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“HORAS SATINADAS CON FONDO DE MIOSOTIS”, LECTURAS SOBRE JUAN L. ORTIZ

Leer antologías de poemas hasta volverse fundamentalista: leer poesía solo en antologías. Y así reconstruir la antología inalcanzable: En el aura del sauce, de Juan L. Ortiz. Desde Mendoza, Gastón Moyano nos hizo llegar la historia de sus lectura de Juanele: una inmersión fascinada en los largos versos del poeta entrerriano. El raconto de una lectura difícil que, de repente, se vuelve orgánica y termina por mimetizarse con la propia escritura, incorporando el ritmo y los períodos del maestro.
por Gastón Moyano

La poesía de Juan L. Ortiz es de difícil acceso, su despojamiento presenta una aparente sencillez. Tuve acceso solo a antologías de J. L., no a su En el aura del sauce, e incluso la lectura de antologías poéticas del entrerriano fueron gracias a un amigo, con el que vendíamos libros usados en la feria de “La Alameda”, un paseo sin álamos, pero lleno de tipas, y mucha polución que se hace hollín negro y se adhiere a los troncos de las tipas.

Entre las multitudes que pasan por ahí, los vehículos, la venta callejera, con mi amigo leíamos mucha poesía. Creíamos que la lectura de antologías era una actividad autodidáctica, una herramienta de formación estética y política. Cada semana nos vendían libros usados personas de todas las clases sociales y así íbamos llenando los mesones gigantes como barcazas sostenidas por caballetes de madera, mesones repletos de libros bajo las flores amarillas que dan los árboles de tipas en medio de la Ciudad, la sequedad, en el lado popular de la ciudad de Mendoza. Todo el día vendiendo libros en el paseo, la hostilidad y la creciente crueldad social hacia las personas en situación de calle iba incrementándose. Aunque esta ciudad es muy pueblo y en apariencia es tranquila, sus gobernaciones radicales empresariales de derecha han ejercido una violencia política imparable sobre los cuerpos de los que viven de vender golosinas y soquetes en la vereda.

Pero la feria de libros usados en La Alameda de las tipas es un punto común por donde transitan los humildes. La Alameda es un largo paseo en medio de las ferias persas, mayoristas, vendedores callejeros, pibes del Senegal que venden sus relojes caminando, y la policía custodiando no se sabe bien qué. Te piden el DNI, te requisan por tu cara, amparados en la Ley de Requisas de la provincia. En el medio de esto, con mi amigo vendíamos libros. Al final del día contábamos lo que para nosotros eran nuestras monedas de oro. Invertíamos en más libros, nos llamaban, compramos bibliotecas enteras en casas particulares, en las plantas recicladoras de papel de los basurales compramos libros por lo que pesa el papel, compramos toda clase de libros, autores, editoriales, temáticas, etc. También nos regalaban.

En una de esas compras alguien nos vendió varias cajas, en una había antologías de poesía. Ahí nos fanatizamos con las antologías, venían: Antología de la poesía alemana contemporánea, Antología de la poesía norteamericana, traducida por Ernesto Cardenal, Poetas de la Guerra Civil Española, Antología de la poesía del lunfardo, ahí leímos a Carlos de la Púa, Antología de la poesía surrealista, la que hizo y tradujo Aldo Pellegrini, una antología de poetas de los 90, compilada por García Helder, en la que hay un hermoso poema de Daniel Durand sobre los ojos color escarlata de un pequeño tiburón, Antología de poesía rumana, de la editorial Barral, en esa venían unos poemas de Tristán Tzara antes del Dadaísmo. Después de estas lecturas con mi amigo nos propusimos escribir algo sobre las antologías de poemas, queríamos escribir un relato sobre un personaje que solo leía antologías poéticas, el relato se iba a llamar “Cuchillos afilados en las plazas”. El personaje del relato, fanatizado por las antologías, antologaba sin parar, lo que para él eran los temas de la literatura.

