América en su literatura fantasma.
“La justicia me está haciendo una novela y yo se la hago a la justicia”, patentó el joven escritor momposino en 1866 para probar su inocencia. La columna de Facundo Ruiz suma otra presencia fantasmática a la biblioteca americana con una historia cruzada por lagunas y contradicciones que echan luz sobre el singular Candelario Obeso.
por Facundo Ruiz
Colombia, meses antes del 1° de abril de 1866. Noche apretada en el silencio y el sudor. En la barranca adormila al caimán la rumia del río y al pescador, en la choza palafítica, arrullan medrosos los mosquitos. En la quieta Bogotá, un joven alto y descalzo camina calmo por los tejados, achicharrando su figura a la luz de la luna para menos verse, con un revólver en una mano y sus zapatos en la otra. Cada tanto se detiene, transpirado, y las opciones parecen definitivas: o deja los zapatos o deja el revólver. A cada lado se le pringan y ceden incómodos entre los dedos. Opta por secarse con el antebrazo y continúa, apenas ojeando donde la sombra es dura y asegura a sus pasos. Ha llegado hace poco a la ciudad remontando el Magdalena hasta el puerto de Honda para continuar hasta la capital por el camino Real, trazado tres siglos antes por los conquistadores para asegurar el comercio de oro y joyas, vigente todavía. Tiene una beca para estudiar en el Colegio Militar, fundado cinco años antes, junto a la Escuela Politécnica, por el militar y expresidente Tomás Cipriano de Mosquera que, siguiendo el napoleónico ejemplo, persigue ingenieros. Pero esa noche se dirige a casa de Zenaida, de quien se enamoró apenas llegado, costurera de 14 años, con quien –no lo sabe esa noche– tendrá varios hijos que no sobrevivirán y fundará la casa que todos los bogotanos reconocerán como una razón social: Obeso & Zenaida. Esa noche a la pistola la explican sus precauciones, los densos humores políticos, y la Constitución de Rionegro, tres años anterior, que permite a los ciudadanos portar armas. Aunque llevarla desenfundada es distinto, o menos claro, e hipnotiza la anécdota con un brillo enigmático en la noche callada.
En algún momento, pero cuando se encuentra pasando por la casa del famoso orador y futuro –aunque fugaz– presidente, hace ruido, crujen las tejas o simplemente ladran los perros de Rojas Garrido. La servidumbre no sólo se despierta: se levanta, como si nunca antes hubieran ladrado los perros. Candelario Obeso se detiene, no se espanta: oye al contrario un desvelo que no conoce, el capitalino. Rápidamente el murmullo enciende velas, menta y escruta: todo se opaca. Y entonces, pero al patio, cae el revólver. O se le cae, pues no lo suelta, inexplicablemente, ahí mismo, y otra vez la anécdota es confusa. Y el poeta emprende la retirada. Huye, escapa, se esconde.
Todavía con los zapatos en la mano y la camisa empapada, llega a su casa. Al otro día los diarios publican, vocean por las calles, la tentativa de asesinato. En la ciudad buscan al asesino, al supuesto y al fallido, y naturalmente no lo encuentran. Candelario decide no salir de su casa hasta escribir una novela. Su respuesta a los hechos es poco menos que desconcertantemente lúcida y tal vez Kerouac, y no Rojas Garrido, le deba la vida.
Una mañana, tres días después y todavía sin dormir, el poeta golpea la puerta del político. Bajo el brazo se apiña un manojo de papeles. Lo invitan a pasar y el rumor doméstico cede. No tardan en preguntarle a qué se debe atribuir la visita, y en el silencio, hasta lo muebles aguardan. Candelario dice que sólo hablará con el senador y pide verlo. Uno de los hombres de Garrido, parado junto a la puerta, se endereza o se acomoda. Todo puede atribuirse al calor, excepto la inexplicable presencia de ese joven ojeroso de 17 años que exige la presencia del doctor. Garrido aparece, levanta una mano y lo hace pasar a su estudio. Tenga la bondad de sentarse, le dice sin indicar la silla. Y enseguida repite, mientras va pasando del otro lado de su escritorio, interponiendo una elocuente –asaz prudente– distancia del díscolo convidado de piedra, a qué debe atribuir el placer de la visita. Maestro, pronuncia Obeso, me trae un asunto grave: ¿es verdad que hace tres días intentaron asesinarlo? Es evidente, dice Garrido como si recitara la piedra Rosetta. ¿Y conoce el nombre del responsable? No todavía: la policía ha reconocido el arma y está tras la pista. Se miran, y en realidad, el poeta y el político se esperan. Decidido, Candelario dice que esa misma tarde él, José María Rojas Garrido, futuro presidente de Colombia, orador notable, va a deponer la pesquisa, va a impedir que continúe. Parado junto a la puerta, uno y tal vez el mismo hombre de Garrido, otra vez, se endereza o se acomoda. El senador levanta la vista, palpa su barba y a ciencia cierta abre un paréntesis (alguien sobra, pero no es claro si se trata del hombre junto a la puerta o del recienvenido).
