Reseña.Tiempo de dos que conversan: Marina Closs lee Ciudad, 1951, la nueva novela de María Lobo (Tucumán, 1977) desde la noción de ritmo. Cómo una novela prepara su pulso antes de ponerse en marcha. La dinámica del tiempo y la conversación en la narrativa; la literatura “como un comentario constante al borde de algo que parece a punto de borrarse”.por Marina Closs
Un libro, antes de ponerse en marcha, tiene que decidir su ritmo. Quiero decir: su pulso. La secuencia de sístoles y diástoles con la que todo llega. La decisión feliz de María Lobo para Ciudad, 1951 es haber sabido perfectamente dónde comenzar, en qué sístole (¿Será cierto lo de 1951?) largarse a respirar. A partir de ahí, haber sabido también cómo encadenar los golpes, pulsaciones, contracciones y relapsos para que su novela viviera por doscientas páginas.
Ciudad, 1951 es una novela viva: por lo impredecible, lo compleja y briosa. Lo seria. Vive de un ritmo interior preciso y físico. Al principio pensé: la caminata. Los pasos de sus protagonistas, Benita y Charles, ponen por ahí un punto, una coma, un puño, un susto. Una necesidad. Pero después me pareció mejor: el recuerdo, la memoria, el olvido, el presente: ese chisporroteo de neuronas, también físico y ritmado. Lo contrario del flujo. Quizá, en la soledad, la vida interior fluye y se encamina. Pero, en la conversación: el ritmo se empecina, salta, sobreviene, burbujea.
La conversación: una bella maniobra para dejar a dos personas solas. Los personajes de esta historia son dos arquitectos que tejen el pequeño misterio de sus parlamentos, caminando sin dejar de hablarse. Se miran sus peinados, analizan sus gestos, sus rituales, sus exabruptos. Dejan de prestar atención por largos minutos, también sonríen melancólicamente ante todo lo nuevo, como si supiesen que hay algo que está a punto de empezar a borrarlos. A la espera de la desaparición de sus recuerdos, viven algunas formas comunes de la felicidad. Pero también: del tormento. Los celos, el disimulo, la rabia. La envidia. La incomodidad:
-Me refiero a que mi cuello es largo- dijo ella- Tendrías que hacer un comentario sobre eso.
Él quería darle un beso, pero se levantó de la mesa. Dijo que le invitaba el almuerzo. Iría a pagar en la barra. Corrió la silla, se acercó a Benita. Le habló al oído. Dijo:
-Yo pienso que tu cuello es un gran cuello.
Conversar parece acaso volver a entregarse a una clase de placer en el tormento. Contar dos veces la misma anécdota, aplazar, desplazar, para seguir deslizándose contemporáneamente ¡con alguien! por la ciudad. Este latido interior del libro, latido doble y desbocado, incorpora además los datos del mundo cotidiano justo en lo que tienen de rítmicos. Un perro los persigue, un transporter pasa de largo. “Ahora va a pasar un auto”, dice Benita. Porque tiene recuerdos “del futuro”. Como luces que se prenden o autos que pasan.
A la ciudad de San Miguel la reconozco (sin conocerla): como la mayoría de las ciudades argentinas, en el proceso ¿inocente? de desandarse. En el proceso de querer ser. Y olvidar, con la misma infantil decisión. Como si tirar y volver a construir fuese una manera de convencerse de una vez de algo.
Pero la conversación entre Benita y Charles es la contracara de esa decisión (que es, a su manera, individualista y parca). La conversación entre los protagonistas es la descomposición de todas las decisiones: la vida doble, inconclusa, debajo de los hechos. El burbujeo que nunca termina. Las informes posibilidades que se inflan y estallan.
Hay una especie de desplante de la conversación ante los hechos. Los perros que persiguen, los traseros que se limpian, se meten en un ritmo que los acoge: nada se impone sobre el terco pulso doble de los que conversan. La conversación crece alrededor de todo, como un musgo. Un archivo de lugares comunes puestos en sitios extraños, momentos incómodos o pequeños espasmos revelatorios. El laberinto del final, del comienzo de la separación de los protagonistas. La triste noticia de que Benita y Charles no tienen recuerdos comunes del futuro. Entonces, después de tantos comentarios atinados (Mi casa es el único lugar donde lo que yo hago puede ser traumático para alguien. Esa es mi contribución al mundo), el dolor (para el lector) de verlos separarse.
Un libro escrito con las curvas de una indecisión cronometrada, un desencuentro milimétrico y brillante, la sencillez con la que los personajes nunca terminan de poder explicarse: ¿cuál es el punto? ¿qué es un punto? ¿cómo sostener un punto? ¿para qué? ¿Por qué se hace tan larga la construcción? Para que nunca empiece la destrucción.
Pocos libros actuales escritos en un tiempo tan perfecto y remoto. En donde un auto que pasa es, al mismo tiempo, rítmico y simbólico. El helicóptero del final, puesto ahí como cualquier atisbo de helicóptero. Es ritual. Hace pensar en la falta de silencio, en la falta de despedida, en la falta de todo. En el ruido normal de cualquier separación. En la repentina escena con que Benita se va, tan rápido como si saliese del tiempo: salir de la conversación es casi un susurro de muerte. Dejar el libro y dejar el tiempo. La literatura como un comentario constante al borde de algo que parece a punto de borrarse. Un comentario sobre lo que fue (y podría ser) común. ¿Un llamado respetuoso, pero igual desesperado? ¿de atención? ¿sobre lo que todavía podríamos no perder?
El viento del tiempo, despeinando a los protagonistas que, al quedarse mudos por primera vez, casi se deshacen. Queda para mí, como lectora, la sensación de haber leído un libro al mismo tiempo fresco y enfrascado. El viejo pensamiento (que experimento casi con alivio) de que todo lo que sucede en el mundo es solamente una excusa para que alguien pueda escribir un libro bueno.
Ciudad, 1951
María Lobo
Tusquets
2024
224 páginas