Crónica.El poeta costarricense Carlos Regueyra Bonilla hace un paréntesis en sus crónicas sobre su viaje a China para reflexionar sobre su modo de escribir: con el cuerpo, desde la calle y contra la claridad complaciente. A partir de una caminata vespertina por Chengdu y el eco de una charla pública organizada por la revista Rapallo en 2021, entrelaza memoria, geografía, violencia y deseo en una cartografía literaria que desafía los márgenes de lo nacional, lo evidente y lo simple.
Me compré una libreta del tamaño de mi mano. En ella garabateo estas palabras mientras camino por Chengdu en la noche temprana. Escribo en cursiva, con una técnica de continuidad del trazo que perfeccioné en los buses. Voy dando pasos lentos, de zancada larga mientras (ojo a este verbo) pergeño este terso texto.
Contra el frío rotundo de los últimos días, ahora hay diez grados celsius y el cuerpo lo sabe, así como los cuerpos del público en general que también ha salido esta noche de vísperas de año nuevo del calendario lunar.
Pero este texto no es acerca de estas calles, sino de caminos más despoblados y abstractos, sin bicicletas de alquiler ni tiendas de conveniencia.
Elijo este procedimiento como punto de partida porque configura un cuerpo, explicita la escritura como un acto material, concreto, palpable, pero a la vez extraño, incómodo, anómalo, artificioso, fuera de lugar. Y con los ojos, los pies, las manos temblorosas y ateridas, los oídos inadaptados puestos afuera, es decir, en diálogo –tenso, turbio, titubeante– con lo que no es literatura; así, aunque no lo parezca, dibujo un mapa.
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En noviembre de 2021 la gente de la revista Rapallo, de Buenos Aires, Argentina, me invitó a participar de un ciclo de conversaciones con personas que se dedican a la literatura, y en particular a la poesía, a partir de tres detonantes: mapas, políticas y prácticas. Emilio, que era mi contacto, en el intercambio de correos electrónicos, en algún momento añadió: de Costa Rica no sabemos nada.
Entonces, torpe de mí, asumí la propuesta del mapa no literaria sino literalmente, y emprendí una descripción del carácter ístmico de Centroamérica, que conecta dos masas continentales pero también dos océanos, y una aproximación a cuatro regiones culturales, más cerca del panfleto turístico o de la entrada de una enciclopedia de vago tinte antropológico que de un ensayo que problematizara o expusiera mapas, políticas y prácticas del campo literario.
A pesar de estos defectos, tiempo después, en 2023, incluyeron la transcripción de mi intervención junto a las de las otras charlas virtuales, sumaron algunos otros ensayos y exposiciones y editaron un libro que se titula Rapallo conversa. Mapas, políticas y prácticas. Incluye textos de Gabriel Cortiñas (Argentina), Laura Jaramillo (Colombia/EEUU), Violeta Kesselman (Argentina), María Salgado (España), Diego Sequera (Venezuela), Nicole Brossard (Canadá), Kamau Brathwaite (Barbados/EEUU) y Gertrude Stein (EEUU/Francia). Y ahora, leyéndolo, pienso en el texto que quizás debí haber escrito, uno en el que reflexionara mejor acerca de mis prácticas de escritura, por qué, con quiénes y contra qué escribo, porque este es, sin duda, el eco de esa lectura.
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“No creo que alguien se haga escritor para reforzar valores o perspectivas comunes de la realidad”, dice Nicole Brossard en “Política poética”.
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Anoto palabras que quieren ser conceptos. Las circundo, las conecto, como quien traza un diagrama de algo que no está, pero que se intuye. Así como salí a caminar sin rumbo fijo, empiezo a escribir sin una idea clara y precisa, premasticada, y más bien avanzo al tanteo.
Un eje de mi escritura, una de las primeras palabras que escribí al pensar en esto, tiene el nombre de violencia. Frente a una idea de país pacífico, edulcorado, me interesa pensar en la sangre y en la muerte que sedimenta(ro)n el pasado y el presente. Porque la historia de la violencia me marca de manera personal pero también porque me interesa desdecir el silencio que la oculta.
La abolición del ejército como acción estratégica para la consolidación en el poder del grupo vencedor tras la guerra civil de 1948 sirvió a la construcción de una narrativa que presentaba al país con una supuesta vocación pacifista. Este discurso fue instrumentalizado para lograr docilidad y sumisión, y estuvo acompañado de persecución política, exilios y ejecuciones extrajudiciales ejemplarizantes contra el bando derrotado.
