Entrevista
Una hora de locura y placer –cuarto título de la colección VIÑETAS & DISTRACCIONES de la editorial PALABRAS AMARILLAS– fue compuesto por Nicolás Moguilevsky y editado por Javier Fernández Paupy. A través de los años, el autor fue completando cuadernos de dibujo, donde esa mesa de trabajo de hoja lisa resultó un laboratorio íntimo de experimentación. Atravesada por discursos, retazos de narración y poemas en prosa, recuperando bocetos, croquis, retratos, viñetas, paisajes oníricos, personajes que aparecen y desaparecen, surge una novela ilustrada sobre el fondo sinuoso de la imaginación inclasificable de su autor.
Javier Fernández Paupy: ¿Cómo fue el proceso de selección de las obras de Una hora de locura y placer?
Nicolás Moguilevsky: Fue principalmente un sistema de uso y exclusión. Todo el material existente en el libro proviene de cuadernos; es una verdadera causa. Desde mi más tierna infancia me ha gustado siempre dibujar en esas páginas ya encuadernadas. En aquellos que usaba para la escuela primaria, mientras hacía las tareas del colegio, los llenaba de dibujos y una vez que terminaba el ciclo lectivo pegaba con plasticola sobre los ejercicios de lengua o matemáticas distintos materiales que producía o encontraba. Era una manera de convertir un cuaderno escolar en uno propio. Disfrutaba mucho mirar esos cuadernos intervenidos, en lo posible cubiertos de nuevos elementos, convertidos en algo completamente nuevo. Aún hoy, cuando trabajo en un cuaderno lo hago con cierta tensión: la necesidad de completarlo, de que sea una unidad en sí misma y no una simple suma de notas y bocetos. El problema es que siempre que dibujo, sufro de altos niveles de ansiedad. Cuando escribo a mano, en esos mismos cuadernos, no se presenta ninguna clase de problema, pero a la hora de dibujar… Ahora mismo estoy dibujando (al comenzar esta entrevista el editor acercó al autor un papel y un marcador) y ya empiezo a sentir cierta opresión. El proceso de dibujar no es algo que me genere placer, se acerca más a una administración bastante desquiciada de cortisol al cerebro. Pero el hecho de completar páginas en un cuaderno sí me genera placer. La página completa es el eje de ese placer. Entonces ahí es donde se equilibran la locura y el placer a los que refiere Whitman: un trabajar obsesionado en el intento de completar cuadernos. Agarro un cuaderno en cualquier página, empiezo a dibujar, empiezo a escribir, empiezo a pegar algunos papeles recortados o encontrados con un único objetivo: terminarlo. Que el cuaderno, ya sea un block, un espiral, de tapa dura o una sucesión de hojas abrochadas, sea completado hasta la última página. Muchos de ellos los terminé, otros esperan con ansiedad su concreción. A partir de esta obsesión se han ido acumulando multitud de materiales. Mi idea para Una hora de locura y placer, en un principio, era publicar uno de esos cuadernos tal cual era. Hice los registros y después el traspaso a blanco y negro, porque casi todos esos cuadernos tienen partes de color. De hecho muchas de las páginas que aparecen en este libro han sido convertidas a escala de grises, a blanco y negro, siendo originalmente dibujos en colores. El hecho de darme cuenta de que no podía publicar caprichosamente un cuaderno específico de principio a fin, ya por distintas cuestiones de narración o criterio estético que no conseguían la unidad necesaria, ya por su extensión, me llevó a pensar que el proyecto consistía en abarcar varios cuadernos de cierta época, intercalando sus contenidos para generar un material orgánico que construyera el “relato” que tenía intención de desarrollar.
¿Pero pensás que este libro recupera el espíritu de esos cuadernos, aunque no sea la edición facsimilar de uno en particular?
No. Por la sencilla razón de que los cuadernos no tienen márgenes: hay mucho collage, cosas matéricas que incluso pasan de una página a otra, a veces se pegan o se empastan, agujeros en una hoja que deja ver el contenido de otra, ese tipo de procedimientos a veces un poco brutos. En principio, la cuestión objetual del cuaderno no está.
Esto (toma en sus manos el libro) está mucho más limpio que tus cuadernos.
