Crónica.Cinco pueblos cerca de Mendoza capital. En esta primera entrega de sus crónicas inéditas, Sergio Taglia visita Santa Rosa, un pueblo que, lejos de expandirse, parece contraerse, a la par de la sequía congénita, en su propio corset en damero. Un caserón de la vieja oligarquía; el bosque de eucaliptus para la juventud que es excepción de la chatura general; la observación equidistante de los pobladores sobre el visitante citadino, a quien pueden capturar con su charla o simplemente vigilar desde lejos.por Sergio Taglia
Santa Rosa es un pueblo cercenado al norte por el banco, el destacamento policial, el auditorio municipal, mucho más moderno, y un chalet habitado se cree anteriormente por una familia acomodada y de la aristocracia, en cuyos terrenos hoy permanece la vivienda monumental como casa de fin de semana de los supuestos descendientes de esa familia, cabecera de la finca que hay alrededor, y su gran bosque de eucaliptos al costado este, construido décadas después, formando una pared verde y porosa para el pueblo, al que van los jóvenes por la noche a tomar vino, divertirse y relajarse. Seguramente después de la segunda botella verán entre la luna, las estrellas y las ramas altas, animales saltar de una copa a otra, catitas sonámbulas, aguiluchos, hormigas gigantes o cuadrúpedos voladores de los montes. Esta imaginación podría hacer avanzar el pueblo pero aquellos límites precisos hacia el norte se lo impiden. Y hacia el sur, cercenado por las vías del tren, barrera después de la cual tampoco puede extenderse. Después de las vías del tren hay viñedos y frutales, damascos, duraznos, naranjales. Entre el bosque del chalet de la aristocracia y las vías del tren hay en su parte más ancha cinco cuadras, y en la más angosta tres, por ocho de largo.
El chalet tiene galerías en sus cuatro lados y cuatro escaleras también, una a cada lado del centro de cada galería. Su construcción forma un perfecto cuadrado con techo de chapa, laminada y aislante, a cuatro aguas. En la parte norte se levanta otra edificación más rústica, de unos 35 o 40 metros de largo, que debe haber sido en su momento la caballeriza y que es el lugar que hoy ocupa el cuidador de la finca. Al fondo del terreno, pero sigue más allá, donde están las casas de los que trabajan sus tierras, pasa un canal de agua que recorre casi en línea recta todos los departamentos del Este. Cerca de ese canal está la habitación del cuidador.
Al parecer la familia dueña de la finca vive en Mendoza y viene entonces los fines de semana, aunque a veces pasa un mes sin que lo haga. Debe ser una familia como cualquier otra, con integrantes, sus integrantes con registros, como DNIs, tarjetas, etc; sus no integrantes con permisos para ser saludados, etc, etc. Pero lo importante es que el chalet ya tiene sus buenos 180 años. El resto de la gente no tiene mucho contacto con ellos. Apenas si saben el apellido de los dueños, los “Latiguerre” y no conocen por dentro el lugar.
El chalet entonces forma parte de algún tipo de gobierno, el de los ausentes, y de algún tipo de desgobierno: ni siquiera los agentes medios, directivos de colegios, pueden dar fe de lo que funciona en el lugar, o lo saben y no quieren transmitirlo. Ni siquiera ellos se han interesado por saber a quiénes pertenece en realidad.
Mientras, la construcción se desvencija, y algún día ya no estará, cuando los integrantes se venzan. Sí quedarán en su lugar el destacamento, el auditorio y el banco, puntales unánimes.