Frente a la construcción de ese relato mítico de paz, que resulta efectivo y funcional al poder, procuro pensar en la historia y el presente de la violencia en diferentes escalas, en diferentes direcciones. Pero no solo me interesa en un nivel temático. No solo tengo interés en narrar “hechos violentos”. Me atrae también la violencia verbal, la potencia poética del insulto, por ejemplo, o de las palabras hirientes; someter a violencia el lenguaje: la desarticulación, el desmembramiento de la frase.
Por otro lado, la violencia apela a la carnalidad, a la fragilidad de los cuerpos. Y cuerpo y materialidad constituyen otro eje de mi escritura.
Los cuerpos no solo son objetos de violencia sino también sujetos de placer. De nuevo, no solamente me interesa el cuerpo como tema, adentro de las palabras, sino también afuera, produciéndolas, hilvanándolas, caminando. Aunque se trata de una obviedad, no siempre se tiene en cuenta: escribimos con el cuerpo.
Me importa la materialidad tanto del acto de escritura como del acto de lectura. Esto está evidenciado en especial en trabajos como el pop-up “Adelante, adentro”, el poema cúbico “Ya fue”, y los juegos proyectados en el inédito Salidas en falso.
Me siento seducido por la idea de una coreografía de lectura, una propuesta de partitura de movimiento que cuestiona el estatus quieto, solemne y abstracto del acto de leer. Escribo contra la solemnidad y contra cierta noción de la literatura como actividad elevada, suspirante y evanescente, de pedestal y bombín, de declamación grandilocuente. A la idea del docto autor que piensa y luego existe, opongo mi cuerpo deseante y hambriento, pero también las sonoridades del habla común, la creación colectiva del lenguaje de la calle. Como quien dice de qué jugás, solemnidad, sias tan comemierda.
Sin embargo, aunque me gustan la noche, la calle y las drogas, también soy un cultivador del léxico y la sintaxis, y estoy rabiosamente en contra de no explorar todas las posibilidades de la lengua, las que se entotorotan en la Zona Roja y las que refulgen en un diccionario en llamas. Movido por la sed, la curiosidad y la inquietud me gusta sacar a bailar todos los vocablos: los nimios y los toscos, los que se creen la ras picha y los que se dan cuenta de que embeces la bida no es como keremos.
La posición más coherente conmigo mismo y con lo que he resultado ser se me parece al ejercicio de una suerte de avinagrado barroco caribeño con tos, fruto de una lectura sistemática de una tradición literaria, pero materializado aquí, encarnado en estas carnes, que han sudado estos humores y bebido birra caliente y café ralo, Góngora y La Factoría.
Porque aborrezco de cierto facilismo, de “escribo como hablo”, pero sin soltura ni gracia, ni juego, ni ritmo, sin conflicto con la lengua, la claridad no es un atributo que me resulte deseable para mi literatura. Busco el extrañamiento, el ruido de la estática en la transmisión de radio, cierta dosis de incomodidad.
Me interesa pensar en la intervención de las corporalidades lectoras porque considero los textos como incompletos hasta que se cruzan con alguien que, leyéndolos, los hace y, haciéndolos, se (con)mueve. Concibo los textos no como esferas cerradas sino como tejidos porosos, permeables, llenos de pelusas y adherencias, producto de la fricción. De la ficción, del artificio. Imagino granos como recovecos, partículas que funcionan como espacios donde habita una rareza adentro de un paréntesis, detrás de un adjetivo, como una canción que se tararea incompleta en espera de una complicidad que la termine o sepa reconocerla y celebrarla, para cantarla en conjunto.
Aunque la lectura y la escritura son actos aparentemente solitarios, implican una vocación de comunión. Escribo también, entonces, como una continuidad de la conversación por otros medios.
Y escribo contra la simplicidad, que es un valor estético, pero también un proyecto político: escribo contra la idea del labriego sencillo que está en el himno nacional. En cambio, me interesa lo raro y lo difícil. Por eso, entre otros motivos, estudio chino y no italiano. Y en esa vocación por la dificultad y la rareza, me construyo a mí mismo y lo que hago.