Mucho más limpio. Eso por un lado. Esto está como purificado. Como si te subieras a una barca y llenaras un balde con agua del Riachuelo y después la llevaras a una planta purificadora para intentar hacerla potable.
Tuvimos nuestras discusiones sobre el tema de los márgenes. Vos me mostraste pruebas de bitácora sin márgenes.
Sí, habíamos hecho dos armados, uno era mucho más alusivo al proceso de trabajo en sí mismo, más similar al original y el otro era más prolijo, que fue como quedó el libro.
Por ahí, a vos te parecía un poco fanzinero.
En realidad a vos te pareció más que nada eso… (Risas) Y creo que tuviste toda la razón. Me dijiste: “Va a fanzinear”. Y yo, que vengo del mundo del fanzine y he hecho muchos fanzines, ya que han sido tantos años de fanzines, quería cambiar un poco el ángulo de la inclinación. Sobre todo, sin ir más lejos, estos números de Un Faulduo (hay distintos libros y revistas producidos por el autor sobre la mesa) como el 4 es muy fanzinero. De hecho, el primer número de esta revista que me parece no es estrictamente un fanzine es el 6. En el número 5 la idea fue que se editara puramente en la tradición del fanzine, fotocopias, tapas hechas a mano, todos esos condimentos que tiene este tipo de publicación. Con tantos años de copias y abrochadoras, cuando vos me hacés esa aclaración de que “un libro no es un cuaderno” aparece la clave. Ahí nace la idea de que esto es un libro y no la reproducción de aquel otro formato. Entonces, por un lado ese principio rector. Y por el otro, de una forma, al principio muy azarosa y después, en una segunda y hasta tercera revisión, quería tratar de hilar un poco una cierta historia que arrancó a escribirse en 2010 y publicó en 2015, en una edición muy limitada, Eloísa Cartonera que es El discurso de la cocina. Este pequeño volumen es una especie de primera versión de lo que yo realmente quería hacer: una novela. En la mayoría de los cuadernos publicados en Una hora de locura y placer están las notas de ciertos esbozos de capítulos. Quise entonces desarrollar un poco esa historia o presentar todo el material que tuviera alrededor de eso. El hilo de la parte escrita de Una hora de locura y placer es un cierto orden a partir del desorden de las notas que servirían para escribir alguna vez El discurso de la cocina.
Una hora de locura y placer se puede leer como una novela en sí misma o como una novela gráfica. Discutimos sobre el tema. Pero más allá de la indeterminación genérica, sea un sketchbook, sea un estudio o una novela, ¿cómo surge la idea de darle cabida en el libro a todas estas obras que se reúnen en el tomo? ¿Cómo surge la idea de cruzar el dibujo, la supervivencia de la viñeta, con pintura, con collage y con literatura? ¿Es una idea espontánea? ¿Es parte de tu trabajo y de tu canal expresivo? ¿O es algo que se fue dando solo a medida que ibas seleccionando las obras para pensar el libro? ¿Es algo propio en tu concepción estética? ¿Va todo junto?
Contestando automáticamente a tu respuesta, sin pensar, diría que todo es un conjunto indivisible. “Vamos todos unidos, vamos juntos podemos”, dice una canción que canta cierta barra de fútbol. Lo que intento hacer es algo que no puedo pensar como una serie de compartimientos estancos.
Lenguaje verbal, pintura, collage, ¿todo una misma masa?
No me sale hacerlo de otra forma. No creo que pueda haber una separación consciente donde yo diga: Ahora a pintar, ahora a hacer un dibujo, ahora a comer, ahora a escribir, ahora a lavar los platos… En donde sí encuentro diferencias es cuando trabajo como diagramador, como diseñador. Pero cuando hago cosas de propia cuña, ahí no hay ninguna diferenciación. Sí en el material. Justamente cuando quiero pintar, digo: “Dibujar es más fácil”. Cuando quiero dibujar: “Qué ganas de pintar”. Hay siempre una especie de inconformismo en relación al material.
¿Podrías desarrollar un poco ese inconformismo?
El inconformismo es lo que soy. Nuevamente citando los cánticos, los trapos que se cuelgan en la cancha: “Un sentimiento inexplicable”.
