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LA NOVELA DE LUCIA BERLIN

América en su literatura fantasma.

Al principio fue la novela: en el caso de Lucia Berlin, una novela hipotética que se adivina entre los cuentos que sí publicó. En la tercera entrega de “América en su literatura fantasma”, Facundo Ruiz avanza sobre una escritura, la de Lucia Berlin, que se cimentó en conversaciones, cartas y viajes por países en ebullición; una escritura que, entre el asesinato de Moctezuma y la Revolución cubana, encuentra combustible en su “optimismo empedernido”.

por Facundo Ruiz

Y no hobieron bien acabado el razonamiento, cuando en aquella sazón tiran tanta piedra y vara, que los nuestros que le arrodelaban, desque vieron que entre tanto que hablaba con ellos no daban guerra, se descuidaron un momento de le rodelar de presto, y le dieron tres pedradas, una en la cabeza y otra en un brazo y otra en una pierna, y puesto que le rogaban que se curase y comiese, y le decían sobre ello buenas palabras, no quiso, antes, cuando no nos catamos, vinieron a decir que era muerto. Y Cortés lloró por él. Era 29 de junio de 1520, Tenochtitlan, y 15 de marzo de 1964 en la furgoneta VW, de camino a Teotihuacán, cuando Mark y Jeff Berlin también lloraron la muerte de Moctezuma, el llanto despertó al pequeño David, y su madre detuvo la lectura en voz alta de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo para consolarlos. En la ruta alternaban los matorrales de encino y las nopaleras, y el motor Porsche, que Buddy Berlin había adaptado al vehículo para que resistiera mejor las rutas mexicanas, tronaba inconmovible. 

Lucia Brown hablaba y leía perfectamente español desde muy joven, cuando su padre Ted Brown, recién vuelto de la Segunda Guerra Mundial, fue enviado a Santiago de Chile, donde Lucia hizo la secundaria y la familia vivió hasta entrados los 50. El contraste era notable: había nacido un 12 de noviembre de 1936 en Juneau, Alaska, y se había criado en pequeños pueblos mineros de Idaho, Kentucky y Montana, y cuando su padre –Pearl Harbor mediante– fue al frente de batalla como teniente de la Marina de Estados Unidos, pasó una claroscura temporada en El Paso, en casa de sus abuelos. Y de pronto, por única vez, se encontraban viviendo en una casa de dos pisos, estilo inglés, con un florido y amplio jardín, chimenea revestida en mármol y gigantescos espejos de marco dorado, en la cual dos jardineros y dos empleadas atendían las necesidades, en el residencial barrio La Providencia. Lucia y sus amigas iban a la modista y a la peluquería antes de almorzar en el Hotel Carrera o merendar en el Crillón, donde pocos años más tarde la escritora María Carolina Geel mató a su amante de un tiro y fue condenada a tres años de prisión, que no cumplió, gracias a la intervención de la cónsul en Nueva York, Gabriela Mistral. Algunas de ellas, recordará Lucia, murieron defendiendo la revolución, otras se suicidaron al ver ese mundo desvanecerse. Aunque revistaba en la industria minera, y viajaba frecuentemente a Bolivia y Perú, es más probable que el padre de Lucia trabajara entonces para la recién oficializada Agencia Central de Inteligencia (CIA) que, preocupada por el desenvolvimiento del Partido Comunista, operaba en Chile desde 1948 y donde recluta, en 1950, al tristemente célebre David Atlee Phillips, quien alerta a la agencia en 1952 de un dirigente del Partido Socialista cuya capacidad oratoria lo impresiona: Salvador Allende. 

De modo que, aunque el español de Bernal Díaz les resultara rugoso, sus hijos comprendieron inmediatamente la muerte del que consideraban el héroe de esa historia y se largaron a llorar. Venían de vivir un tiempo en la paradisíaca bahía de Yelapa, cerca de Puerto Vallarta, en una palapa a orillas del río, rastrillando escorpiones por las mañanas y llenando de querosén los hormigueros de podadoras por la noche, hasta que reaparecieron la morfina, los traficantes, las risas anónimas en la oscuridad, y hubo que volver a alejarse de la adicción de Buddy a la heroína. Pensaban, al renovar los permisos de turista en la frontera, seguir viaje por Guatemala, pero llegaron cuando comenzaba la temporada de lluvias, Buddy se había quedado sin droga, los tres niños con gripe no paraban de vomitar y los sorprendió el dengue. Como había ocurrido al conquistador 440 exactos años antes en su ida a Las Hibueras, el viaje resultaba imposible.

