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JUAN DESIDERIO: “AL RELATO DEL MENEMISMO, LE OPONÍAMOS LA BASURA”

ENTREVISTA
A principio de los noventa, Juan Desiderio (Buenos Aires, 1962) publica Barrio trucho y La zanjita, dos libros que colaboraron a crear la identidad de una generación y que hoy son lectura de culto. En una visita a la biblioteca donde trabaja, en Parque Chacabuco, Desiderio conversa acerca de esa época, los límites de una generación, las lecturas e hitos, la perspectiva política que los marcó y un presente más melómano, aunque no del todo alejado del poema.

por Juan Rocchi

Desiderio me dice por Whatsapp: “venite, así de paso conocés el templo.” Se refiere a la Biblioteca Estanislao del Campo, a la que asiste como monje y bibliotecario. Llego a las cinco a Parque Chacabuco y tengo que pasar por los pasajes De Las Ciencias y Del Buen Orden antes de llegar al De Las Artes, donde funciona la biblioteca. Quedan del otro lado Del Progreso, Del Comercio y De Las Garantías. 

Juan me muestra entusiasmado: un baño fuera de servicio lleno de libros con un único asiento para sentarse a leer, cajas de cartón con diarios de la época de la dictadura, un sector “ovnis” con revistas Muy Interesante recortadas y encuadernadas. Todo da para quedarse mirando. Finalmente llegamos a un escritorio con las revistas La trompa de Falopo, donde él publicó sus primeros poemas. Con los últimos rayos de sol hace un mate, apunta el ventilador a la mesa y hablamos. 

¿Cuál era el contexto de escritura en que surgieron tus primeros libros?

Era muy callejero: hacíamos recitales, íbamos a plazas con un megáfono y armábamos ciclos. Siempre íbamos los mismos porque no teníamos mucha difusión. Fue una movida cultural importantísima, yo creo que si hubiese habido los registros que hay ahora, sería muy recordado. También éramos todos amigos y no había internet, la forma que teníamos de vernos era física. Íbamos al centro a las librerías toda la noche, a los bares. Y también hacíamos nuestras revistas. Imaginate que antes para editar un libro tenías que ser muy bueno. No era que pagabas y te publicaban. Ahora edita cualquiera, pero en esa época te agarraba Víctor Redondo y por más que tuvieras la guita o fueras el amigo, te decía “esto es una porquería, no te lo edito”. Entonces nosotros teníamos que hacer nuestros propios libros, revistas, fanzines. 

Desde que empieza la charla se refiere a ese “nosotros” impersonal, todo un grupo de gente indefinido. No se entiende si son tres, cinco o treinta personas que deambulan, escriben y hacen cosas, pero en cada historia se impone el entusiasmo colectivo.

Te cuento una: cuando salió Barrio trucho hice una presentación en Foro Gandhi, que era un sótano. Estuvo buenísimo, vinieron [Leónidas] Lamborghini, [Joaquín] Giannuzzi, un montón de gente. En un momento viene [José Luis] Mangieri y me saca todos los libritos fotocopiados. “Te los saco porque te voy a editar yo”. Cuestión que se los llevó, ¡y no me editó el hijo de puta! ¡Se colgó y me afanó los libros! Era un tipo impresionante, pero muy colgado. 

Además de La Trompa de Falopo, en la mesa se apilan libritos de poemas con tapas pintadas a mano, revistas de distintos tamaños, papeles doblados en triángulos con poemas en cada una de sus caras. Todo en papel marrón avejentado. Los nombres impresos de colaboradores y staff proliferan sin repetirse, de todo parece haber alguna anécdota.

Hoy es todo una descripción de adentro para afuera. “Me pasó esto, me peleé con mi novio, me peleé con mi novia, se me murió el perro”. Son todas cosas que pasan, y se ven así y así es el poema. No es nada nuevo, es la cosa lírica del sentimiento tipo Bécquer pero ahora el sentimiento es un poco más dark. 

Se habló mucho del objetivismo de los noventa, pero tus textos tienen algo entre místico y alucinatorio que no tendría por qué participar, en principio, de esa corriente. ¿Te considerás objetivista? 

—Para mí el objetivismo, que venía de la línea de Giannuzzi, era ver todo alrededor. Giannuzzi te hacía un poema a la ventana, un poema a la mosca. Todo lo que el tipo veía como objeto lo hacía poema y le metía su parte lírica, personal. Mientras describía una habitación llena de moscas se describía a él mismo. Hoy es todo una descripción de adentro para afuera. “Me pasó esto, me peleé con mi novio, me peleé con mi novia, se me murió el perro”. Son todas cosas que pasan, y se ven así y así es el poema. No es nada nuevo, es la cosa lírica del sentimiento tipo Bécquer pero ahora el sentimiento es un poco más dark. 