Me gusta pensar en la arquitectura de los textos, es decir, en cierta proyección imaginaria, en cierto diseño de estructuras. Imagino los textos como péndulos, como espirales, como serpientes enroscadas, como círculos, bosques, caídas, erecciones, páginas arrancadas o sopas de letras. Son metáforas, claro, pero hacen parte del nivel estructural, constitutivo de mis escritos.
Pienso pertinente la idea de arquitectura como diseño que se encamina hacia la materialización, que se ocupa del cómo y con qué materiales se construye, no sólo en el nivel semántico de las palabras, o en la estructura narrativa, sino también en la tipografía, las técnicas de impresión, el papel, la disposición de las palabras en la página, su dimensión visual.
Elijo estos procedimientos para apartarme de cierta estética simple y facilona que me parece dominante entre mis contemporáneos, que atribuyo a la influencia del discurso publicitario, de la sobreexplicación de la narrativa audiovisual de moda y la ligereza de las llamadas redes sociales, las cuales afianzan, además, una sobreexposición del yo que detesto. Contra la burda diáfana autorreferencialidad, elijo la ficción, la refracción y el extrañamiento.
Cuando me pregunto por qué elegí, en la conversación a la que me invitó Rapallo, hablar de cuatro de mis ancestrxs, me respondo que había en ese gesto una intención de acuchillar la idea de país y de nacionalidad. Por un lado, esto deriva de la conciencia de las migraciones (más o menos forzosas) y esclavitudes que me conforman –formas silenciadas de violencia-, pero también quiere ser una apuesta política por trascender los límites de lo nacional. Me siento más centroamericano que costarricense y la idea de nación, en cambio, me parece la consolidación institucional del proyecto político de las élites criollas en complicidad con las potencias coloniales y neocoloniales. Cada salvadoreñismo, entonces, cada chinitud en mi escritura es puro tráfico ilegal transfronterizo contra los muros que circundan la idea de país.
Todo esto, todo lo ya dicho, la intervención misma en el ciclo de Rapallo conversa, entonces, hacen parte de una apuesta política, no solo direccionada hacia esa especie de internacionalismo al que pretendo aludir en el párrafo anterior, sino también como un atentado contra el statu quo, contra cierta conformidad con el orden de las cosas.
Escribo con un afán de ruptura, pero además como un acto de resistencia frente a la lógica de la productividad y el consenso de la explotación capitalista. Escribo para ejercer y celebrar el ocio, la tristeza, la amargura, el dolor y el placer. Escribo para divertirme y divertir a otrxs, para no trabajar, es decir, para enfrascarnos en el delirio y el goce, en la imaginación y el pensamiento, como compensación por el tiempo, el talento y la energía que tuvimos que vender para seguir existiendo.
Por eso concibo los premios literarios como una forma de recuperación, como cuando Durruti asaltaba bancos para repartir el dinero entre sindicatos en huelga. No los busco porque me interese el acotado y dudoso prestigio que otorgan. Los pienso, más bien, como una elaborada artimaña para financiar el ocio, que no consiste solamente en la contemplación, en la quietud. Escribo porque me interesa producir y trabajar, pero en otros niveles, de otras maneras, que procuran escapar de la cuantificación mercantil.
Escribo, como ha de ser evidente a estas alturas, con una enorme ingenuidad.
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Salgo de nuevo, libreta en mano, a deambular por las calles ahora despobladas, después de transcribir los párrafos anteriores. Como un cetáceo que entra y sale del texto para respirar.
Han pasado algunos días desde los primeros garabatos. Pasó el Festival de Primavera y ahora es un año nuevo. La gente está de vacaciones, muchos de los comercios están cerrados y, aunque subió la temperatura, hay menos gente afuera.
Camino por calles nuevas, desconocidas, como si intuyera que detrás de alguno de estos edificios se puede encontrar la clave para cerrar este escrito. Hay un gajo de luna contra el cielo, en el que no se ven estrellas. Pero están, quizás. Su eco de luz, al menos, continúa salpicando el espacio, aunque la ciudad lo niegue.
Entonces pienso que escribo porque carezco del talento, la disciplina o los recursos para hacer cualquier otra cosa, pero miro el cielo, el gajo de luna, la aparente ausencia de estrellas, y pienso que tal vez, solo tal vez, escribo para imaginar lo que está ahí pero no vemos.