América en su literatura fantasma
Segunda entrega de la columna de Facundo Ruiz sobre libros perdidos, de los que solo sabemos por comentarios. Luego y a raíz del terremoto que en 1755 destruyó Lisboa, el historiador y genealogista Pedro Taques, original de São Paulo, vive una o varias crisis económicas, un agravio –acaso justo– en su calidad de funcionario y, ya en la ruina, encara la escritura de esta Historia para vindicar a los mineros paulistas que, medio siglo antes, habían caído ante los portugueses por el control de las minas.
por Facundo Ruiz
Mucha gente se había reunido a las 9.30 del sábado 1 de noviembre de 1755 en la catedral Santa María Mayor para asistir a misa. Destemplados, a las 9.49 algunos vieron chispear las sombras, ondear lentamente la llama de las velas y enseguida apagarse. Lisboa, sin que nadie supiese cómo, temblaba. Y durante 120 segundos se vio sacudida por un terremoto –de casi 9.0 en la escala Richter– inmediatamente seguido por un tercer temblor y un tsunami –que, rompiendo las murallas de Cádiz, avanzó y sorprendió las costas de Marruecos– y luego por un moroso incendio. Hay quienes dicen que el incendio ocurrió antes, y que el tsunami sólo lo tornó ingobernable. La ciudad quedó prácticamente destruida. Los muertos se contaban por decenas de miles y los había ahogados, quemados y aplastados. Los efectos sísmicos, que le confirmaron a Voltaire el absurdo optimismo de Leibniz y movieron a Kant –recién nombrado privat docent de la Universidad de Königsberg– a escribir tres ensayos que publicaría a principios de 1756 en el Königsberger Nachrichten, se hicieron sentir en toda Europa occidental.
Para Pedro Taques de Almeida Paes Leme, que acababa de llegar a la ciudad tras un largo viaje desde su São Paulo natal, y para muchos otros que no se habían movido en años del Reino de Portugal, el día de Todos los Santos comenzaba mal, y tal vez presagiaba algo peor. La guerra de los Siete Años, a la que Churchill llamó verdadera Primera Guerra Mundial y que fue escenario de El último de los mohicanos de James Fenimore Cooper, comenzó en 1756, si bien sólo Cándido –y más de un peregrino miembro del Santo Oficio– podía establecer una causalidad clara. Joachim José Moreira de Mendonça, que 1758 publicó su Historia universal dos terremotos, recuerda que no eran pocos los que entonces sostenían que la divina providencia, habiendo prometido no castigar con otro diluvio, disponía esos fenómenos naturales para flagelo de los pueblos. El reverendo inglés Charles Davy, a quien citó extensamente Walter Benjamin el 31 de octubre de 1931 en su segundo programa de radio, dedicado al terremoto, fue testigo minucioso y escribió que “cuando cayó la noche sobre la ciudad devastada, ésta parecía un mar de fuego; la luminosidad era tal, que sólo con ella se podía leer una carta. Las llamas se elevaban desde al menos cien puntos distintos, y seis días tardaron en consumir todo lo que el terremoto había respetado”.
Entre vigas de madera chamuscada y espesas nubes de polvo, el aturdido brasileño descubría que acababa de perder, además de una considerable cantidad de dinero, todos los papeles que pretendían probar sus derechos nobiliarios en la corte de José I, quien a raíz del terremoto se declaró claustrofóbico, pasó a preferir las tiendas a los palacios y las instaló en las colinas de Ajuda, donde acampó la realeza durante casi treinta años. Como su primo fray Gaspar da Madre de Deus, Pedro Taques pertenecía a la elite bandeirante que, decepcionada por los honores y mercedes prometidos en pago por los servicios y fidelidad ofrecidos al Rey, se escudaba en esa disparatada literatura linajista –las nobiliarchias– que buscaba, genealógicamente, encontrar –o proyectar– heroicas virtudes donde otros sólo veían sofisticados vicios. Menos decepcionado que desesperado, Pedro Taques finalmente consiguió un cargo remunerado como tesorero mayor de la Bula de la Cruzada en las capitanías de São Paulo, Goiás y Mato Grosso, se restableció financieramente y regresó a Brasil, nombre que para entonces ya se había impuesto al de Terra da Santa Cruz, con el cual alternó los dos primeros siglos de la colonización de la América portuguesa.
Acusado de desviar las recaudaciones, como Cervantes unos siglos antes, fue suspendido en sus funciones y, a diferencia del español, no fue preso. Quizás ya entonces pensara Pedro Taques que tristeza não tem fim. Pero se engañaba, no sólo porque más tarde recibiría la herencia de una hermana, que le permitió volver a Lisboa y volver a empobrecerse, sino y sobre todo puesto que efectivamente prestaba los recursos públicos a sus conocidos y allegados exactamente como si fueran propios. Sus bienes fueron confiscados, su situación desmejoró hasta la miseria, y su nombre –que post-mortem la hija de su primer matrimonio comenzaría a rehabilitar– declinó sin caso. Pobre y muy enfermo, con una parálisis casi general, se dedicó definitivamente a escribir, releer y reescribir sus obras. Entre ellas figuraba la História da guerra dos emboabas: sucedida entre 1707 y 1709, había enfrentado a mineros paulistas y comerciantes portugueses, y de otras regiones, por la posesión, administración y lucro de las minas de oro de Minas Gerais. Los paulistas, entre cuya prosapia se imaginaba Pedro Taques, habían motejado despectivamente a los portugueses –y por extensión a quienes colaboraban con ellos– de emboabas, que en tupí vendría a ser “aves con plumas hasta los pies” (o gallinas calzadas) y que aludía a la vestimenta y especialmente al calzado de los lusos. Pero no fue sólo la victoria de estos, sino más aún las innumerables, arrumbadas e infructuosas gestiones del brasileño ante la corona lo que guió –emulando la moderna estrategia cervantina– la relectura de lo sucedido en su História, en la que Paes Leme desfacía agravios y enderezaba entuertos portugueses, con menos quijotesca que bandeirante pluma.
Entre otros escritos del paulista, esa História de ralea nebulosa no vivió mucho más que su autor. Sí, en cambio, la noticia de su inclaudicable existencia. Que luego dejó de ser cierta, para sumarse al tropel de libros americanos sin sombra.