A medida que sigue la charla, hay nombres que se repiten con más familiaridad: Fabián Casas, Daniel Durand, Joaquín Giannuzzi. Todos parecen formar parte de una cotidianeidad antes que de una conversación literaria. Se nombran más facturas, mate y asadito que autores, aun cuando se sabe que atrás hay horas exigentes de lectura y escritura. 

Yo con La zanjita y Barrio trucho veía cosas. Otro montón me las imaginé, pero la zanja yo la vi, flasheé y me quedó. Para desarrollar el objetivismo tenés que tener un buen conocimiento del lenguaje. En esa época, cada uno tenía su propio ritmo, aun haciendo verso libre, y eso es un trabajo técnico.

¿Hay una relación entre ese objetivismo y la forma de un texto?

—Para describir el afuera vos necesitás elementos. Para hablar del adentro no, decís “la puta que lo parió, se me cayó el plato” y ya está, lo dice cualquiera. Para describir un plato como objeto necesitás más elementos. Yo con La zanjita y Barrio trucho veía cosas. Otro montón me las imaginé, pero la zanja yo la vi, flasheé y me quedó. Para desarrollar el objetivismo tenés que tener un buen conocimiento del lenguaje. En esa época, cada uno tenía su propio ritmo, aun haciendo verso libre, y eso es un trabajo técnico.

Hay temas que vuelven y que Desiderio toma con seriedad: cuando se habla de la generación, de cómo fue criticada o leída, Juan parece tener la conciencia de defender un pedazo de historia no muy bien contada.

Mucha gente en esa época nos bardeaba porque decía que habíamos hecho cualquier cosa con el lenguaje. Sobre todo los cordobeses; tenían muy mala onda con nosotros. Pero si vos te ponías a ver, ibas a la casa de Durand y la biblioteca era enorme, tenía montones de libros de poesía que había leído, eran todos tipos que habían estudiado en la universidad. ¡No éramos ningunos boludos! Volviendo a lo anterior, lo mío era más como un objetivismo mágico. Esa mezcla de lo que veía en el entorno con lo que después me imaginaba yo era otra cosa. Yo tengo mucha cosa metafísica y religiosa. Mi mamá era muy creyente y tenía estampitas, velas, monedas; a mí siempre me llamó la atención. Por eso mis poemas tienen la cosa de los ochenta de mucha chatarra, y ángeles y demonios metidos en un entorno urbano.

Cuando aparece el menemismo genera todo un relato en el que la gente se cree que va a estar bien y se puede comprar todo. Y nosotros reaccionábamos contra eso. Al relato del menemismo de que había que privatizar todo y lo importado era mejor, le oponíamos la basura

En una entrevista decís que vino primero la estructura, después el surrealismo y finalmente lo social. ¿De dónde sale este tercer elemento?

—Cuando aparece el menemismo genera todo un relato en el que la gente se cree que va a estar bien y se puede comprar todo. Y nosotros reaccionábamos contra eso. Al relato del menemismo de que había que privatizar todo y lo importado era mejor, le oponíamos la basura. De ese tipo de cosas no se hablaba en ese momento. Los poetas que había eran todos líricos que hablaban de “oh, los diamantes”. No eran políticos, seguían más o menos la línea argumental del menemismo: la nada misma. El neobarroco tenía cosas buenísimas y los leíamos, pero no se metían realmente con el barro, el pobre, el asesino. [Jorge] Aulicino y [Juan] Gelman nos dijeron que habíamos recuperado los sesenta y el tango, una cosa más orillera. Pero esta versión era más surrealista y más ácida, en vez de “abraza tu fusil” era “metele un palo en el orto”. 

Cuando Juan habla de los noventa hace una distinción clara: su generación eran sus amigos, y sea por edad o afinidad, está más cerca de unos que de otros. Cuando se explaya sobre política, habla de Alejandro Rubio como un poeta muy bueno, más directamente politizado, pero que vino después. 

¿Cómo fue ir a los talleres de Giannuzzi y Leónidas Lamborghini? 

—A todos estos poetas viejos nosotros los queríamos conocer porque eran nuestra referencia. Cuando los conocimos, los tomamos como maestros. El gobierno había contratado a Giannuzzi para que venga a dar clases a la Biblioteca Carriego, y nos enseñaba de poesía europea y poesía yanqui: nos recomendaba libros y nosotros los íbamos a buscar. Éramos un montón, no solo los que aparecen en la 18 Whiskies. Había un montón de gente más de La masmédula y otras revistas. Lamborghini daba un taller en el Centro Cultural Recoleta que se llenaba, eran como cincuenta personas. Para esa época era un montón, ni había redes. El tipo daba charlas sobre gauchesca, sobre La divina comedia, sobre las cartas de Perón y sobre el Antiguo testamento. El Antiguo testamento le parecía el mejor texto literario que se hubiera escrito. Nosotros lo conocimos cuando se inaugura la biblioteca en el ‘89, que pasó con varios eventos al mismo tiempo. Ese año vuelve Gelman del exilio y le quisimos hacer una bienvenida, así de paso inaugurábamos la biblioteca y hacíamos un Primer Encuentro de Poesía Nacional. Vinieron poetas de todos lados. Era una época donde había muy buena onda: nos dieron todas las salas del San Martín, hablaron Josefina Delgado, Félix Luna, vino Gelman, leyeron Irene Gruss, [Daniel] Freidemberg, y el Partido Comunista nos pagó los pasajes de todos los que vinieron del interior. Un montón de gente se movió para eso. 