En el proceso de este libro, Una hora de locura y placer, ¿primero vienen las imágenes y después los textos o no hay un antes y un después?
Es un acontecer al mismo tiempo. Porque cuando yo agarro una hoja, primero se aparece la cuestión formal. En una página, por ejemplo, mi idea es incluir dos columnas de texto, después dejar un espacio para los dibujos y después otras dos columnas de texto. Entonces esta columna que empieza acá, al principio de la página, tiene que terminar acá en esta otra, correspondiendo sonido y sentido en relación a la anterior. Como en un juego para completar,
en esa autoimposición aparecen nuevos signos de escritura.
¿Sos ouliponeano para trabajar? ¿Usás restricciones?
No con palabras, no con términos. Pero sí con el espacio.
Con tus propias restricciones, íntimas, relacionados con el espacio, con el color, con la forma.
Casi nunca con palabras. Eso de no usar una “e”, no usar una “a”, me parece demasiado literario. Nunca me gustó lo literario.
En relación a los materiales, trabajás mucho con tinta china, con plumín, con estilográfica, en el collage hay un lenguaje que tiene que ver con muchos materiales, cortando y pegando, ¿con qué otros materiales trabajás?
Me gusta mucho el recorte de diario. Recorte de papeles encontrados en cualquier lado. Por ejemplo, esto que acá dice “ABAJO” (señala una página del libro) era un panfleto del Partido Obrero que decía “NO AL TARIFAZO SÍ AL TRABAJO” y yo lo recorté.
¿Tijera y pegamento?
Más bien romper con la mano y pegar con plasticola. En una época había un muchacho que era compañero de mi hermano en la cerrera de periodismo deportivo y jugador de Boca. Estaba haciendo sus primeros pasos en primera división, no sé qué será de él ahora porque tampoco recuerdo su nombre. Entonces yo le pedí un autógrafo para Guillermo Iuso y para Fabio Kacero, grandes amigos e hinchas desquiciados de ese club. Acá dice: “Para Guillermo. Para Fabio” (señala otra página). Finalmente nunca le entregué el papel a mi hermano y este muchacho abandonó el club. Pero apareció en algún momento entre mis papeles y lo usé.
Plumín, estilográfica, tinta y pegamento.
Sí. Estoy completamente abocado a la tinta china y sus derivados.
¿Lápiz?
No, me cuesta muchísimo el grafito.
¿Témperas? ¿Acrílicos?
No, de hecho cuando preparábamos ¿Cómo hacer una exhibición entre dos personas que se consideran?, una muestra que hicimos junto a Bruno Grupalli en la sala Gabriela Sabatini en noviembre de 2023, hubo una consigna que estuvo bien de Juan Laxagueborde, el curador, quien me hizo producir obras a color. Trabajé en una serie de obras en acuarela y acrílico, cinco paneles del mismo tamaño, que se llama Un café conmigo mismo. Usé unos pomos de acrílicos que alguna vez había comprado en oferta y otras pinturas que tenía guardadas desde hacía años. Al no trabajar en color, casi nunca las había usado. Siempre que había probado pintar, salvo puntuales excepciones, hacía cosas horripilantes que no me gustaban y las tiraba. Para esta serie hice un plegado de hojas sobre otras hojas y, mientras tomaba café, se lo tiraba a los paneles todos juntos y eso le dio una materia como de papiro. En cuanto a las pocas pinturas que pude ejecutar con éxito, la tapa del libro es una de ellas, se llama Homenaje a mi psiquiatra, hecha con pintura de pared blanca, témpera negra y algo de esmalte blanco, es decir, no tiene color. Pero al trabajar en cuadernos, muchas páginas originales sí tienen color por el material del collage. Mucho papel de regalo, de envolturas, volantes entregados en la vía pública o materiales encontrados en la calle.
Y en relación a los materiales de escritura de tu libro. ¿Sentís que la novela que hay en Una hora de locura y placer empieza con la frase inicial o para vos la novela está en el estado de flotación?
