del programa, donde quedó claro que la ficción no era un espacio para las ideas, sino un laboratorio para producir una realidad domesticada, pulida, de diseño y «apta para el consumo.»
Gracias a las excelentes críticas y al impacto del modelo, la expansión del programa llevó a que otras universidades implementaran sistemas similares. Sin embargo, casi ninguna de ellas cuenta con el abrumador financiamiento que sostiene al Iowa Writers’ Workshop. Esa batalla ya estaba ganada. Como resultado, y con el objetivo de profundizar en la «guerra de ideas», en 1967 se creó el Programa Internacional de Escritura (IWP). Este consistía en un meticuloso scouting global para reclutar escritores de distintas partes del mundo, incluyendo a aquellos con inclinaciones de izquierda. La metodología era la siguiente: invitarlos a escribir, ser leídos y disfrutar de una vida cómoda: alojamiento de lujo, panzas llenas, rodeados de los idílicos campos de maíz de Iowa y envueltos en las libertades civiles que prometía la democracia americana. Buscaron contrarrestar la rebeldía y la disidencia a través de la promoción de ciertos valores y enfoques literarios ya descriptos.
Libros, guías y manuales de profesores del Iowa Writers’ Workshop se esparcieron por el mundo como semillas en un campo fértil. Quizá Writing Fiction de Janet Burroway y The Language of Fiction: A Writer’s Stylebook de Brian Shawver no sean los títulos más populares entre los lectores casuales, pero todo manual que vino después parece llevar su ADN. Ya sea para capitalizar un mercado en expansión o porque los estándares marcados por estas obras se perciben como la fórmula más efectiva para enseñar escritura creativa. Aunque algunos textos intentan desmarcarse con enfoques alternativos —lo experimental, lo filosófico—, la mayoría no logra escapar del molde: un enfoque técnico, accesible y anclado en ejemplos, consolidado por las obras de Burroway y Shawver.
Horno o Rebelión
Al final, el Iowa Writers’ Workshop no solo definió el curso de la escritura creativa en Estados Unidos, sino que moldeó una industria global. Desde sus inicios, su propósito no fue simplemente formar escritores, sino crear productos literarios que se ajustaran a una visión específica de la narrativa: técnica impecable, experiencia sensorial y una ausencia calculada de ideas disruptivas. Esa maquinaria se perfeccionó al punto de convertirse en un modelo exportable, dejando una huella indeleble en la forma en que el mundo enseña y lee literatura.
Al domesticar la ficción y eliminar las ideas que podrían incomodar o subvertir, el programa se aseguró de que sus egresados salieran del horno literario con la misma textura y sabor. En el proceso, una disciplina que debería fomentar la libertad creativa se convirtió en un sistema estandarizado, replicado una y otra vez. La pregunta no es si este molde continuará dominando, sino si algún día los escritores se atreverán a romperlo por completo. Tal vez, la verdadera revolución literaria no consista en escribir mejor, sino en desafiar las recetas.