Literatura
Frases anotadas como al pasar sobre las que la mirada se retrasa. Líneas recortadas con la idea de producir un engarce natural en el poema. Una voluntad de escuchar con la retina (y entender) el secreto lenguaje de luces parpadeantes. Javier Fernández Paupy (Buenos Aires, 1981), además de editor exquisito de los sellos Palabras Amarillas y Ascasubi, es uno de los poetas de nuestra época: en su canto se entreveran la consciencia desmesurada y el bisbiseo de lo doméstico.
DISCUSIÓN La lección del sufrimiento silencioso es aburrida. Un aura de grandeza salvaje había en mis ojos. ¿Dónde quedó? Oh, droga, fuiste el amor de mi vida. La experiencia del ojo y del oído puestas a trabajar en las cosas. La experiencia de una persona que habla a otras personas. Qué tranquilo estuve qué loco estuve. qué mal estuve. En un ateneo de la ciudad de Santa Fe el flujo del público era misterioso. El público específico la exhibición las vidrieras. ¡Qué vidrieras! La concurrencia amorfa de los kioscos de revista qué lindo sería verlos mirarse al espejo. NAVEGACIONES INTEROCEÁNICAS A veces la luz artificial de la cocina habla un idioma secreto. De momento a momento un drama elocuente que ya no sirve de nada. Comida vegetariana astrología barata mal traducida. Un recuerdo de una remera negra. Hasta la última sílaba. Silencio de lunes a lunes. Noches y días. En todas partes límites de velocidad. Una cueva con olor a humo y corcho. Esos ojos. Toda la viveza del mundo. La supervivencia de la alegría en los objetos, cruces en espejos retrovisores. En el borde de la ventana de un bar el cielo celeste en una hoja amarilla. Rebaba del desacato. Otra víctima de la escuela. Una historia llena de flores y de árboles. Dimensión de opaca fantasía mezcla de sublimidad y mugre. Qué nota que no nos defendía de nosotros mismos ni sobre todo de nuestros ataques. Pequeños mercados con latas de conserva y manzanas podridas donde robar inspiración que no sirve de mucho. Pañuelos de papel tissue de doble pliego de 21 x 21 donde dejar flema y el legado de pulmones cansados de soplar. Una voz encapsulada en un teléfono celular. El color de un par de ojos. Una fotografía desvaída. La ambrosía de ciertas palabras. Las siete letras de ímprobo. Las siete de vértigo. ¿Qué extraña conspiración? Rústica, grosera e inculta mirada de la libertad. La voz del futuro repitiendo canciones heroicas. Música en el ruido. Todas las amarguras de este mundo. Libros en cajas. Como tumbas. Tensión en la voz en los pasillos de un hospital en el tapizado mojado de un auto antiguo. La geometría y la música se puede nombrar y aunque inextricable se puede ver como una neblina que camina hacia la confusión definitiva. Interpretaciones equivocadas de ciclos cósmicos que no explican el sentido de lo autobiográfico. Toda nostalgia es una especie de vejez. BUSCADORES DE ORO En esa época disimulábamos estar vivos con una actuación frenética. Nunca llorábamos, ese era nuestro secreto. Teníamos fundamentos sólidos. A veces nos reíamos de los demás porque también estaban muertos. Sí, la gente tendría que escribir sus vidas. Hablar de los momentos que hacen que cada persona sea única. Si no dejan un registro de sus experiencias, no queda el recuerdo del pasado ni el recuerdo futuro en los que van a venir después. ¿Viejos espantos que quisimos recuperar? Parece que no. Y todo volvía a empezar con maneras un poco arbitrarias pero sin el atajo de la modestia. Los recuerdos cambiaban y el pasado tampoco existía. Alta educación. Ningún logro usurero detrás del decorado. Era como un momento pedagógico y pedante como tener miedo de las pasiones proletarias y fomentarlas a escondidas como un comentario inteligente y aburrido. Desconfiábamos de la orgía social porque nos parecía solo una nota disuelta en el pis de la mañana. Como el murmullo de un pájaro de madera en un reloj cucú que no funcionaba hacía años. Algo que no significaba nada Mucho trabajo, poquito efectivo. Entre la dignidad y el dinero lo segundo parece lo primero. Pus de los días. La vida una droga que va perdiendo su efecto. Habíamos perdido algo que quizás nunca tuvimos. En el borde del camino volvió el recuerdo de una historia pasada donde un pez con un anzuelo en la boca nos mataba. Estábamos muertos en la red de un pescador. Leíamos noticias tristes desde nuestros teléfonos celulares. ¿Por qué? ¿Para qué sentirnos peor? ¿Estábamos muertos y creíamos que seguíamos en este plano en el que de alguna manera vivimos? Íbamos a peor. Habíamos perdido todo. Como un vagón de miradas ciegas. Nada, no veíamos nada por ninguna parte. Hubiéramos querido empezar de nuevo, decir en voz alta el nombre de algún avatar y pedirle, como si fuera un dios tutelar que nos diera fuerza para sobrellevar lo que no podíamos entender. Queríamos sentir que nada era tan importante como para perder la tranquilidad. Pero no estábamos tranquilos. En cambio, ahí, con el brillo macilento de la pantalla de nuestros estúpidos teléfono inteligentes en esa participación de un mundo virtual irreal