Candelario se sienta con el rollo de papeles tan húmedos como calientes por la caminata bajo el sol inclemente de las once de la mañana. ¿Y bien? Obeso apenas se mueve para estirarle el bollo. Rojas Garrido duda y luego lo toma, se coloca sus lentes y empieza a leer. Orejea el título: Qué cosa sea el asesinato del doctor… Novela que responde a cosas del día, y esboza una sonrisa, que incrédula no deja de ser temerosa. Dos veces levanta la mirada. Los ojos del poeta están en el mismo lugar desde que entró. El senador sigue leyendo. Cuando termina, dice la anécdota, pero seguramente mucho antes, tira los papeles o los quita del medio. Cómo se atreve, escruta molesto al infeliz que por primera vez se le muestra tal cual: infeliz y joven, negro y pobre; pero sólido y propio como un planeta aparte. Inmutable kafkiano, Candelario Obeso dicen que respondió: Me atrevo, querido Maestro. La justicia me está haciendo una novela y yo se la hago a la justicia.
La novela y la causa desaparecen, juntas. Hay quien dice que al mismo tiempo dejan de ser ciertas. Pero no es seguro, porque unos años más tarde, ante sucesos semejantes, su reacción se repite: durante los treinta días que estuvo preso en Bastidas, para vengarse de sus enemigos, escribió novela La familia Pygmalión (1871). Y seis años después, cuando aparece Cantos populares a mi tierra, donde el poeta –a diferencia de los publicados en el periódico El Rocío entre 1872 y 1874– ensaya sus poemas con la singular lengua de los bogas (remeros del Magdalena) y, posiblemente, asienta en América la tradición de una poesía negra escrita, la presencia de Rojas Garrido entre los “apoyadores de esta empresa” podría indicar otra cosa. Pues que Candelario no olvidaba a quien lo ayudaba es seguro, y así, en la dedicatoria a Rafael Núñez en su única obra de teatro, Secundino el zapatero (1880), dice: “Cuando desamparado, desde la cumbre altísima de mis aspiraciones, rodaba ya al abismo por carecer de alientos –bañado el rostro en lágrimas, yo que no lloro nunca aun cuando siento tanto– usted me gritó excelsior! i me tendió la mano jeneroso, echando en noble olvido circunstancias mui graves”. En cualquier caso, poco se vuelto a saber de las historias rodean y extravían los otros libros de Candelario Obeso, nacido un 12 de enero de 1849 en Mompox. Si bien del poeta, traductor de Shakespeare y Hugo, Musset y Tennyson (aunque, se ha dicho, fueron los mil pesos de la traducción de Nociones de táctica de infantería, de caballería y de artillería de León Sagher con los que compró libros, muebles, flores, rancho, vinos, limones y botas para Zenaida, y un vestido nuevo que estrenó con pompa), inverosímil mercader de diamantes del Brasil (como lo presentaron en París), efímero cónsul en Tours (dos veces), maestro de escuela en Sucre, segundo jefe del batallón de Cazadores en la guerra de 1876, tesorero municipal en Magangué (de donde, como habitualmente sucedía, desaparece sin aviso, dejando en unas chinelas que abandona las monedas de oro que había recaudado), intérprete nacional en Panamá, y polígrafo inagotable, se han acumulado noticias disímiles, que no pocos asocian con el turbio y solitario, pero final, suicidio bogotano del momposino en 1884, cuando se encontraba –como el otro poeta de vulgar lengua– nel mezzo del cammin di sua vita.