RESEÑA
por Rocío Kiryk
Con trece relatos de una prosa ágil y poética, la narradora estadounidense Ann Beattie desembarca en Argentina con su primera publicación en local. Personajes que se definen por su vínculo con los otros, simulan reacciones como paso previo al sentimiento y encuentran en epifanías cotidianas el símbolo de cómo deben comportarse.
Publicados originalmente en The New Yorker entre los años setenta y principios del dos mil, los cuentos reunidos en La casa en llamas son una buena muestra de cómo el tono intimista y la agilidad de la prosa que despliega Ann Beattie se han sostenido a lo largo del tiempo. La habilidad en el entramado de secretos y lo cinematográfico de la narración mantienen intacta la atención del lector de principio a fin.
Como buena parte de la literatura y la cultura norteamericana los cuentos de Beattie buscan en el núcleo familiar y privado el sentido de la experiencia de los sujetos contemporáneos. Pero estas figuras ven estallados sus cimientos interpersonales, y ese derrumbe, ese resquicio que se construye vuelve atractivas las historias del mundo doméstico. El lector parece tener el lugar del que se entromete en la narración para escuchar estas voces que modulan confesiones.
La autora explora el espacio íntimo delimitado por personajes que se definen a partir de sus relaciones más próximas; estos seres funcionan en su vínculo con otros en tanto esposas, maridos, hijxs, amigxs: “Creo que al simular sorpresa tratan de aumentar la calidad de la experiencia. Yo hago ese tipo de jueguitos cuando me encuentro con Corinne para almorzar en la ciudad. Si llego primero a la mesa, estudio el menú hasta tenerla casi enfrente; si estoy esperando afuera, miro deliberadamente la acera como perdida en mis pensamientos hasta que ella dice algo”. La amistad es, en el pasaje anterior, un gesto, una situación ficticia. Las acciones y la exterioridad son un teatro en el que primero viene la sonrisa y después la felicidad. Los personajes de La casa en llamas primero juegan a vivir y eso los constituye, siendo la literatura y la vida una puesta en abismo: “por un instante me pregunto si Milo, Bradley y yo no estamos jugando también a la casita, haciendo de cuenta que éramos adultos”.
La artificiosidad de los vínculos en las vidas del sueño americano se narra a contrapelo de otra historia, latente, que se diluye al final de cada relato, bajo la forma de una suspensión de los sentidos: “⎯Yo estoy mirando todo esto desde el espacio”, susurra la protagonista de uno de los cuenos como única respuesta a los conflictos de identidad de los que es testigo: “Yo ya me fui”. Como en gran parte de los relatos modernos, hay dos historias; una oculta y otra en la superficie. Vemos a los personajes de Beattie acercándose al enigma velado, que muchas veces resuelven en una suerte de poesía simbolista: “Recuerdo que Henry me dijo, como una forma de empezar a hablar del divorcio, que una mañana yendo a trabajar, había conducido por una colina y se había quedado asombrado cuando en la cima vio un enorme árbol amarillo y se dio cuenta, por primera vez, de que era otoño”.
Sin pretensiones, la de La casa en llamas es una narrativa despojada, que detiene al lector en las epifanías cotidianas de sus protagonistas: pequeñas revelaciones de la enajenación, saltos fuera de sí que invitan a pensar en los hilos que entraman la literatura y la vida.
La atracción por las contradicciones, por el mundo que se habilita cuando nadie mira, la soledad de las personas; allí logra Ann Beattie condensar, con las palabras precisas, sin rellenos, entre la acción mostrada y el misterio de lo no dicho, narraciones que transitan un terreno más poético que prosaico.
La casa en llamas, de Ann Beattie
Traducción: Virginia Higa
Chai Editora
2022
248 págs.