Reseña. Con la interfase “Samuel Beckett” como figura en el tapiz, Matías Battistón (Buenos Aires, 1986) deriva reflexiones sobre la práctica de la traducción y “consigue plasmar el diario incidental de una inteligencia”.por Sebastián Menegaz
No tiene nada que ver con La madre de Beckett tenía un burro, pero en un pasaje de Los anillos de Saturno, Sebald cita el final de ‘Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius’. «Pero a mí, concluye el narrador —es esto lo que escribe Sebald—, no me preocupa, en la serena ociosidad de mi casa de campo sigo perfeccionando una traducción quevediana del Urn Burial de Thomas Browne (que no pienso publicar)». Como acaso todavía se recuerde, en el original, Borges pone: «Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne».
Más allá de los transportes que Sebald observa para establecer la apropiación estilística de la paráfrasis sobre dispositivo propio, no deja de resultar divertido que, de la lengua alemana, el narrador de Borges regrese a la nuestra, no ya huésped de un hotel en Adrogué, sino propietario de una casa de campo. Se podría especular: más pudiente o más gótico. Del mismo modo —y casi en la misma página— tendremos noticias de que Salto Oriental queda en Argentina y no en Uruguay, y que en esa misma localidad, no sólo no fue fechado y firmado el texto del narrador de Borges, sino que en Salto Oriental, y no en Sur, es decir: en una ciudad argentina imaginaria de provincias, fue publicado por primera vez el cuento.
«Los hrönir de segundo y de tercer grado —los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön— exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen», escribe Borges en ‘Tlön…’. Pero no se trata aquí de aventurar que Borges instile (en el mismo texto del que se vale Sebald para restituirnos por default una demostración empírica) su hipótesis sobre la naturaleza traslativa de la literatura en su conjunto —y en consecuencia, de toda categoría sustantiva de la realidad—. Tampoco de endilgarle los equívocos al autor de Los emigrados. Se trata, no más que esto, de atraer la atención sobre los sedimentos (Matías Battistón diría: ‘las marcas afantasmadas’, o casi) de la versión alemana de Ficciones que leyó Sebald, y por extensión, de los de cualquier otra traducción, latentes en la obra (ese Delta) y que no estamos sino, condenados a asimilar. A convertir en cultura.
No tiene nada que ver con La madre de Beckett tenía un burro porque Battistón de hecho no habla de Sebald. Sí de Borges (o de Sur), mas no, como podría esperarse, de las traducciones al alimón con su madre, ‘Las obras completas de Leonor Acevedo’ —Las palmeras salvajes, Un cuarto propio, etc. —, porque para eso ya están William Carlos Williams y la suya, y, mira por dónde, Quevedo: El perro y la calentura (The Dog and the Fever). El punto —de fuga— sería: ¿qué asidero encuentra la presunción de que el traductor de Sebald no leyera el original de Borges? (Fundamentalmente, porque un traductor —como bien se encarga de averiguarlo Matías Battistón en La madre de Beckett tenía un burro— es ante todo un petigrís paranoico). ¿Qué corresponde entonces que ensaye el traductor? Alzar la voz, alcahuetear, salvar la ropa, fingir demencia, en cualquier caso, dar un triste espectáculo. Battistón, joven y prolífico traductor argentino de foja exquisita, probablemente hubiera seguido la pista en un archivo aparte, cotejando las versiones alemanas de Ficciones, devanando las señas particulares de esos traductores, internándose en bosques a poco cada vez más extendidos, pero al mismo tiempo, cuanto más irradiados, misteriosamente concéntricos. En otras palabras —o en cuáles si no, tratándose de traducciones—: de tales artes derivativas es que Matías Battistón vendrá a componer —contra todo listing a reglamento— un libro orgánico. Un extraordinario tejido de cabos sueltos con la interfase Samuel Beckett, en su caso, como figura en el tapiz.
«Con lo que queda afuera al traducir, con lo que anoto en cuadernos y archivos que después no abro nunca más, con lo que me sigue rondando en la cabeza un tiempo hasta apagarse, se podría armar un libro», vislumbra Battistón, y se manda. No, Sebald no tiene nada que ver (quizá, como el burro de May Beckett en Malone o Molloy) pero ese libro bien podría haberse titulado, Le promeneur solitaire. De hecho: los subtítulos que borda Battistón en su excursión parecen acuarelas, notas visuales tomadas del natural: ‘Construir un establo’, ‘La máquina de respiración’, ‘Beckett y el corazón de alcaucil’, ‘Combustible para un bonzo’, ‘El mutante de Leminski’, ‘Papas y manzanas’, ‘Una cierta fantasía’, ‘El fugitivo’, ‘Burros y tortugas’, y el bordado sigue, fulgura, según pasan los años (cuatro) que a Battistón le lleva traducir la Trilogía para —faltaba más— Ediciones Godot.
Como en la contratapa baitera de una colección de cuentos, también podría enumerarse: un traductor desaparece, como Wakefield; otro aparece flotando en el Sena; otro no recuerda que él mismo es el autor; otro ignora que ha sido contratado para que la tarea lo conduzca a la muerte; otro traduce de su lengua materna para no incurrir en el parricidio; otro, avenger, disemina adverbios de duda terminados en ‘s’ como cazabobos. Pero de su promenade, Battistón regresa con algo más que esta vendimia. Consigue plasmar —en un castellano límpido, de estricto garbo, energizado por la inflexión argentina— el diario incidental de una inteligencia. La meditación sobre el oficio, que es de lo que se trata, a partir del distingo de los lugares comunes de la meditación sobre el oficio, con un humor y una leggerezza dichosos, que hace de la inteligencia, como en todos los buenos libros, el verdadero sujeto de la acción.

La madre de Beckett tenía un burro
Matías Battistón
Emecé
2025
200 páginas