Nos repartimos los libros de la gran compra de antologías, yo me quede con una de J. L. Ortiz, a quien nunca había leído. Antología era un libro de la editorial Losada, con un prólogo de Daniel Freidemberg. Leía poemas sueltos, no lograba la compenetración y la habilidad que necesitaba para leerlo. Quería integrarme al paisaje de Ortiz, a su precisión creciente, quería que me pasara por el cuerpo.

Un día en la casa de un profesor de literatura, en su biblioteca encontré la obra completa de J.L., un libro hermoso y descomunal. En el aura del sauce. Leyendo el prólogo de Freidemberg, me entero de que en el momento de su aparición, su repercusión se vio en parte frustrada cuando la última dictadura militar quemó los ejemplares que quedaban en la editorial. Solo por un par de antologías la obra de Juan L. Ortiz permaneció. En 1996 la Universidad Nacional del Litoral publicó En el aura del sauce, que tenía el profesor de literatura. 1.120 páginas, Protosauce, sesenta poemas contemporáneos de El agua y la noche, que habían quedado afuera de la primera edición. Con prólogos, entrevistas, cartas, textos de Arnaldo Calveyra, Zelarayán, Francisco Urondo, Mastronardi y J.J. Saer. Se lo pedí prestado al profesor de literatura, no quiso prestármelo, me dijo que solo era para consulta, que no era un libro para ir leyendo en el colectivo. Tenía razón.

Renuncié a mis pretensiones. Nunca tuve acceso al En el aura del sauce. Lo olvidé por un tiempo. Mi amigo iba seguido a Uruguay en auto, para visitar a su hijo que vive en Montevideo. Mi amigo el librero atravesaba el país en una Kangoo para ver a su pequeño hijo. Cada dos meses hacía ese viaje largo a toda velocidad. Me dijo que había pasado por el Registro Civil donde trabajó J. L. Ortiz, me mostraba el mapa de Argentina, y la ruta que tomaba, organizaba la dirección del viaje, mirando las provincias. Entre Ríos tiene la forma de un arpa o de una lira, y sus afluentes de agua son las cuerdas de esa lira, y mi amigo me decía que será por eso que Entre Ríos es un pabellón de la poesía nacional. Mi amigo se fue de nuevo a visitar a su hijo. Volvió y me regaló una antología de J. L. Ortiz, Antología poética, de la editorial Coquena, impreso en Argentina en 1982, en Rosario, Santa Fe. La selección y el prólogo los hizo Edelweis Serra. Leyendo esa antología con detenimiento, primero no entendía nada, pero disfrutaba de mirar los versos y la disposición de las estrofas del poema en las páginas, y me parecía estar mirando el mapa de Entre Ríos, un mapa fluvial, no con división política, sino con los ríos, arroyos, caudales de agua, seguía leyendo.

Los poemas de J. L. Ortiz se me hacían difíciles, son un acto de volición extremo, aunque sean levedad y paisaje, me hacía falta una voluntad de concentración potente para leerlo, para leer la música que ejecuta, con precisión y expresión, la expresión va alcanzando diferentes grados, así percibía su discurso en mi mente. Se expande, se reduce a cuatro hilos distantes de pensamiento musical, suenan los cuatro al mismo tiempo, notas de tonos, se activan, toma en consideración los silencios, los espacios en blanco entre cada estrofa, alteraciones, variaciones de tiempo, una lupa que se acerca a un aparte del agua o de la vegetación, un rayo de luz. Las acciones mayores se componen de acciones menores, algunas tan pequeñas que casi no las percibía. Después de leer y volver a leer, queda la levedad del paisaje en mi memoria, la única que no es aniquilada en la lectura, ya que concentración y conciencia dejan de ser útiles. Esa memoria sobreviviente trae en la relectura el aire de los ríos, como sentimiento del tiempo y deja una nueva forma de leer, creada a partir de aquello que no conozco tan bien como para decirle conocido. No se sigue la uniformidad de la escritura, ni un método único, métodos distintos e infinitos, mientras leía y releía empezaba a darme cuenta, que mi lectura de J.L. Ortiz tenía mucho de inconsciencia, de contracciones musculares que son las vibraciones del paisaje, parece sugerir siempre un retorno, circular internamente, por las hojas de las plantas y el agua, la levedad que va sedimentando residuos de memoria, una memoria inconsciente que se parece a la memoria muscular que se desarrolla saltando la soga de boxeo, una memoria que tiene el músculo, a lo que se le agrega la coordinación, para saltar la soga de boxeo hay que desarrollar una coordinación inconsciente, solo la práctica continua te da esa capacidad, ese movimiento coordinado e inconsciente te permite saltar la soga cuarenta minutos sin parar, sabés hacerlo pero no te das cuenta de cómo lo hacés mientras lo hacés. Mis lecturas de J. L. Ortiz escapan de mi percepción consciente, aunque no por eso perciba menos la levedad y el paisaje. El movimiento de esa coordinación inconsciente late y hace latir mi memoria, siento ese no saber cómo lo hago, pero lo hago, y si me detengo a analizar cómo lo hice no sabría explicarlo. Si quiero explicarlo me desconcentro de la lectura o me tropiezo con la soga de box. Cuando se empieza a boxear uno de los ejercicios que primero te enseñan es a saltar la soga, pura coordinación y belleza. Cuando manejás varios tipos diferentes de saltos te enseñan a vendarte las manos, después a trabajar con las bolsas, el sol y tierra, aprendés a caminar en el ring una vez que sabés saltar la soga sin parar. Saltás la soga y al principio no podés, cuando empezás a poder intentás explicarte: cómo funciona esa extraña coordinación de saltos, dónde se incluyen la respiración y los grandes grupos musculares que intervienen, y es inexplicable.