Vos me propusiste el título de Una hora de locura y placer frente a una suma de materiales de los cuales yo tenía una idea previa, que era tratar de que se acercaran lo máximo posible a la bitácora de trabajo alrededor de una novela llamada El discurso de la cocina. Con este título el libro se transforma completamente. Creo que, finalmente, el título lo que hace es referir una manera, un tiempo y estado de ánimo frente a la lectura del libro. Es decir, este proyecto de novela queda encerrada dentro del libro y se puede encontrar en cualquier lugar, en cualquier momento.
¿Pensás que es una novela que invita a ser leída de manera oblicua?
Así me gusta leer a mí. Novelas que no empiezan, como Museo de la novela de la Eterna, de Macedonio. Me gusta leer novelas pero me divierte mucho más leer un libro de manera oblicua. Eso debe venir un poco de la colección Elige tu propia aventura, que me encantaba. Siempre me gustó esa posibilidad de empezar a leer por cualquier lado y seguir por cualquier lado. Ese estado de flotación al que te referías recién.
Te acordás que María Guerrieri nos contaba algo que le había producido la lectura de tu libro relacionado con la dificultad que le generaba la lectura. Exigía leerlo con lupa, acercándose al objeto. Una lectura que exigía entender o poder leer la trama.
Recuerdo que el chiste durante la presentación fue que el libro tenía que ser presentado en un folio con una lupa de regalo. Otras personas, con evidentes problemas de vista, también se han enojado por el tamaño de la letra, ya que el esfuerzo de lectura les hacía doler la cabeza. En ese sentido me hace recordar a un librito llamado Mucho trabajo, de Pablo Katchadjian, editado por Spiral Jetty, que tenía la particularidad de estar compuesto en un tamaño de tipografía dos o tres, lo que hacía imposible su lectura sin un elemento que aumentara la capacidad del ojo humano. En este caso, el nuestro ha sido un caso más de necesidad y urgencia que de estilo o ejercicio de vanguardia, ya que el formato en el que el libro fue publicado estuvo condicionado por las variables económicas que la época y la propia editorial determinaron. De haber hecho una edición de mayor dimensión, estos problemas de proporción hubieran desaparecido. Asimismo, el desafío de tratar de entender una letra manuscrita, en mayor o menor tamaño, ya plantea un ejercicio de paciencia y comprensión que es digno de emoción para el autor de la obra.
El comienzo de El discurso de la cocina empieza así: “Betina despertó sobresaltada, había tenido un sueño intranquilo”. Este mismo texto aparece en Una hora de locura y placer, promediando el final.
Betina es la protagonista de El discurso de la cocina, junto a Jaime, su marido. Tengo un cuaderno donde está la mayor parte de la novela. Justamente ese el cuaderno que yo quería publicar originalmente, como primera idea, es decir, el germen de esto (toma el libro en sus manos). Pero después, llevándolo a lo que sería un pequeño libro, porque son treinta y dos páginas, me di cuenta que no se sostenía en sí mismo, tanto por su extensión como por su contenido. Un cuaderno no es un libro: esa es la enseñanza que me permitió desarrollar el proyecto. Pero en ese cuaderno está el principio. Yo quería hacer un cut-up con la introducción de Música para camaleones de Capote y las revistas Nuevo Estilo y Caras, pero se terminó corriendo hacia otro lugar, un territorio de sueños infantiles y peleas familiares.
¿Pero entonces qué relación encontrás vos con esa especie de dificultad que se le imprime a la lectura?
Tengo mucha dificultad para poder desarrollar una idea consecuente en lo que se refiere a la temporalidad dentro de un relato. De hecho, ahora estoy escribiendo una novela que se llama Si en los momentos más injustos del país… que habla de las contingencias de la historia reciente argentina de los últimos años y de algunos por venir. Es una especie de distopía, contada desde un futuro inmediato. Aquí también me es difícil ser consecuente con la temporalidad de la historia. Me gusta armar un principio y un final, que ingresarán a la historia como momentos intermedios. Después empiezo a agregar escenas, y la idea temporal de lo que se intenta narrar se va moviendo hacia una dirección desconocida. Evidentemente, esto tiene que ver con la formación profesional de mi trabajo de editor. Hay un goce, un disfrute en juntar mucha información y después disponer de ella como si fueran ingredientes para preparar una cena. Para mí es imposible escribir primero el primer capítulo, después el segundo, después el tercero…
¿Te pasa lo mismo que con el dibujo eso de la pulsión de llenar la página?