Así como distingue entre momentos de la generación de los noventa, Desiderio separa maestros y talleres. A veces se nombran igual, pero insiste en que una cosa son los talleres, donde te enseñan a escribir igual que el tallerista (“¡una máquina de hacer clones!”), y otra los maestros que te enseñan a través de la lectura. 

¿Leían los poemas de ustedes?

Ellos en general no nos enseñaban a escribir, nos mostraban poéticas de otros lugares del mundo. La lectura de nuestras cosas la hacíamos después entre nosotros. Por ejemplo, algo que fue genial: una vez decidimos hacer un tribunal. Pusimos una mesa larga y dijimos “vamos a leernos”. La primera vez me tocó a mí y a Marito Varela: teníamos que llevar fotocopias de los poemas, los repartíamos, tomábamos unos mates y después era la devolución. ¡Cuando me tocó a mí me dieron con un palo! Yo había llevado Barrio trucho, el primer libro. Me sirvió mucho; yo anoté todo y las cosas que me parecían buenas las tomaba, las otras no. Eran como talleres espontáneos, duraban dos horas, vos ponías lo tuyo y te lo leían. Bueno, lo habremos hecho dos veces y después nos colgamos. [Risas] La ventaja era que nosotros éramos amigos, no teníamos mala leche. Si Durand o Fabián me decían “esto es una cagada” yo no me ofendía, lo anotaba para ver si me interesaba y cambiarlo. 

¿Qué pasó después con la generación de los noventa?

—Y, pensá que nosotros éramos jóvenes. Después tal tiene hijos, el otro tiene hijos… Como decía Fabián y tiene razón: “todo lo que se pudre forma una familia”. Ahí se empezaron a alejar. Pero en realidad, el movimiento de los noventa dura hasta el 2006: en la casa de Daniel Durand, nosotros nos juntamos durante tres años todos los martes, y escribimos un libro que se llama El ovni. Tiene 480 poemas y lo tenemos solo nosotros; hicimos un pacto de no editarlo. Prendíamos una Mac chiquita que tenía Daniel, hacíamos una picada y decíamos “hoy vamos a hacer sonetos”. Entonces uno ponía dos líneas, después el otro, y así; no era un cadáver exquisito porque veías lo que escribía el que fue antes. Después llegaba el momento en que nos íbamos a jugar a la pelota o a los dardos al patio. 

La sonrisa en su cara de rockero viejo crea el cuadro de una adolescencia que llegó con demora. La poesía parece haber sido un elemento más de todo ese montaje: como si por azar hubieran preferido leer a Pavese que jugar a los fichines. 

Éramos seis o siete habitués: Durand, [José] Villa, Manuel Alemián, Guillermo Neo, Pablo Aguirre, [Sebastián] Bianchi. Pero otras veces éramos un montón, era abierto. Después se disolvieron los noventa, fue medio en secreto. 

¿Cómo te relacionás con la escritura actual y la circulación tal como existe ahora, contando redes y demás? 

—A mí me da la sensación de que es todo al revés. Cuando parece que se abre internet y se abre la cuestión virtual, uno esperaría que haya más cosas. Y no, hay menos cosas. Parece que la realidad estuviera ahí, pero es una realidad muy comprimida. Vos vas a una biblioteca, abrís un libro viejo y capaz te querés matar porque es buenísimo; hay poetas de hace cincuenta años de todo el país y muchos son geniales. Pero si buscás “poesía argentina” te van a salir tres o cuatro. 

Así como la poesía aparece como un personaje más, entrañable pero no protagónico, en la historia que cuenta Desiderio insiste la vitalidad, el tiempo presente. Hay un criterio de valor que es el de ponerse las pilas, hacer algo, crear. Si despotrica contra el amor y la familia, es porque no lo dejarían hacer su vida, irse caminando a Luján después del trabajo.

Yo igual ya no escribo poesía, ahora escribo en prosa. Fue mutando, y eso está bueno. La parte poética, cuando empecé a escribir más canciones, se me fue para las letras. Y ya casi no leo poesía tampoco, me volví melómano. Pero por otro lado, pienso que mi gran obra todavía no la escribí. Yo estudié filosofía, y lo que siempre quise a nivel de la escritura fue escribir un libro de filosofía. Empecé bien, porque la poesía tiene que ver con la filosofía, pero de Barrio trucho hasta ahora no está la obra hecha. El recorrido está buenísimo, pero todavía no está. 

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