Reseña.
¿Cuál es el lugar del sujeto en el esquema de la indagación estética? ¿Puede el arte liberarse de la ficción epistemológica positivista? Publicado por Borde Perdido, el libro de Bruno Grossi (Santa Fe, 1985) es una reflexión filosófica sobre las pasiones que el arte detona y su relación con la ciencia y con el mundo. Oscilando entre polos en tensión —placer / saber, gratuidad / compromiso, autonomía / función social, experiencia interior capaz de alterar al sujeto / movimiento hacia afuera capaz de transformar la realidad—, el texto busca un posicionamiento que no traicione el vértigo subjetivo, constitutivo de la figura del lector y el ensayista.
Por Nicolás Ricci
El ensayo Vertigo index veri. La estética considerada desde el punto de vista del mal parte de un diagnóstico incuestionable: la crisis de la crítica. Para hacerle frente, el investigador Bruno Grossi aborda el problema desde la teoría, parado sobre los hombros de Adorno, Barthes y Bataille. Según la hipótesis del libro, la crítica neutraliza con sus métodos la potencia transformadora del arte en pos de un orden útil. En las antípodas del formalismo, los críticos actuales se limitarían a corroborar que el mero contenido de las obras esté en armonía con valores no artísticos, ignorando la técnica, anulando su singularidad formal, por lo general en nombre de cierto espíritu de época. De la caracterización, se infiere un sistema de dispositivos epistemológicos que manipulan bibliografía para terminar comprobando, circularmente, sus hipótesis iniciales.
El libro nace de plantear una tensión entre la experiencia de la obra de arte y el saber en torno a ella. Por un lado, la primera, pura intensidad y goce, muchas veces aburrimiento, pero de algún modo movilizadora; por otro, el saber, institucional, hijo castrado de la ciencia, producto de la distancia, el método estandarizado y la reducción. Lo cierto es que la lectura de una obra auténtica —piénsese en la primera vez que leímos El fiord, que alguien del XIX leyó a un simbolista, o que alguien del XVIII leyó a los románticos— produce un estremecimiento tan violento que puede poner en crisis al lector. El libro ofrece un amplio abanico de equivalencias para nombrar a esta instancia subjetiva: vértigo, arrebato, descentramiento, perversión, perturbación, alteración, desequilibrio, desgarramiento (para limitarnos solo a las categorías que aparecen en la primera página). Existe pues un pathos de la lectura ligado al goce experiencial, que la ciencia ignora o peor aún diluye para construir una ficción de objetividad, y que habría que de algún modo recuperar.
Esa es la función del ensayista, modelo epistemológico y acaso figuración del autor. Lejos del académico y del diletante, quizás más cercano al artista, el ensayista autónomo sería el único capaz de recuperar el vértigo, de fundirse con la obra y dejarse alterar por ella. Ni el paper utilitario ni el consumo cultural pasivo; solo el ensayo —“mediante la subversión del método científico, la puesta en cuestión del lenguaje en general y (…) la propia interrogación del sujeto por la vía de la escritura”— puede encarar un análisis minucioso de la forma textual para acompañar y fortalecer una “experiencia individual radicalizada”.
En parte, el trabajo es una indagación personal, en la medida en que Grossi (becario post-doctoral del Conicet) argumenta contra lo que entiende como las restricciones debilitantes de su propia formación, conservando su arsenal (en principio, la teoría alemana y francesa). Incluso señala que la fórmula en latín del título —soloel vértigo es indicio de verdad— tiene a la vez “alcances epistemológicos y existenciales”. Así, para dar cuenta de su conmoción interna al tratar el asunto, terceriza sus sensaciones en la figura del ensayista, a quien la tensión-base “desgarra” y “enfurece”, que siente “vergüenza” cuando indaga sus perturbaciones personales y “culpa” al acercarse a la ciencia, a la que “quiere pertenecer e impugnar simultáneamente”. Podría pensarse este lenguaje catártico como una forma de poner en práctica las ideas centrales del texto, con su énfasis subjetivo. Y sin embargo, hay una anomalía en el mecanismo: una sola vez, casi como un descuido, en el tercer parágrafo y nunca más, aparece la primera persona, como si no terminara de decidirse si asumir la voz introspectiva en nombre propio o privilegiar la proyección de un otro especular.