Muchas veces lleno la página copiando una nota que leo en el diario. Así empecé a formar una especie de sistema de corte y pegado propio. Muchas de estas partes son notas de diarios con modificaciones. Le agregaba a la nota transcripta el nombre o las características del personaje de la novela. De hecho, muchos cuadernos los terminé llenando así, con la compulsión de terminarlos, como cuando en los procesadores de texto se elige la opción “rellenar con texto falso”. A veces ese texto falso puede ser la materia más rica de una obra.
En este proyecto, ¿sentís filiaciones con algún artista, con alguna obra?
Uno siempre está influido por una cantidad de fuentes, procesos, maneras, procedimientos. Efectivamente hay más una influencia de formas de trabajo que de nombres. Pero podría decirse que este libro está condicionado, en distintas proporciones, por el grupo Cobra, de los cuales Pierre Alechinsky, Asger Jorn o Constant son referencias permanentes, Brion Gysin y Jane Bowles, Burroughs, Enrique Medina, la revista D&D, Gertrude Stein, los hermanos Lamborghini. Incluso hay adentro alguna frase del más grande poeta de la modernidad, Lautréamont. Como esto (agarra el libro) tiene más de diez años de juntar papeles, de recortarlos, de pegarlos y de dibujar encima, no sabría decirte en especial qué influencias específicas tiene, pero algunas debe haber.
¿Pensás que este libro tiene un público ideal al que estaría dirigido?
No, pensar eso sería coquetear con la idea de una soberbia extrema. ¿Viste esos escritores que hablan de “mis lectores”? Creen que han inventado un mundo, y dejan entrar a quienes los leen en él, munidos de elementos que los distinguen de una vez y para siempre del resto del mundo de la literatura: sueños luminosos que se apagan al salir de sus mentes narcisistas. En efecto, no me corresponde a mí decir quién sería el “lector ideal”. Me sentiría muy acotado, además. Yo trabajo pensando en dos o tres lectores, personas que conozco y respeto como lectores, y a quienes intento que el material interese. En este caso trabajé para vos y para mis compañeros de Un Faulduo. Quería que el libro te gustara a vos, sobre todo. Siempre hay uno o dos lectores que uno imagina a la hora de trabajar en su producción, y a quienes quiere hacer reír, tratar de conmover. Francisco Garamona es mi lector ideal. Ahora estoy escribiendo esta novela y mi primer lector es Bruno Grupalli. Compartimos pasiones que tienen que ver con la interpretaciones de la realidad argentina, la noche, el exceso, la década del 90, la patria judicial, Maradona, los duendes, la sección policiales. En ese compartir nace el deseo de escribir, de producir para que el otro se divierta.
¿Qué desafíos encontrás al trabajar con el lenguaje visual y el verbal? Con tanto oficio de collagero, de cuadernista.
En algún punto esto que hago, lo cual involucra palabra e imagen, es una manera de la incapacidad frente al deseo de hacer historietas clásicas. Todo esto que está en Una hora de locura y placer es mi forma de expresarme frente a la imposibilidad de generar material historietístico tradicional. A esta altura ya no sé si haría el trato, pero en caso de que un genio hubiera salido de una lámpara y me hubiese dado a elegir entre ser el autor de este libro o dibujar para la DC Comics, en la adolescencia no lo hubiera dudado. Quería ser un buen dibujante de superhéroes, dentro de la prolijidad de un rectángulo. Mis cuatro profesores de historieta han sido Quique Alcatena, Ariel Olivetti, Marcelo Sosa y Juan Bobillo. Cuando empecé a hacer Un Faulduo me di cuenta que se podía dibujar historietas de otra manera.
¿Cómo surgió en vos el interés por la literatura y por el dibujo?
Como muchos chicos de mi generación, surgió primero con los libros de Robin Hood, después con las enciclopedias ilustradas. Cuando venía para acá pasé por una casa de historietas antigua, que ya no está más, donde yo compraba historietas cuando era un niño. Cuando entré al mundo de la historieta hubo una especie de epifanía.