***
Los años son siempre diferentes y la cuadrícula en los pueblos también. En Santa Rosa la cuadrícula de las calles es desesperante porque sus casas son precarias y la avenida principal, al norte de la cual hay solo campo, salvo por aquel intervalo de los edificios gubernamentales, el chalet y el bosque de eucaliptos, está levemente en diagonal con respecto a las calles cuadriculadas, y es una diagonal que corre ligeramente en sentido sur-norte hacia el levante con respecto a la cuadrícula. Entonces mientras uno más se aleja hacia el este por alguna de las calles internas, más se distancia de la avenida principal, y eso es muy leve y cuando te querés acordar estás bastante lejos de esa avenida. Todo el pueblo se extiende hacia el sur de ella. Eso no ocurre por ejemplo en La Paz, en la que la calle principal corre con una exactitud paralela a las calles secundarias. Pero creo que es esa mezcla de precariedad de las casas y leve diagonal de la avenida lo que hace que te sintás desesperado en Santa Rosa –si la diagonal fuese más acentuada, todo cambiaría–. Además porque este es un pueblo más pequeño y eso permite que no puedas caminar por ahí sin ser fácilmente reconocido por algún comentario.
Pero desesperante además por su cercenamiento. Da la impresión, o pareciera, que antes hubiera existido un poblado en los terrenos en que hoy hay límites materiales y precisos. Da la impresión de que el lugar ha decrecido con el paso del tiempo en vez de extenderse y que los sitios hoy ocupados por el chalet, los árboles, las vías, viñedos y frutales, antes estaban ocupados por materialidades que hoy son espectros calcinantes y calcinados.
Santa Rosa no tiene aire de pueblo, sino de barrio que no ha terminado de crecer, que no ha salido de sus márgenes, que está encorsetado.
En cualquier otro lugar sus casas serían puestos desparramados por ahí, entre el monte, debido a sus grandes patios, a su sensación de vacío ocupable. Pero aquí se ha densificado, con densificación falsa, su población, debido a su cercenamiento. Ese vacío de los patios que da o se ve desde la calle, es un vacío cargado de anhelo para el que pasa. Se imagina mediodías y tardes de almuerzos en ellos, de charlas dejando llegar el atardecer. Esos patios son la evocación de diversiones-placeres-alegrías que no hay en sitios más habitados. Los que caminan pueden ver lo que pasa adentro, pueden ser invitados sin preparación, sin protocolo. Ventaja y deseo para muchos, incomodidad para el que prefiere andar solo, escondido o invisibilizado. Y sin embargo otra vez, esta generosidad/demasiada incumbencia de los patios se ve opacada y resaltada por la intrascendencia que Mendoza, la idiosincrasia de los suyos, prepara para lugares como Santa Rosa y los convierte en panales de abejas venenosas que han perdido el horizonte de su producción. Saben de qué se alimentan, su alimentación es sana, pero debajo otro tipo de comida se les introduce en el organismo, otro tipo de nutrición, el de la costumbre, la apatía, la nomía exagerada y la no creatividad. Es así como Mendoza permite crecer a sus pueblos, es esto lo que quiere para ellos. Con su vigilancia exagerada logra que las virtudes parezcan errores y que los defectos se crean afectados o producidos por el exceso de virtud. En el caso de Santa Rosa solo le está permitido que esos edificios gubernamentales, DPV, Municipalidad, Dirección de la Vivienda, etc, le den una importancia, importancia que al final resulta intrascendente. A pesar de ser la villa cabecera y de tener esos edificios, es el más encapsulado de los tres pueblos de renombre en el departamento.
***
En Santa Rosa, a diferencia de en otros lugares como Las Catitas, La Paz, La Dormida o en el centro-sur, en Ugarteche, te sentís cuatro veces observado porque todos sus habitantes miran hacia un punto equidistante, que coincide además con el centro del pueblo. Sus miradas crecen sobre lo que podría ser la parrilla de un tostador, de un diseño; construidas sobre lo que saben que van a encontrar, sus miradas no se distraen, y reconocen al agente extraño. En cambio en otros sitios que tienen barrios ligeramente irregulares o dispersos y que no son tan cuadriculados, la mirada puede distraerse hacia otros puntos. Pero aquí es como si una lupa retuviera la fuerza del sol para consumirte.