Las dos obsesiones de Grossi son la estética y la moral (adoptar “el punto de vista del mal” no surge del dilema de un esteta, sino de un moralista). ¿Y cómo entra el mal en todo esto? La argumentación acude a la antropología para aclarar el asunto: piensa el arte primitivo, rupestre, como una práctica peligrosa, que atentaba contra la vida comunal al salirse de la dinámica productiva (caza, recolección, cuidados) que garantizaba la frágil supervivencia del clan. Ahora bien, el mal late en el corazón del arte de todas las eras dado que —siempre que no sea mero refuerzo del yo, siempre que no se someta a la dinámica del consumo— postula un mundo intraartístico en disputa con el orden exterior y sus valores (productividad, orden, etcétera). Según la concepción del autor, el arte es amoral, éticamente indiferente, no tanto por sus intenciones explícitas, sino porque desencadena fuerzas impredecibles, no alineadas con los principios comunitarios.
La segunda mitad del libro es un alegato por la gratuidad del arte, su autonomía, su no instrumentalización. Si la sociedad lo ha domesticado para transformarlo en un bien inofensivo, entretenimiento, signo de status, cosa entre las cosas de una vidriera, la operación del libro radica en enfatizar su indeterminación peligrosa y su inmanencia: el arte, reafirmado en sí mismo, no necesita justificar su existencia sometiéndose a parámetros de la realidad exterior. Antes que abrazar el Bien como mandato social, la obra auténtica opta por el destierro. Para un poeta, dice el autor, es preferible la expulsión de la República platónica —que surge de tomar en serio a la poesía— a la benevolencia interesada que ofrece el presente.
Pero luego de insistir enérgicamente en la defensa del arte por el arte, el riesgo, Grossi lo sabe, es hacerlo caer en una inanidad despolitizante, en la que obra y sujeto se cierren en un comercio libidinal sin huella ni resto. Por eso introduce, muy cerca del final del libro, categorías nuevas con el fin de repolitizar la cuestión. En primer lugar, propone una “hipermoralidad”, de la que poco se explica, y que consistiría en extremar la moral, en “confrontar a cada paso la experiencia con lo exterior”. En segundo lugar, se detiene a considerar que entre las fuerzas desencadenadas por la obra puede hallarse la “compasión” (por la injusticia, por el sufrimiento ajeno), y que por lo tanto resulta imposible abandonar los escrúpulos comunales. La reflexión llega a su fin sin haber explotado estas complejidades de último momento, concluyendo en que esta nueva tensión (entre la necesidad individual de voluptuosidad y vértigo, ampliamente desarrollada en el texto, y la súbita necesidad de actuar políticamente) no se resuelve, sino que el sujeto debe aprender a pilotear.
El libro, que enfatiza sobre el valor formal de las obras, evidencia un esfuerzo por innovar en su propia estructura compositiva. Casi cien bloques de texto, siempre un solo párrafo, siempre menos de una página, todos con su título específico. A simple vista, parece invitar a la lectura salteada, pero al rato de entrar en el libro se entiende que esos fragmentos no son independientes, sino que componen una unidad claramente direccionada, como lo prueban el uso constante de conectores al comienzo de cada nuevo parágrafo. El tono es a la vez refundacional y moderado: “La nueva crítica debería fundarse en…”: grandes objetos operados en condicional, porque no se trata de un manifiesto, sino del comienzo de una discusión. De ahí que sea necesario abrirse a la comunidad y no baste con cerrarse en la experiencia interior. Para salir de la crisis, no tenemos aún un programa pero Grossi ofrece sus certezas hasta el momento: no a la utilización justiciera y superficial del arte, no al nihilismo, no al academicismo estandarizado; revalorización de la experiencia inmediata (o mediata pero anárquica y perturbadora), ensayo, textualismo.
Vertigo index veri. La estética considerada desde el punto de vista del mal
Bruno Grossi
Borde Perdido
2024
108 pp.