¿Vos consumías superhéroes?
Consumía, casi totalmente, superhéroes. Quería ser ilustrador de DC comics. Siempre quise ser dibujante y nunca pude.
Lo lograste.
No logré mi objetivo, que era dibujar bien.
Deseabas ser un dibujante alienado con fechas de entrega.
Quería poder dibujar un Batman, un Superman en continuado, ¡no tenía idea de las presiones de los editores y las fechas de entrega! (Risas) En mi imaginación, ser dibujante era el trabajo perfecto. Mi sueño era poder idear una página y que el personaje fuera el mismo en cada viñeta, saber dibujar un perro, un caballo, un cabello… Hoy en día, así como no puedo tocarte una canción en el piano, no puedo dibujar una figura humana proporcionada. Voy a ver si me sale, quiero dibujarte un Superman acá (comienza a dibujar en la hoja), seguramente no me salga. No sé dibujar.
¿Y con la literatura?
Con la literatura lo mismo, en cuanto a que entré por la ventana. Nunca estudié Letras ni Edición. Siempre fue pura curiosidad. Siempre fue una cosa de ser curioso y de ver qué había ahí adentro. Me acuerdo que mis viejos querían que yo estudiara en la universidad, como cualquier padre nacido en los años cincuenta, querían que fuera un “profesional”. Mis viejos tienen carreras universitarias y no les ha ido bien ni económicamente ni profesionalmente. No han sido exitosos. Yo tenía todo un tema con eso, ya que veía que del fruto de ese esfuerzo solo habían cosechado frustraciones y penurias económicas. Yo sabía, cuando estaba terminando el colegio secundario, que ya tenía que ir pronunciándome en el algún estudio superior, como lo indica el camino tradicional para un adolescente que está terminando la escuela. Cursé quinto año en el año 2002, pura anarquía. Mi idea era trabajar, como ya lo venía haciendo durante el colegio, y tener mi propio dinero para comprar discos, libros, alcohol, drogas. Y yo decía: “Qué voy a estudiar”. Se venía el fin de un país, el albor de un nuevo siglo cargado de miseria y dolor. Se venía el mediodía del cacerolazo y el piquete. Me di cuenta que la historia era como una canción de Flema. No había futuro. No terminé el colegio y no quería terminarlo…
¿No lo terminaste?
No. Terminé de cursar debiendo once materias de las cuales, por una fuerte presión en la casa familiar, rendí algunas con diversos resultados. Era el año 2002, nada importaba demasiado.
¿Qué escuela?
El Liceo 9, un colegio que tenía un buen nivel en ese momento. Durante muchos años fue como una especie de dolor para mis padres, sobre todo para mi vieja. Me decía: “Yo te voy a ayudar”. Me imprimía los programas de Filosofía de la UBA, como para intentar que rindiera esos exámenes y luego estudiara esa carrera en la facultad. Yo ya trabajaba haciendo archivo y clasificación de documentos en una casa de decoración que tenía mi tía, en el que vendían antigüedades y objetos de valor al jet set. Cuando cerró, ella debía mucho dinero a la AFIP, que era la DGI en esa época, y necesitaba un orden de archivo de años y años. Yo salía del colegio y me iba a la casa de ella, donde había una pequeña habitación llena de facturas, remitos y recibos, y me pasaba horas en ese cuartito haciendo el trabajo de clasificación de esos documentos. Ahí compraban muebles Lanusse, Vilas, Manzano, Susana Giménez, María Julia, entre tantos otros. Nunca me voy a perdonar no haberme guardado una factura por más de U$S 100.000 a nombre de Amira Yoma, con el detalle de cada uno de los artículos que había comprado. Mi tía fue rica durante un tiempo. Después, como todo en la vida, lo perdió. Algún día me gustaría escribir esa saga. Pero lo cierto es que la carrera que yo podría haber seguido más fehacientemente debería haber sido la de contador o de abogado, mucho más que la de artista, disciplina que tampoco estudié.
Qué interesante ese inicio con tu tía haciendo cosas de contaduría cuando después, como productor de una editorial, terminarías vinculándote con el Excel, con los números, pagos a proveedores, confección de facturas, recibos y remitos…
En algún punto fue mi primera tarea de coordinación.