Leyendo a J.L. Ortiz tuve la misma práctica, quedaba pasmado y fascinado. Cuando dejaba la lectura volvía a ser consciente de que hice una lectura sin saber cómo la hice, al igual que con la soga de boxeo, saltás/leás, sigo sin parar, sin saber cómo lo hago, como sucede con el crecimiento del pelo o la circulación de la sangre. Eso mismo me pasaba mientras leía poemas extensos como “Las Colinas”, “Al Paraná”, “22 de junio”, “Villaguay”, “El Paraná”, “Del otro lado…”, “Preguntas al cielo”, la coordinación inconsciente me habitaba la mente, un balance o un promedio de todos los residuos de la memoria en un discurrir de reminiscencias individuales que se conectan con el espacio que describen. Cambios graduales de esa forma, niegan una continuidad estructural, cambian también las herramientas lingüísticas, cambia la percepción con cada lectura y relectura, me daba una nueva y generosa memoria. Una pequeña percepción individual de esa escritura, sentía que aprendía algo nuevo, ya no estoy bajo las reglas de la lingüística sino bajo la gracia de Juanele: una rueda que puede parecer fija porque está girando muy rápido. Esta experiencia de lectura se cristaliza y los poemas no parecen extraídos de ninguna influencia, ni la de los poetas belgas, ni la de poetas chinos, japoneses, ni de la poesía vietnamita, tampoco Proust, nada más que unos poemas que parecen mapas fluviales.

Cómo se lee la obra de un tipo que “escribe sus poemas en un grano de arroz”, como decía Zelarayán. La sutileza del buey que se saca una pestaña del ojo con su pezuña trasera. La evolución de la poesía de Juanele  existe sin detenerse, mediante la acumulación de variaciones minúsculas. Igual que un organismo protoplasmático, proyecta su sustancia en lo que escribo, un protoplasma que crece por medio de largos seudópodos, atraen minúsculas partículas o absorben material líquido: ríos, charcos de agua, arroyos, seres vegetales, insectos, animales, cada uno transmutados en suaves poemas de lengua viva. Los seudópodos se extienden, crean estrofas de una simetría geométrica que se va deshaciendo para dejar una construcción intangible. Una cúpula lisa en ambas superficies, leo el fondo de un arroyo del Litoral: el grano de cuarzo más grueso en el arenoso fondo.

Gastón Moyano (Mendoza, 1983). Publicó los libros de poesía La Bestia Negra del Proletariado (Borde Perdido Editora), Pico de Oro (Editorial Babeuf), La parte de la prima (Ediciones Culturales) y participó de la antología de poesía Después del fin (Editorial Babeuf).

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