Para entonces, Lucia recién comenzaba a firmar como Berlin, apellido que también adoptaron sus dos primeros hijos, del primer matrimonio, con Paul Stuttman, un escultor que pedía le planchara los calzoncillos para no ponérselos fríos, con el que tuvo a Mark para evitar que lo enviaran a la guerra de Vietnam y que, sin aviso, la abandonó unos días antes de que naciera Jeff. En los primeros cuentos, en cambio, como el publicado en 1961 en el cuarto número de The Noble Savage, dirigida por Saúl Bellow y Keith Botsford, todavía aparecía como Lucia Newton. Amigos de su amigo Robert Creeley, con quien charlaba y tomaba vino Gallo durante horas, acompañados por Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Gerry Mulligan, entre otros, Race Newton y Buddy Berlin eran músicos de jazz. Con el pianista se casa en 1958 y al año siguiente se mudan a Nueva York, a un departamento con vista al Hudson donde el agua caliente y la calefacción se cortan a las 5 de la tarde, y todo el fin de semana, en la zona que formaría parte del World Trade Center y donde había un mercado de abastos que cada noche se animaba con sus puestos de frutas y verduras y el sonido de los carros tirados por caballos sobre los adoquines. Poco después, Denise Levertov, Mitch Goodman y el pequeño hijo de ambos, Nikolai, alquilan el piso de arriba y enseguida hacen amistad. De ese grupo, con quienes era habitual ir a escuchar a Thelonius Monk y a Scott LeFaro, a Miles Davies y a Coltrane, también participa Amiri Baraka, entonces LeRoi Jones, que acababa de volver de Cuba y de escribir su “Cuba Libre”, y mientras revisaba las pruebas de los poemas de Prefacio a una nota de suicidio en veinte volúmenes de 1961, ya preparaba, con sus columnas en la revista Down Beat, su Blues People: Negro Music in White America de 1963, al mismo tiempo denuncia del monopolio blanco de la crítica de jazz y paso fundacional en la historia de la música negra escrita por afroamericanos. Las conversaciones con él, por sus diferencias y atracciones, incluso cuando ya no se frecuenten y ella sólo lo lea, continuaron: “Ah, escribí una especie de parodia de las objeciones de LeRoi a que la gente viva en países extranjeros, salvo que coincido con él”, dice en 1964.

En ese clima y a fines de los 50 Lucia Berlin comienza a escribir. Entonces la editorial Little, Brown and Company, que ha leído cinco cuentos, le ofrece firmar un contrato y le anticipa 250 dólares por una novela que apenas tiene unas páginas. Si la aceptan habrá otros 1000, si no, puede quedarse con 125. A Lucia le molesta que le paguen antes de leer, y así se lo comenta a su amigo, el poeta Edward Dorn, a principios de 1960. También le molesta que, tanto la agencia como la editorial, sin leer ya vean en la novela “la típica escena de cinemascope de Tab Hunter cabalgando al viento” (si bien recién había estrenado That Kind of Woman, junto a Sophia Loren y dirigidos por Sidney Lumet, seguramente Lucia pensara en Island of Desire de 1952, que lo había vuelto un ídolo) y especulen con los derechos para cine. Y todo empeora en el almuerzo, que le proponen en el Hotel Algoquin: el agente toma un bourbon tras otro –ocho cuenta Lucia, que sabe de paladares secos– y lo único que quiere es que ella no hable para explicar él al editor lo que ella va a escribir. El editor, “un aspirante a idealista descafeinado”, dice que ha tenido que leer tres veces esas páginas, y le confiesa: como novela es mala, pero no quiere perder al agente. Al despedirse, el editor le susurra que ella es tan encantadora como su escritura y el agente casi aplaude, entusiasmado, y dice: ya lo tienes, cielo. “La única salida para no estamparlo contra el macetón de la palmera era mandarlo al diablo, cosa que hice sin reparos y ya no me siento en deuda”. 

El caso es que tampoco a los Goodman, como refiere a sus vecinos, la novela les ha gustado. Race está otra vez tocando fuera de Nueva York, así que no puede consultarlo. Maggie, una amiga de Denise Levertov, con quien Lucia está aprendiendo cómo ser modelo de moda, no entiende dónde está el problema: es dinero y ya, le dice. Y Dorn se enrosca en la relación entre arte y dinero, y a ella su carta le resulta sarcástica, o simplemente la respuesta de quien no la ha escuchado como esperaba. Ella no sabe si quiere la novela o lo que hay en ella: el momento en que la escribió, cuando “mi condenado corazón rebozaba de alegría”. Finalmente, decide pasar por la editorial y llevarse uno de sus cuentos, que le gusta mucho; “el resto son páginas, que las explote como quiera”. Piensa que quizá ya no vuelva a escribir, al menos no lo hará para cumplir con nadie. Vuelve a leer a Hardy, a Hudson, le encantan. No le pasa lo mismo con Virginia Woolf. Lee El almuerzo desnudo y sus frases la atrapan y desconciertan. En 1961 se va, sin aviso, con Buddy y sus hijos a México.

La novela de Lucia Berlin explota, como un Big Bang, en el punto exacto donde todo había comenzado y, de golpe, se detuvo. Luego, cuando su universo se enfríe lo suficiente para permitir la formación de átomos y galaxias, ya no habrá sino cuentos, que acabarán siendo setenta y seis. De esa novela, o de lo que hizo detonar y aparecer, queda en los relatos su nítido fantasma, quizá no esa rebosante alegría pero su efecto, “el estridente optimismo”, que para ella era ella misma, o su vida y su literatura. Su vida en su literatura. Al fin y al cabo “mi preciosa novela” –anota en 1959, el año de la revolución– “es solo un tratado sobre mi personalidad de optimista empedernida”.    

Zona de Manhattan conocida como Radio Row, donde Lucia Berlin escribió su novela (hoy desaparecida como el barrio) y que algunos años después sería tirado abajo para construir el World Trade Center).

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