Darle cause a un acervo…
Eso es verdad. Nunca lo había pensado, pero sí. El archivo es la más fascinante de las artes.
Entonces, furor por las historietas, los superhéroes, ¿y en la literatura? ¿Cuáles son esos primeros autores que te vuelan la cabeza?
Me volvía loco, loco, loquísimo, Julio Verne. Todo lo que podía agarrar de Verne me llevaba a otro universo. Mucho de aventuras, Salgari, Stevenson. Y esa literatura estaba mechada con las historietas de Superman, sobre todo de Batman…
Están hermanados esos universos, ¿no?
Mucho mundo mágico…
Épica mental…
Exacto. Había, justamente, una colección de historietas de DC Comics de Batman que se llamaba Otros Mundos. Era donde Batman era transportado al medioevo, a la época victoriana, al futuro.
Linda saga.
Muy buena idea de parte de Dennis O’Neal, si no me equivoco, que era editor en jefe de DC Comics en esa época de los ochenta y noventa. Había cosas muy buenas. Esa era la parte que más me gustaba. Siempre me gustó el viaje en el tiempo.
La distopía, el futurismo, las ficciones científicas…
Sin embargo, nunca fui fanático de la ciencia ficción dura. Leí muy poco a Dick, a Lem… Cuando me hicieron leer Farenheit 451 en el colegio me aburrió horriblemente. La distopía hecha como un procedimiento es soporífera. Nuevamente este tema de la “creación de un mundo”. El otro día leí que Stephen King, un autor que leí mucho entre los diez y los quince años, que me encantaba y por el pudor de que esa literatura no era para adultos cuando tenía diecisiete o dieciocho años vendí todos sus libros a un precio irrisorio en una librería de usados, ha creado una saga, creo que es la Torre oscura, donde despliega todo su universo, al que llama “macroverso”. Todos esos esfuerzos de totalizar una obra me parecen un poco producto del ego, cuando no del bolsillo, en su caso. Cuando me hicieron leer Un mago de Terramar, de Ursula K. Le Guin, otra que intentó crear “su mundo”, me resultó un bodriazo. Nunca me gustó Star Wars.
Te entiendo.
Después empecé con la lectura de los argentinos. Los siete locos, de Roberto Arlt, algunas cosas de Borges. Y después el derrotero Pizarnik, Artaud, Rimbaud. Después vinieron los beatniks y los surrealistas. Y después ya está…
¿Qué lugar ocupa en tu formación la experiencia con el colectivo Un Faulduo, qué aprendiste ahí?
Evidentemente, ocupa un lugar importante. Aprendí a hacer historietas, aprendí que la historieta no es una página que hay que llenar, aprendí que la viñeta es un mapa que hay que ir descubriendo, que tiene que ser trazado. Que el rumbo de una historieta no está formulado o determinado sino que el artista tiene que ir descubriéndolo en cada línea. Es un largo proceso en el aprendizaje de aspectos vitales, una enseñanza en cuanto al método de trabajo fijado, por ejemplo, en una dosis de paciencia necesaria para descubrir el sentido y el sonido de lo que se está dibujando, cualidad que no tengo por naturaleza. Todo esto tuvo que ver también, más allá de la producción, con las actuaciones performáticas, las presentaciones en ferias y festivales, los conciertos musicales de la Songo Sango Orkestro, todas actividades que en la historieta argentina no son muy usuales. Y después, las aventuras que tuvimos con mis compañeros de Un Faulduo. Fuimos un grupo que, en su momento, se divirtió mucho. Con el tiempo nos fuimos centrando en la producción, mas no en la diversión, hecho natural y saludable, aunque quizás eso hizo que las relaciones se volvieran más monótonas, sin esa excitación característica de los primeros tiempos. Pero eso también nos trajo cierta autoridad, nos permitió viajar por el mundo. A veces el tiempo impone sus cadenas de estabilidad y mesura, a veces el mismo tiempo acaba por romperlas.
Una hora de locura y placer
Nicolás Moguilevsky
Palabras Amarillas
2023
140 páginas