como el periodismo cultural falso y no del todo comunicativo estábamos atados cansados y aburridos de este mundo en el corset de una época. Nos quedábamos mirando el color sutil del cielo y sus notas apagadas un factor de luz mientras pensábamos en el canto de la noche con pavorreales corriendo y en sus colas prendidas fuego en la ligereza del éter en esos barrios sin prestigio ni reconocimiento en las tripas. En cada bocanada secuestrados, rodando en un carrito de mercado chino. Los detalles delante de una pantalla de rayos catódicos, horas y horas buscando mensajes y un sentido oculto en los dibujos animados que veíamos con nuestros hijos. Ah, la mente de los niños es dúctil susceptible de cambios. Símbolos pasajeros de instrumentos de dominación. Todo el mundo quiere dominar a todo el mundo. Es así. Cada vértebra de nuestras columnas trasuntaba rabia. Lo sabíamos o no lo sabíamos. La mente que solo sabe imitar es mecánica. Nuestras vidas se apagaban como el fuego de un fósforo cuando lo sopla el viento que entra por una ventana. Vos, yo, todo lo demás. El agua del río estaba contaminada y una pared en la calle no dejaba ver lo que había detrás. Respirábamos lenta insatisfacción ajena y una rabia fina, intelectualoide masticada y escupida en el puente roto de un sueño en la bicicleta de ruedas desinfladas en la luz de un día cualquiera delante del polígono de tiro señalando la hombrera en la camisa de un hombre quería así asegurarse de nuestras intuiciones. Compramos un jugo en esa tienda naturista mirando el pezón de una mujer madura y cuando cruzamos la avenida Virrey Vértiz pensamos en las guerras en Siberia, en las cárceles y en los trabajos forzados de nuestra vida como si no fuera nuestra. Divina madre paranoia. El miedo es la religión de los que anhelan. Policías de la mente. A la tarde se suicidaba el sol y el alquitrán se derretía pero no era todavía la hora. Pan duro. La disciplina destruye la sensibilidad. Éramos personas cardíacas con emociones iracundas. Nos tragó la luna. Sueño o pesadilla. Éramos como el protagonista de una novela que moría estafado sin consciencia de sí. Él en Mar del Plata nosotros en el sueño de otra vida. Hasta que fuimos a ver qué pasaba. Nadie nos consoló. Un departamento teníamos. Pero nos lo caranchearon unos primos lejanos. Estábamos en una cárcel de tiempo. En una cápsula espacial de papel mojado. Cáscara de huevo de humo. Días que olían a pegamento y a mandatos. La falta de explicación lógica socavó nuestro rol social. Nos desesperaba la oscilación de la materia y la volatilidad de las cosas. Buscábamos sin encontrar una realidad externa y absoluta. Encontramos sábanas frías agua transparente yerba húmeda luz desde la ventana. La rapsodia de los afectos y de los desagravios concretos la opereta de los recuerdos y del tráfico de ideas era multidimensional y sistemática. Un hilito de luz en la oreja. ¿O acaso leer no es escuchar con la retina? Clima eléctrico. Malas noticias. Visitas telefónicas sin ninguna importancia. Pura épica del malentendido. Todo lo que vuela esotéricamente era un pensamiento. No íbamos a cumplir con sus ritos fúnebres porque la muerte no existe. Una decisión rápida. En movimiento como siempre no entendíamos los vaivenes del sueño ni de los carteles. Un cáncer un romance con Dios una fascinación dormida con las abreviaturas de la divinidad. Nuestra cara en una revista sin leer nuestro nombre en las radios. Era el carisma de la protesta como la policía el psicoanálisis el servicio penitenciario los señores de la matrix el reguetón la muerte en vida de los pulmones la evasión fiscal o la resaca de la merca. Era el monólogo obsecuente de los pensamientos divididos entre lo que está bien y lo que está mal entre la voluntad soberana del suicidio Bach el Alplax las conjeturas y las analogías con el modo de vivir europeo y el tono explicativo. La autonomía la literalidad el sentido común los epígrafes la telepatía las opiniones extremas la ceguera de los literatos los padres terribles los empleados municipales del animé las drogas legales los esclavos de su propia vida la lealtad de la prosa la cacofonía.
Javier Fernández Paupy nació en Buenos Aires, en 1981. Publicó Cosas por el estilo (Letranómada, 2010), El cangrejero (Mansalva, 2012), El manoseo y la soledad (Cencerro, 2014), El pasillo más angosto (Spiral Jetty, 2015), La gota seca (La Carretilla Roja, 2017), El último cíber (Ediciones del Trinche, 2018), Estoy tranquilo (Mansalva, 2018), Picando piedras. Notas de lectura (Tammy Metzler, 2019), Un agujero lleno de basura (Ediciones del Trinche, 2020), Vida de un sonámbulo. Conversaciones con Francisco Garamona (La Calabaza del Diablo, 2020), El último Bioy en colaboración con Lidia Benítez (Leteo, 2020) y Devoto (Mansalva, 2023). Tradujo, entre otros, el Diario de mi viaje a Rusia en 1867, de Lewis Carroll (Mansalva, 2015) y, en colaboración con Flavia Cogliano Jalabert, Notas sobre la visión, de Jim Morrison (Mansalva, 2017). Es editor de los sellos Ascasubi y Palabras Amarillas.