Agotado, el habitante que no es de Santa Rosa camina de una punta a otra del pueblo. De repente encuentra en uno de los laterales del rectángulo una calle más pequeña que se abre entre las casas y que rompe con la simetría pedante, agreste y obtusa de las otras. Esa pequeña calle serpentea torpemente hacia otras casas. El no habitante se mete por ahí y se transforma en habitante mordido por los perros, las chicas y los chicos que lo miran con desprecio. Y después por las madres y los padres que todavía no lo invitan a comer. Todos tienen ganas de charlar un rato con alguien que no es un cotidiano, y en este caso, aunque no hay ningún caso, el extraño disfruta de las confidencias que le hacen, las disfruta como una persona escuchante que las transmitirá a su modo, su tono o su silencio; una melodía de voces se le agrupa en el cerebro, y con eso siente que caminar es más fácil y más duro; desde su mente no podrá salir de las puertas que le fueron abiertas y cerradas.
Entonces al hablarle lo van introduciendo en su red panóptica de puertas y ventanas. El no habitante se deja hacer, se deja tostar, porque cree desconocer los límites. Al final todos hablan de lo mismo, del esfuerzo, del no esfuerzo, de la infancia, de la vejez, de dios, de la bandera, de lo que hizo el vecino, de lo que no hizo; el no habitante no comprende por qué se festeja en fechas puntuales, territoriales que le dicen, a un tipo de personas muertas, mártires del pasado, supuestos héroes, y no a personas cotidianas, vivas, sin puntualización, lo que da lugar a que esas personas se crean obligadas a hacerlo, a puntualizarse, unas en contra de otras, en un intento de moralidad y desgano, para con eso demostrar que cada uno habita en una especie de pueblo mental. El no esfuerzo de Santa Rosa parece una indolencia influenciada por los frutales alrededor, en cambio su esfuerzo parece haberse olvidado de eso. Es desesperante porque los ancianos o los niños tienen un brillo mustio en sus iris, que se mezcla con la distancia que la ruta, la avenida principal supone para la vida de los otros. Esto ocurre acá y no en otros sitios, porque Santa Rosa será siempre un lugar de paso, un lugar de entres y de paréntesis. Nunca será un espacio terminal. Lo único que convoca allí a gentes de otras partes es su fiesta anual a fines de agosto, una fiesta que comparada con otras es reservada, es pálida y sin desborde. Podría ser la fiesta de futuros empresarios esclavizantes. Con razón sus jóvenes terminan emborrachados bajo el bosque de eucaliptos. Ese bosque es un milagro dentro de la chatura general del sitio. Todos los lugares son chatos, unos más que otros. Todo el Este es así, salvo capaz La Dormida, el barrio La Costanera de Las Catitas, o el pueblo que se está fundando cerca de La Paz y que se llama Las Chacritas. Pero en pocos poblados hay un bosque público, o que la gente ha hecho público, y que además no ha sido captado todavía por las buenas costumbres, o La Costumbre, sino que está a medias abandonado, para que los despiertos, las creativas, los dejados, las tristes puedan aquietarse por un rato.
En el Este hay comida menos norteña y más pampeana. Menos sopas y más guisos. Menos papas que en el oeste, pero más trigo y frijoles. Más olor a embutido, a fiambre, más carne en los platos. Santa Rosa es la puerta a una especie de monte húmedo del este de Mendoza. Empieza con 25 de Mayo, con 12 de octubre y Parque La Costa, pero a partir de Santa Rosa sigue más allá, por la influencia hoy seca y antes húmeda del río Tunuyán. Hay más monte, vegetación más alta, y esto es paradójico, porque todo aquí se está secando, se va a secar. El crecimiento urbano del Gran Mendoza hará que menos agua llegue hasta aquí. De Santa Rosa para el este viven de lo acumulado en el subsuelo. Al ser una semi-planicie el agua venida de Mendoza se estancó aquí para bien. Ahora es tiempo de que se agote. Porque el agua no llega, ya no llueve y la gente aumenta al otro lado.
Hay un cartel en la entrada del poblado que dice: “Santa Rosa, un amor que te hace volver”. Este cartel es engañoso. No es que te haga volver o que alguien vuelva por placer, es que todos se van o se han ido. Y si alguien se va, no le queda otra condición que la vuelta, de vez en cuando y cada vez menos, para visitar a los que se quedan.