Reseña.
La reedición limitada de La ciudad de Mario Levrero (1940-2004), con ilustraciones de Alfredo Soderguir, significa una conmemoración afortunadamente inusual de los 300 años de la fundación de Montevideo –ciudad de donde es oriundo el autor. Narración en la que “el orden del otro es el desorden del yo”, Levrero despliega el absurdo de la urbe moderna anclada a las orillas del mundo.
por Camila Onsari
Todas las cosas estaban húmedas, como cubiertas de baba. El aire enrarecido, con olor a cerrado. Desde hacía días no se veía el sol. No había ningún sistema de calefacción, ni corriente eléctrica, ni velas ni faroles ni ningún atisbo de comodidad que diera un respiro a mis subrayados en este primer capítulo, en estas dos páginas saturadas de una descripción asfixiante de todo lo que está fuera de lugar. Al igual que nuestro protagonista, quien llega con valijas a un lugar desolado, extrañado, entramos a La ciudad de Mario Levrero como extranjeros, sin decodificar nunca por qué ni cómo ni dónde estamos.
Eso sí, entramos advertidos: “El interior estaba en orden, aunque adecuado al gusto y las necesidades de los anteriores habitantes —equivalente, para mí, a un desorden—.” Así inicia este libro y así signa, en una oración y para siempre, la llave de esta historia: el orden del otro es el desorden del yo.
Paradójicamente, si bien el protagonista sin nombre parece estar alertado desde el comienzo de tal condición, casi no habrá en este viaje una decisión tomada a partir de su voluntad. Mejor dicho, su elección será quedar a merced de la voluntad ajena. “Permítame subir, lléveme a alguna parte”, le implora así a los pasajeros del único auto que indica señales de vida en aquel limbo inhabitado. El alguna parte terminó siendo La ciudad, o lo que debía ser una ciudad, o al menos un pueblo, o, bueno, un grupo de casas destartaladas, un almacén que vende zapatos al lado de una zapatería, una estación de servicio lejos de la ruta. En palabras del innombrado, “aquello, en realidad, no llegaba a ser un pueblo; no sabría cómo llamarlo”. De todas formas –sin prestar mayor cuidado al cartel de “Bienvenidos” expresado en todas las lenguas menos el español, ni a los planos de ciudades que figuraban en idiomas no habidos ni por haber–, el hostil extrañamiento que lo esperaba en este destino no llega a permear del todo: “Preferí pensar que la estación de servicio tendría algún sentido, puesto que allí estaba”. Tranquilo, hay un reglamento dictado por la Empresa, no hay de qué preocuparse. Y sí, te puede resultar extraño que sea una ciudad sin medios de transporte, pero “es lógico, si se tiene en cuenta que nadie, en general, tiene intenciones de llegar, o de irse.” La incomodidad inherente a todo (des)orden impuesto desde afuera atraviesa el relato de principio a fin. El clima es lluvioso y asfixiante. Es la angustia de existir en el reino del revés.
El que no tiene nombre nos arrastra así a la oscuridad de la infancia: No a la exploración del juego sino a la ceguera de lo infans, al no saber ni poder nombrar. A la vez, los dibujos de Alfredo Soderguit, con figuras teriomorfas y proporciones desmedidas, ilustran el carácter liminar de este lugar que no llega a ser un pueblo, que es “la ciudad” sólo porque así lo dictan los demás.
En esta historia no nos despertamos en un narrador cucaracha, pero sí en alguien que retorna a la infancia y nos lleva ante las puertas de la absurda e irrefutable Ley del No, porque lo digo yo. En este caso, no, porque lo dice la Empresa; no, porque lo dice el reglamento. Afirma y se reafirma Giménez, el encargado de la estación de servicio: “No tenga usted la menor duda de que esta ciudad cambiará de la noche a la mañana, cuando la Empresa lo crea conveniente, cuando vea que ha llegado el momento preciso. […] No se imagina, no puede imaginarse lo que será esto cuando la Empresa lo decida.” Y, como en toda narrativa de formación, nuestro protagonista, en algún momento, crece: “Mis necesidades son otras –comenté con cierta amargura– y muy urgentes. ¿Cuánto tiempo hace que espera, Giménez?”
A diferencia del campesino en el cuento de Kafka, ante la ley de la ciudad, el narrador no espera hasta la muerte. Encuentra, en cambio, su registro, su ley subjetiva: “Ahora dependía de mi voluntad […]. Descubrí que, de pronto, había rescatado el presente.” Antes de morir en vida a merced de un Otro, rescata la pulsión vital de poder elegir.
Esta edición limitada del primer libro del autor uruguayo, edición conmemorativa por los 300 años de Montevideo, invita a perderse en el absurdo del orden ajeno. Invita, por ende, a preguntarse por el orden propio.
La ciudad
Mario Levrero
Criatura editora
2024
192 páginas