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Volver a los clásicos en una torsión que permita pensar desde otro lado la literatura contemporánea. Contexto histórico, realismo, punto de enunciación, reescritura, la escritura como descomposición de segundo grado. Leandro Diego lee el último libro que Truman Capote publicó en vida y pone en valor los circuitos que lo componen, aunque algunos entren en corto.
por Leandro Diego
En La experiencia opaca: literatura y desencanto, Florencia Garramuño fija 1973 (el año de publicación de El frasquito, de Luis Gusmán) como un mojón local a partir del cual “la distinción entre literatura y vida, personajes y sujetos, narradores y yoes parece resultar irrelevante”. Si bien la autora se refiere a un fenómeno endogámicamente literario, se puede decir que textos clásicos como Operación masacre (Rodolfo Walsh, 1957) y A sangre fría (Truman Capote, 1966) hacía rato que venían militando, desde el periodismo de no–ficción, esta indistinción clave para la narrativa contemporánea.
A diferencia de Walsh, que tuvo una relación más de ida y vuelta con la literatura de ficción (y en quien se podía diferenciar con cierta claridad cuándo escribía una cosa y cuándo la otra), Capote pareció haber tomado otro camino. En su obra se funden la pericia técnica, el oficio y una problemática relación entre arte y vida, literatura y realidad. Y aunque, en virtud de su fidelidad al género periodístico, su concepto de realidad pareció estar siempre más cerca del acontecimiento que de la experiencia, vale la pena asomarse al libro en el que se propuso hacer algo diferente.
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Capote escribe el prefacio de Música para camaleones (1980), el último libro que publica en vida, para decirnos que lo que vamos a leer es lo mejor que ha hecho, su pico creativo, el resultado de un dilema que lo había llevado a releer obsesivamente toda su obra y que lo había amenazado con la posibilidad del silencio. El dilema era este: ¿cómo escribir algo pudiendo volcar en la escritura toda su experiencia con las diferentes formas y géneros con los que había trabajado? Parecía importarle que, si iba a haber obra, no fuera a causa de una domesticación de su potencia literaria.
Vuelvo a citar a Garramuño: “En el modo en que la literatura se relaciona con la experiencia, en el género y la forma que adopta para hablar de ella, en la manera en que la literatura constituye experiencia, se definen también los diferentes conceptos de lo que es literario o no, de lo que es literatura y de cuáles son su rol, su función y su lugar en la sociedad”. Es interesante, porque si bien el objetivo manifiesto de Capote no era literario sino personal (liberar todo el potencial de su experiencia), en Música para camaleones se cifran dos cuestiones totalmente vigentes hoy: el de la relación entre sujeto de la experiencia y sujeto textual; y el de la referencialidad, es decir, la relación que existe entre el mundo de los acontecimientos que se refieren (reales, en el caso de Capote) y el mundo que emerge (se constituye) del texto.
Por eso, tal vez convenga leer Música para camaleones como una especulación: la intuición de un par de problemas y el ensayo, a través de una escritura urgente, de diferentes formas de abordarlas.
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En la primera parte, que le da nombre al libro, los relatos adoptan la forma clásica de la narración autobiográfica en primera persona: situaciones cotidianas (supuestamente vividas por Capote), con mucho diálogo.
Tal vez como contrapunto del esfuerzo objetivista que le había supuesto A sangre fría, la respuesta que encuentra Capote a la pregunta que se plantea en el prefacio (y las que siguen son sus palabras) es “colocarse en el centro del escenario”. En este sentido, “Féretros tallados a mano”, la nouvelle que compone la segunda parte de Música para camaleones, puede leerse como una versión corregida de su obra más famosa, que esta vez incluye al cronista. Y lo incluye por duplicado: hay un personaje Truman que interviene en los diálogos (citado con las iniciales TC), en los que a veces, para referir sus acciones o movimientos, se lo conjuga en tercera persona del singular (y entre paréntesis); y hay un narrador autobiográfico Truman que compone, en primera persona, las introducciones situacionales de cada escena.
Por último, en “Retratos coloquiales”, la tercera y última parte, como si quisiera desembarazarse de ellas para luego escribir libremente, las referencias situacionales son dadas a través de subtítulos al comienzo de cada texto (Lugar, dos puntos; Escena, dos puntos; Tiempo, dos puntos).
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Algunos textos de Música para camaleones quedaron rodeados de un aura efectista difícil de evadir, cuyo clímax más elocuente tal vez se observe en el famoso “Una luz en la ventana”. Es cierto que este efecto tal vez no obedezca tanto a las decisiones del autor como al simple paso del tiempo. Pero hay que decir que ya en 1980, la sobreexplotación (a expensas del entretenimiento) de la relación que a veces, efectivamente, la vida puede tener con la estructura de los relatos, bastaba para no caer en ciertas trampas. Como si Capote no hubiera percibido “el débil espesor que la experiencia propiamente dicha tiene en su propio acaecer”, la excesiva fidelidad referencial que pone en juego en sus relatos, termina anulando la experiencia de lectura, cuando de ella se extraen estructuras demasiado reconocibles.
Algo parecido sucede con la descripción, como puede observarse en “Mr. Jones”: “Era un hombre apuesto, de unos cuarenta años. Esbelto, de pelo negro, rostro distinguido, pálido y delgado, pómulos altos, con un lunar en la mejilla izquierda. Era una marca defectuosa, con forma de estrella. Usaba anteojos de aros de oro y lentes muy oscuros. Era ciego y además lisiado”. Ciego, lisiado, lunar con forma de estrella, anteojos de oro. La presencia de estos elementos (que tal vez formen parte de esa “vida perdida para la literatura por culpa de la literatura” que había advertido Pizarnik) hace que sea imposible ir al texto, poniendo en jaque, nuevamente, la experiencia de lectura.
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La escritura es una inevitable descomposición, y de segundo orden, porque la primera es la propia experiencia, el modo en que interactuamos con el mundo, la vida, lo real (“No es el mundo el que está allí, es la relación con el mundo”, dice Henri Meschonnic). La lectura es la inevitable composición de un (otro) mundo.
Por eso es tan delicada la (re)lectura de los clásicos. Porque siempre se corre el riesgo de leer literalmente, sin contexto (sin historizar la problemática arte–vida, por ejemplo), creyendo ingenuamente que las operaciones de los autores han sido ejecutadas sobre los contenidos, sobre los recursos, como si así se construyera un estilo, convirtiendo toda búsqueda (toda “antropología especulativa”, diría Saer) en método.
Sin una reflexión profunda sobre la referencialidad, el sujeto de la experiencia y los modos de ordenar y desordenar mundos, el estudio de las formas, en la tiranía del hacer a la que se somete toda práctica contemporánea, compele un riesgo en el que la escritura y la lectura, en tanto prácticas emancipatorias, pueden ahogarse: el entretenimiento y el hábito.
Quizás ahí esté el mayor valor de Música para camaleones: en que, incluso escrito para resolver un dilema personal, lidia con las problemáticas inevitables de toda literatura honesta: la del sujeto en tanto punto de vista –real o imaginario– que resulta del texto, y la de la referencialidad al mundo –real o imaginario– que también resulta del texto. Aunque sus soluciones puedan resultar insuficientes (¿acaso no lo son todas?), Capote no esquiva el problema del ordenamiento de la realidad, no reniega de la contradicción más intrínseca a la práctica literaria: que la escritura, como descomposición de un mundo, deviene, inevitablemente, en la composición de otro. Que el resultado se opone a la actividad. Que la obra traiciona la experiencia.